Archivo del blog

miércoles, 3 de septiembre de 2014

COMIENZAN LAS FIESTAS DEL BARRIO DE SAN JUAN, SU BARRIO.


EL BARRIO DE SAN JUAN
 
 
Hablar en el siglo XXI 1999 del barrio de San Juan y sus gentes es muy distinto de lo que sería hace quinientos  años, e, incluso, en épocas anteriores. Hoy día, no aparece perfectamente delimitado, y, aunque pueda comprender toda la zona que se extiende entre los arrabales de la Mota y las calles Real,  Rosario, Llana, Cronista Benavides, Cruz de los Muladares y Cuesta del Cambrón, ni administrativa ni oficialmente hay una delimitación oficial o vecinal. No obstante, dado por hecho que este barrio comprende estas calles y  las gentes que se sienten pertenecientes a la Iglesia de San Juan, su origen presenta muchos elementos procedentes de distintas divisiones administrativas  referentes a  diversos servicios militares, de abastecimiento e, incluso religiosos.
Durante el siglo XV, el arrabal de Santo Domingo  junto con el de los Palacios y el de San Sebastián fueron los únicos barrios existentes, hasta que se levantó  la ermita  en honor de San Juan. Sin embargo, la iglesia abacial, a finales del mencionado siglo, precisamente fue la que comenzó a crear el nuevo barrio, debido a los repartimientos de nuevos asentamientos y de tierras que habían hecho los Reyes Católicos. En concreto, a principios del siglo XVI, se produjo su ampliación urbana,  cuando la ciudad se extendía hacia el Llano. Por otra parte, el cabildo municipal repartió gran cantidad de solares y vendió otros muchos para afrontar el abastecimiento y las obras de la ciudad. Y es en este preciso momento en el que se desarrolló totalmente el barrio de San Juan, encontrando su centro en su iglesia, sede de una cofradía de gente hidalga. Su plaza, abastecida por una fuente que realizó en el año  1550  Martín de Bolivar junto al Pozuelo del santo del mismo nombre,  era el núcleo o eje de  un  amplio espacio urbano, cuya  calle de San Juan, posteriormente denominada del Rosario, se extendió y  orientó hacia el nordeste, para converger finalmente hacia el Llanillo. A su alrededor,  laboriosos vecinos formaron un entremado de calles y callejas, que se  encuadraron en una demarcación de finalidad militar, recaudatoria y geográfica. La calle Rojo o de los Caños, Riberos o la Peste, Labradores, Mudo, Puerto y las del jurado Luque fueron las principales calles. También nuevos arrabales se extendieron junto a la iglesia de la Veracruz a partir del año 1550, el de San Blas en 1621 y, en años anteriores, el de la Trinidad bajo el cobijo de las instituciones eclesiales.  


