MATEO
PAEZ
Se
había refugiado en una oscura cueva a las faldas de un enorme cerro escarpado
de las estribaciones subbéticas. Con la barba hirsuta, al atardecer se paseaba, tan sólo entre matorrales y algún
que otro zumacal oteando si el camino se encontraba expedito para buscar un poco de sustento. Tan solo abandonaba su
guarida tras el lánguido sonido de
campanas del toque de la queda que
apenas se percibía en aquel paraje. Lo hacía principalmente a altas
horas de noche, y se acercaba sigilosamente
a su casa cuando todos dormían, aún con el temor de que se topara en la Puerta
Nueva con el alguacil o que éste se presentara, de improviso, para detenerlo por un chivatazo de algún
cliente del corregidor. Era uno de entre muchos soldados de don Juan de
Austria, alistados en la
Navidad de 1568 y, que, ahora un año después, se había evadido de la sierra de Bentomiz
aquejado por los fríos y las artritis que le paralizaban las articulaciones de
sus manos y pies. Su nombre era Mateo Paez, fingía que enviaba cartas a su
esposa alegando numerosos motivos para que le pudieran acoger como un vecino más, y que no fuera molestado
por las autoridades del lugar para encuadrarse de nuevo en la nueva compañía
que pretendía el asalto final contra los
moriscos levantados.
Su esposa
acudía, todas las mañanas, a la casa de su vecino el regidor
Bernardo de Aranda, para que le leyera las cartas y rogarle que llevara la petición al cabildo de
la ciudad. Este no entendía ni pajote de la situación; pues, lo creía enrolado
en las filas de su primo, el capitán de las tropas de la ciudad, y, por otro
lado, daba por buenas las justificaciones de aquella mujer para poder resolver
el entuerto de una comunicación tan fluida con su esposo: manifestaba que uno
de los arrieros de la villas de la
abadía transportaba los bagajes y
bastimentos desde esta tierra hasta Guadix y le había traído las misivas. Por más
que le insistía aquella angustiada mujer.
-Mi marido,
se muere de frío, no aguanta más, te lo ruego mi señor, traémelo a mi casa, es
mi vida, y la de mis hijos. No hemos podido sembrar ni podemos pagarte la renta de tus tierras
arrendadas. Es nuestra ruina, y la de su señoría.
-Es muy
difícil lo que me pide. Me pondría en contra de los regidores de la ciudad: mee
darían por un cobarde y un desleal con relación a los servicios que
prestamos a la Corona.
-Por lo que
más quiera del mundo, mi señor, mi marido se nos muere. Se nos fue con un hato
ligero, una ballesta y unos cuantos tiros. Me cuenta, incluso, que algunos rasguños ha recibido en uno de los
asaltos de la Alpujarra.
No sé si saldrá de esta Navidad-.le decía la mujer, mientras
salía de la casa del ilustre hidalgo con las lágrimas en sus ojos.
-No puedo
hacer nada por él, va en contra de mi conciencia y honor, me es casi imposible .-le
contestaba el regidor.
Aquella
noche, al regidor se le mezclaban en su interior las escenas más variadas de tristeza y
desolación: por un lado, los continuos lloros de su vecina y sus
desérticos campos casi yermos y
en profundo erial. Por eso, lo intentó. Y eso que no las tenía todas consigo el
regidor. Pero, aprovechó aquella mañana nevada de los últimos días de diciembre,
y, creyendo que podía echarle un capote
a aquella familia, acudió a las casas del ayuntamiento. Primero,
visitó a los presos en la cárcel real y les dio el aguilando que, por estas
fechas, solían regalar los regidores de la ciudad. Luego, se acercó a la
iglesia mayor y escuchó a los niños cantores cantar unos bellos villancicos.
Vestidos con la zamarra y unas negras albarcas, ensayaban una escena de la presentación de los pastores
ante le Niño Jesús, al mismo tiempo que entonaban una dulce melodía que le
ablandó el corazón “Cuando el Eterno se quiso hacer el Niño, le dijo el ángel
con mucho cariño”.
Saludó al
sacerdote, que los dirigía y, unos momentos después, subió las escaleras para adentrarse en la sala de cabildo. El
corregidor leía una provisión real, en la que
el capitán general se lamentaba de que algunos soldados alcalaínos
habían abandonado sus presidios y el capitán solicitaba un nuevo refuerzo.
-¡En qué mal momento he acudido! Y mi Mateo se me muere en
aquellos ventisqueros. Quiero hablar, hacer esta petición, señor corregidor.
Mateo Paez está enfermo y reclama volver.
-¿No será
una argucia más de las que nos tiene
acostumbrados nuestros soldados? –Le
contestó el corregidor.
-Señor,
señor, mire estas cartas, se lo suplico.
No pudo
ser, era una navidad en guerra. Unos pocos, subieron a la misa del gallo y la mujer de Mateo Páez acudió con sus hijos.
Su vecino el regidor la vio y bajó la mirada. Pronto, el silencio fue la mejor
respuesta en aquella noche de frustrado amor. .
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