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domingo, 21 de diciembre de 2014

UN CUENTO CON VISOS DE REALIDAD, PARA NAVIDAD(i)


                        MATEO PAEZ
                       
                        Se había refugiado en una oscura cueva a las faldas de un enorme cerro escarpado de las estribaciones subbéticas. Con la barba hirsuta, al atardecer  se paseaba, tan sólo entre matorrales y algún que otro zumacal oteando si el camino se encontraba expedito para buscar  un poco de sustento. Tan solo abandonaba su guarida tras el  lánguido sonido de campanas del toque de la queda que  apenas se percibía en aquel paraje. Lo hacía principalmente a altas horas de noche,  y se acercaba sigilosamente a su casa cuando todos dormían, aún con el temor de que se topara en  la Puerta Nueva con el alguacil o que éste se presentara, de improviso,  para detenerlo por un chivatazo de algún cliente del corregidor. Era uno de entre muchos soldados de don Juan de Austria, alistados en la Navidad de 1568 y, que, ahora un año después,  se había evadido de la sierra de Bentomiz aquejado por los fríos y las artritis que le paralizaban las articulaciones de sus manos y pies. Su nombre era Mateo Paez, fingía que enviaba cartas a su esposa alegando numerosos motivos para que le pudieran acoger  como un vecino más, y que no fuera molestado por las autoridades del lugar para encuadrarse de nuevo en la nueva compañía que pretendía el asalto  final contra los moriscos levantados.
            Su esposa acudía, todas las mañanas, a la casa de su vecino el  regidor  Bernardo de Aranda, para que le leyera las cartas y  rogarle que llevara la petición al cabildo de la ciudad. Este no entendía ni pajote de la situación; pues, lo creía enrolado en las filas de su primo, el capitán de las tropas de la ciudad, y, por otro lado, daba por buenas las justificaciones de aquella mujer para poder resolver el entuerto de una comunicación tan fluida con su esposo: manifestaba que uno de los  arrieros de la villas de la abadía transportaba  los bagajes y bastimentos  desde  esta tierra hasta  Guadix y le había traído las misivas. Por más que le insistía aquella angustiada mujer.
            -Mi marido, se muere de frío, no aguanta más, te lo ruego mi señor, traémelo a mi casa, es mi vida, y la de mis hijos. No hemos podido sembrar ni  podemos pagarte la renta de tus tierras arrendadas. Es nuestra ruina, y la de su señoría.
            -Es muy difícil lo que me pide. Me pondría en contra de los regidores de la ciudad: mee darían  por un cobarde y  un desleal con relación a los servicios que prestamos a la Corona.
            -Por lo que más quiera del mundo, mi señor, mi marido se nos muere. Se nos fue con un hato ligero, una ballesta y unos cuantos tiros. Me cuenta, incluso, que  algunos rasguños ha recibido en uno de los asaltos de la Alpujarra. No sé si saldrá de esta Navidad-.le decía la mujer, mientras salía de la casa del ilustre hidalgo con las lágrimas en sus ojos.
            -No puedo hacer nada por él, va en contra de mi conciencia y honor, me es casi imposible .-le contestaba el regidor.
            Aquella noche, al regidor se le mezclaban en su interior  las escenas más variadas de tristeza y desolación: por un lado, los continuos lloros de su vecina y  sus  desérticos campos  casi yermos y en profundo erial. Por eso, lo intentó.  Y eso que no las tenía todas consigo el regidor. Pero, aprovechó aquella mañana nevada de los últimos días de diciembre, y, creyendo que podía echarle  un capote a aquella familia,   acudió a las casas del ayuntamiento. Primero, visitó a los presos en la cárcel real y les dio el aguilando que, por estas fechas, solían regalar los regidores de la ciudad. Luego, se acercó a la iglesia mayor y escuchó a los niños cantores cantar unos bellos villancicos. Vestidos con la zamarra y unas negras albarcas, ensayaban  una escena de la presentación de los pastores ante le Niño Jesús, al mismo tiempo que entonaban una dulce melodía que le ablandó el corazón “Cuando el Eterno se quiso hacer el Niño, le dijo el ángel con mucho cariño”.
            Saludó al sacerdote, que los dirigía y, unos momentos después, subió las escaleras  para adentrarse en la sala de cabildo. El corregidor leía una provisión real, en la que  el capitán general se lamentaba de que algunos soldados alcalaínos habían abandonado sus presidios y el capitán solicitaba un nuevo refuerzo.
-¡En qué mal momento he acudido! Y mi Mateo se me muere en aquellos ventisqueros. Quiero hablar, hacer esta petición, señor corregidor. Mateo Paez está enfermo y reclama volver.
            -¿No será una  argucia más de las que nos tiene acostumbrados  nuestros soldados? –Le contestó el corregidor.
            -Señor, señor, mire estas cartas, se lo suplico.
            No pudo ser, era una navidad en guerra. Unos pocos, subieron a la misa del gallo y  la mujer de Mateo Páez acudió con sus hijos. Su vecino el regidor la vio y bajó la mirada. Pronto, el silencio fue la mejor respuesta en  aquella noche  de frustrado amor. .

      

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