Para hacernos una idea de la configuración urbana de todo su entorno, desde el punto de abastecimiento y de recaudación, precisamente  los antiguos arrabales, también denominados cuarteles, estaban formados por el arrabal Antiguo, el desaparecido de San Bartolomé, la Peña Horadada, San Sebastián, el barrio de San Francisco, y el de San Juan, como parte independiente de la Mota  excluyendo los arrabales nuevos de la Veracruz y del Llanillo y las calles que convergían a la calle Real y a todos estos barrios, sin olvidar el recinto de la Mota.             A esto hay que añadir dos nuevos conventos que jugaron un papel importante en la vida de este barrio, el de la Santísima Trinidad y el de San Francisco. Casi toda la vida de la ciudad se desarrolló en estos lugares desde el comercio hasta el ocio, desde la celebración de los actos festivos hasta la vida artesanal, desde la religiosa de sus conventos e iglesias hasta la vida cotidana de los vecinos.                                             
En el siglo XVII, el barrio de San Juan fue sustituido en su demarcación, porque en torno al convento de Nuestra Señora del Rosario de la Orden de Santo Domingo, poco a poco, va a girar  la calle del Rosario que recibió su nombre del convento y sustituyó  su antigua denominación de calle de San Juan por la del Rosario. Por otra parte, los antiguos arrabales se fueron abandonando, como el de San Sebastián, Peña Horadada, y el de Santo Domingo, y la  iglesia de San Blas dio lugar a un nuevo arrabal, que redistribuyó el antiguo arrabal de San Juan. Este, a su vez, agrupó, poco a poco, todo los vestigios que comprendían las calles Caba, de la Cruz del Cristo de la Piedra, Lagares, Alhondiguilla, San Francisco, parte de la calle Real, los Caños, Mazuelos y otras de menor como el Puerto, Llanete el Conde, Yedra, Mazuelos, Puerto y algunos tramos de la calle Veracruz.
La importancia de esta transformación radicó en que se convirtió durante un siglo en centro de la población antigua y nueva, provocando que muchas dependencias que residían en la Mota se traladaran al barrio: además, la iglesia de San Juan asumió las funciones de coadjutriz de la parroquia de Santa María la Mayor. Allí se celebraban todas las festividades y las misas de capellanías más importantes. Algunas se mantuvieron hasta el siglo XIX, como la de nuestra Señora de la Paz en el mes de enero. La propia ciudad, además, trató de que las carnicerías públicas se intalaran cerca del convento de la Trinidad. Varias tiendas de abastecimiento, panaderías y aceiterías estuvieron ubicadas durante mucho tiempo en las placetas del Rosario, San Juan y Trinidad. 
Así se mantuvo durante el siglo XVIII y XIX, y, aun más la división parroquial le vino a dar un nuevo impulso al convertirse la iglesia en el eje urbano de la parroquia de Santa María la Mayor, puesto que la convirtió en coadjutriz y celebró la mayoría de los cultos, que anteriormente se celebraban en la iglesia abacial. De allí salieron las celebraciones del Corpus, se impartieron los sacramentos del bautizo o del matrimonio, las exequias y las misas ordiarias.
Al finalizar el siglo XIX, cuando a la iglesia del Rosario, por ser de mayor cabida y estar mejor situada,  se trasladaron todos los oficios propios de ayuda de parroquia de Santa María, ya el barrio estaba perfectamente demarcado y, la iglesia, sin función religiosa, tan sólo de culto dedicado a San Juan Bautista, será un receptáculo de los distintas advocaciones que iban desapareciendo, como la Virgen de la Paz o de la Aurora. Sus gentes, sin hidalgos, con multitud de casas de vecinos, labriegos, jornaleros, y nuevos artesanos y los dedicados a los servicios que el siglo XX iba demandando formaron un barrio nuevo, andaluz, blanco por la cal de las fachadas de sus casas y con amplios solarines que servían de huertos familiares, donde el pozo, la higuera, la cuadra y el fogón de la cocina reunían a uno de los sectores de población más numeroso de Alcalá la Real.
 


Rememorar el siglo XX es iniciar un recorrido desde la casa de don Salvador Medina, donde impartian las clases este viejo profesor a jóvenes de enseñanza secundaria, para continuar por la empinada cuesta de la calle Veracruz, moteada de casas de vecinos y casonas de labranza como la de Gálvez o Manuel Gorra, la del cura, donde se hacinaba las familias en pequeños pisos en torno a un patio desde se sacaba el agua de su pozo para mantener la higiene de más de treinta inquilinos Lo mismo que en la casa del maestro Garrido, la de Paz, la de Miguelón y Peregrina, la de José Gálvez, y la de Aurora y la de Domingo el Lancero.  En esta calle, se confundía el subderrollo de los años treinta, cuarenta y cincuenta  con el tradicionalismo de la vida pujarera de la casa de Frasquito Huertes o Francisco Arenas Tonelete o los nuevos labriegos de las aldeas que se afincaban en nuestra ciudad, como la familia López. Fue un barrio que en el duro enfrentamiento de la guerra civil tuvo un alto índice de emigración hacia la zona republicana, con el abandono de casas, de familias enteras y de soldados que se enrolaron en las filas de los dos bandos.
Junto a las casas, los servicios de alimentación, la lechería de las vacas de Mangurro, la tienda de Marquitos o la sombrillería de Mercedes de la Barranca. Lo mismo sucedía en la calle Luque, con la casa de vecinos del General Lastres y la taberna de Joaquín y el Gordo. Y la calle Rosario, donde se abastecía a los pobres en la Gota Leche, se recogían los niños expósitos, la Inlusa, y se curaban  a los enfermos en el Hospital, regentado por las Madres Mercedarias o surtía de vino la taberna de Mamando, se había convertido en la hidalga de los artesanos actuales. Allí podías encontrar la zapatería de Pañalón, los buenos vinos y la lana para los colchones de Manuel Mamando, un contrato de obra del buen oficial albañil Miguel Fernández o descendientes de la familia Zúñiga. Si querías tomar los bollos de chocolate para los niños, podías acudir a la tienda de Francisco o la de la Luciana, los servicios de fontanería los encontarías en casa de José y su cuñado Rodrigo.




Conforme subías hacia la iglesia de San Juan, las casonas de fachadas de piedra encalada,  reminiscencia  de los antiguos hidalgos, se transformaban en hacinadas casas de vecinos donde apenas podían vivir familias numerosas como la de Francisco Rosales, el de la plaza,  Eloisa y otros tantos más. Allí se compartían los servicios higiénicos, la lavandería, e, incluso, en algunas las cuadras y la cocina; tan sólo, había un recinto diminuto para la intimidad familiar. Estas casas jalonaban ambas aceras de esta majestuosa calle, que por los años setenta sustituían los balcones de forja, las ventanas de las cuitas amorosas y los óculos del pajar por los afeados balcones corridos y las puertas metálicas de las cocheras. Sería imposible imaginar hoy día cómo podían convivir hasta quince y treinta personas en algunas casas. Los niños de la familia de los Patavana no tenían otro lugar para el recreo que las calles embarradas y arecifadas para las fiestas populares. El pincho, las canicas, policía y ladrón, las caretas y los cántaros de carnaval eran los juegos preferidos de las almas infantiles. La beneficiencia y la caridad se ejercían en el hospicio provisional de la Iglesia de San Juan, atendida por la Madre Carmen y sus compañeras desde los años treinta, donde acudían jovenes doncellas sin familia para aprender el catecismo y las buenas costumbres. Y en parecidas condiciones estaban los vecinos de la calle Trinidad, la de los Caños o todas las que convergían a la calle Medrano como la calle la Peste, los Caños, el Puerto y su tranversales de Llanete el Conde, la Yedra o Muladares. Si algo las diferenciaban de las calles del Rosario y Veracruz, no era otra cosa que  las casas eran  más pequeñas y sus vecinos más humildes, todos dedicados al campo con su yunta, haciéndose de apareadores unos de otros, y, en la mayoría de los casos, esperaban la llamada del señorico o del pujarero más hacendadado que los convocara a dar la jornada en sus peculios. Raras eran las casas de  servicios como la lechería de Miracielos en la calle los Caños, la tienda de Cipriano o de Charilla en la calle Llana o las taberna de Caroca, la de Caniles o de Sansón en la calle los Caños. Algunas viviendas cobijaban a familias enteras como los Vegas en la calle la Peste, recordando a las ínsulas romanas en un marco andaluz.
Si el agua se encontraba en los pilares de la calle Llana, el de San José, el de San Juan y en la calle Rosario, donde acudían los vecinos a recoger el agua en sus cántaros, el pan se abastecía por los panaderos de Santa Ana y los Madriles. El horno de Piñiqui era el centro de reunión, mientras se calentaban en el fogón los roscos, los mantecados y los panes de cada familia. Por otro lado, procedía de artesanos forasteros el arreglo de los somieres de las camas, el afilamiento de los cuchillos, el grapado de fuentes y los nuevos oficios que la técnica introducía en los lares del barrio de San Juan. En estas calles, por los años cincuenta, fue un insólito acontecimiento el agua en las casas, la primera televisión de Frasquito Huertes, donde acudía todo el mundo a ver los toros, el primer ventilador eléctrico o la primera cubeta de plástico, pues estaban acostumbrados a los objetos de mimbre , de esparto o de hierro. Abundaban los pozos en los huertos de las casas para refrescar en el estío el vino manchego y las sandías.
En este barrio, surgían curas a porrillo porque era la única salida de los hijos de los jornaleros o labriegos para alcanzar los estudios superiores o, al menos, los secundarios. Muchos se quedaban a medio camino, otros escalaban otras profesiones. Las  Escuelas de la Sagrada Familia  ofreció a muchas familias la formación profesional, religiosa y humana de sus hijos. Las mujeres practicaban los servcios de limpieza de la calle repartiéndose esta labor por tramo de fachada, limpiando el pavimento correspondiente o la acera que solía llenarse de los excrementos de animales de carga y ganado menor. Eran abundantes las casas donde una manada de cabra, más rara la oveja, convivía con sus propietarios.
La única industria era el molino de Terreras en la Cruz de los Muladares, que databa de finales del siglo XIX, a donde los labriegos llevaban la aceituna en invierno. Junto a él, un lavadero, donde se formaban corrillos de mujeres a lo largo del día. En el otro extremo, el lavadero de la calle Ancha.
La construcción renovó la mayoría de las casas por los años sesenta, y se levantaron otras nuevas. Famosa fue la casa grande de la calle Real, que los alcalaínos bautizaron graciosamente con el nombre de la Casa el Coño, tan destartalda, y tan irracional que no puede comprenderse cómo se les ocurrió a los munícipes conceder aquella licencia urbanística.


La gente era muy devota de tradiciones familiares. Las Cruces de mayo de las calles Ancha,  Real, San Juan, cruz de los Muladares, y la de la casas de Aurora, de los Vegas o de Andres en la calle Trinidad celebraban su novena y sus cantos. Meses antes, los cuadros del Ecce-Homo y el Gallardete de Jesús en las casas de los Vegas y los Cupidos. Las hornacinas de Santa Ana y la Virgen de las Mercedes en diversas esquinas recibían su devoción popular en el verano sin  olvidar la tradición de San José de la calle la Peste y la calle Ancha en el mes de marzo con sus famosas lumbrás.
Raro era el día de los años cincuenta en el que un piso de una casa de vecinos o un vecino de una casa no abandonaba su lugar de morada para correr  la aventura de Alemania, de las tierras catalanas o de la capital de España. El silencio predominaba en la familias de los antiguos represaliados por el régimen franquista; la euforia dominaba en los numerosos  y fervorosos adictos del nuevo régimen. Aquí se quedaron los más hacendados, los profesionales y los que disfrutaban los oficios de los servicios municipales o de cierto porvenir. Los demás hicieron lo mismo que los de los años treinta cuando huyeron el día de la toma de Alcalá a buscar nuevos derroteros para su familia y sus hijos.
La formación se adquiría en las escuelas del Estado, y en las  de las maestras garroteras de la Pollica o de Patita Sea. También, el maestro Garrido impartía la docencia en la calle Real, como también lo hizo posteriormente su hijo en la calle Veracruz para los niños más avanzados. No se puede olvidar tampoco la labor de Pilar en la calle los Caños. La formación religiosa se impartía en la iglesia de San Juan con los seminaristas y los coadjutores de la parroquia de Santo Domingo de Silos. Zamora, Paco Grande, Rosales, Gallego, Aranda, Martín, Comas, o Pepe Sánchez acudían con don Miguel Vallejo a las escalinatas de la calle los Caños a explicar los dogmas a los niños del barrio. Y la formación política y moral se recibía,-más bien se la imbuían- en la escuela y en los NODOS del Parque Cinema y el Teatro Martínez Montañés.
No había más salida para la gente del barrio que el trabajo del campo, ser empleado de Condepols o la emigración. Los otros oficios eran una excepción para los privilegiados que podían comer una dieta que sobrepasara la leche matutina, la comida de legumbres del mediodía (los cocidos, lentejas, habichuelas..), la merienda de pan con aceite- el bollo de turrolate de Priego era un privilegio-, y la frugal cena con lo sobrante de la mañana.         


Había personajes famosos en el barrio que recibían la simpatía popular, desde Frasquito Huertes, que era una especie de patriarca de toda la vecindad en la calle Veracruz, o  el sinmpático Tonelete, hasta el comandante Berbel, el médico García Valdecasas, Santa Marta, el jefe de los apóstoles Tomás, todos los Vegas que levantaron la semana santa de los años cincuenta en su faceta popular, Trompetín, Cristobal, las mujeres de la Gota Leche como Patro Vega o Luis Hinojosa, doña Anita la partera y depués doña Prudencia, don León el practicante, los pregoneros que anunciaban la campaña de vacunación o los edictos del Alcalde en el Pilar de San José o en la esquina de la calle Veracruz y del Rosario o en San Juan, los panaderos de Santa Ana y los madriles, que cobraban con el sistema de vales, los lecheros como Mangurro o Miracielos, y la madre Carmen, tan rechoncha y tan débil pidiendo a las señoricas del pueblo limosnas para sus niñas de san Juan y el guardia de la Mota Joaquín el Espino.
No había casinos ni de caballeros ni populares; las tabernas usurpaban el espacio social con el vino terreno de los meses de invierno y el manchego de los restantes meses del año. Si tuviéramos que destacar algunas, citaríamos la de los Sansones, y Caniles en la calle los Caños, el Atranque, donde se vendía el vino a través de una reja, y el Bodegón de los Muertos en la calle Llana, y las mencionadas de la calle Luque. En ellas se hacían contratos de obra, se citaba para la labranza y se pagaban los jornales.
La noche era fría en las casas de este barrio, muy agradable para el verano, pero productora de sabañones, pulmonías y catarros en invierno. La silla de anea servía de embajadora para formar círculos de mocitas para bordar, de chiquillos para escuchar historietas de los mayores en verano y de tertulias y vigilias en las noches de velatorio.
Conservaba su majestuosidad y su raigambre el barrio de San Juan desde tiempos inmemoriales. Era y es la carrera oficial de procesiones de semana Santa  en la mañana del Viernes Santo, en el Corpus Cristi, y en la procesión del Cristo  de la Salud. Sobre todo, esta imagen definía el barrio, a sus devotas gentes labriegas y  a su fisonomía andaluza de blanca cal y de cenefas y rejas negras.


                    Numerosas eran las sagas de familias que se apodaban con nombres curiosos como los morunos y los moros, los rejillas, los carocas, los hermosos, los marquitos, los pinchos, los gallinasas, los toreros, los fatigas, tacholicas, los porqueros, los frescuras, mogote y churrete, los obispos, canoso, penoso, miliqui,  la negri, zambomba y sargento amocarfe, los virutas y los milesios, los loperas, cinco años, los olayas, los canteros, rabanales, los castos, los rojitos, la amolanchina, el niño Dios, los cenachos, los jaros, los cerullicos y los follones, los juaneles, los sansones, los canteros y los canetos, los pintaporras, los lanceros, los pìchirichi, los canastas, los bodoquitos, los rubiotopi, los miracielos, los teleras y rajuñas, los charilla, los patulas, los lanceros, los paletos, los chaleques, los pichiqui, los de gloria, los regalados, los patitas sea, los conejos, los morgan, los borondos, los pañalones, los cupidos, los veguillas, los patavanas, los mamandos, los genaros, los frailes, los poyoperas, los gorras o los mangurros. Raro era el que se denominaba por sus propios apellidos. Si alguien destacaba  en alguna faceta, era bautizado inmediatamente para identificarlo. Se transmitían  la enseñanza del trabajo del campo de padres a hijos, la poda, el injerto, la destreza en la siega y en el olivar; muchos compartían todas estas labores con el olivar. Algunos eran albañiles. El barbero Victor, Pepe el zapatero, los hojalateros, y alguna que otra peluquera domiciliaria eran los pocos oficios que se escapaban de los pujareros y hortelanos. Había pobres de solemnidad como Marquitos o Ramón el Chavico, que recorría las calles contando sus anécdotas de sargento en la División Azul, la Romana, Zanani y los gitanos de la calle la Peste y de las ruinas de Santo Domingo, los hijos de Evaristo, también Celestino que compartía el oficio de herrador y trasquilador de mulos y burros.   Era la estructura del barrio una pirámide invertida, donde los más pudientes vivían en las calles más cercanas al Llanillo y los más humildes junto a la Mota y el arrabal de Santo Domingo.

Ya, en los años setenta, aquella sociedad vivió una nueva inmigración comarcal con los nuevos vecinos de las aldeas, y muchas cosas y costumbres se fueron sustituyendo. Pero aquel barrio de san Juan quedó en muchos vecinos y otros no quisieron abandonarlo como fieles testigos y lapados por la sombra de la amplia mole de la fortaleza.  

 
 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario