Hablar en el siglo XXI 1999 del barrio de San Juan y sus gentes es muy
distinto de lo que sería hace quinientos
años, e, incluso, en épocas anteriores. Hoy día, no aparece
perfectamente delimitado, y, aunque pueda comprender toda la zona que se
extiende entre los arrabales de la Mota y las calles Real, Rosario, Llana, Cronista Benavides, Cruz de
los Muladares y Cuesta del Cambrón, ni administrativa ni oficialmente hay una
delimitación oficial o vecinal. No obstante, dado por hecho que este barrio
comprende estas calles y las gentes que
se sienten pertenecientes a la Iglesia de San Juan, su origen presenta muchos
elementos procedentes de distintas divisiones administrativas referentes a
diversos servicios militares, de abastecimiento e, incluso religiosos.
Durante el siglo XV, el arrabal de Santo Domingo junto con el de los Palacios y el de San
Sebastián fueron los únicos barrios existentes, hasta que se levantó la ermita
en honor de San Juan. Sin embargo, la iglesia abacial, a finales del
mencionado siglo, precisamente fue la que comenzó a crear el nuevo barrio,
debido a los repartimientos de nuevos asentamientos y de tierras que habían
hecho los Reyes Católicos. En concreto, a principios del siglo XVI, se produjo
su ampliación urbana, cuando la ciudad
se extendía hacia el Llano. Por otra parte, el cabildo municipal repartió gran
cantidad de solares y vendió otros muchos para afrontar el abastecimiento y las
obras de la ciudad. Y es en este preciso momento en el que se desarrolló
totalmente el barrio de San Juan, encontrando su centro en su iglesia, sede de
una cofradía de gente hidalga. Su plaza, abastecida por una fuente que realizó
en el año 1550 Martín de Bolivar junto al Pozuelo del santo del
mismo nombre, era el núcleo o eje
de un
amplio espacio urbano, cuya calle
de San Juan, posteriormente denominada del Rosario, se extendió y orientó hacia el nordeste, para converger
finalmente hacia el Llanillo. A su alrededor,
laboriosos vecinos formaron un entremado de calles y callejas, que
se encuadraron en una demarcación de
finalidad militar, recaudatoria y geográfica. La calle Rojo o de los Caños,
Riberos o la Peste, Labradores, Mudo, Puerto y las del jurado Luque fueron las
principales calles. También nuevos arrabales se extendieron junto a la iglesia
de la Veracruz a partir del año 1550, el de San Blas en 1621 y, en años
anteriores, el de la Trinidad bajo el cobijo de las instituciones
eclesiales.
Para hacernos una idea de la configuración urbana de todo su
entorno, desde el punto de abastecimiento y de recaudación, precisamente los antiguos arrabales, también denominados
cuarteles, estaban formados por el arrabal Antiguo, el desaparecido de San
Bartolomé, la Peña Horadada, San Sebastián, el barrio de San Francisco, y el de
San Juan, como parte independiente de la Mota
excluyendo los arrabales nuevos de la Veracruz y del Llanillo y las
calles que convergían a la calle Real y a todos estos barrios, sin olvidar el
recinto de la Mota. A esto hay
que añadir dos nuevos conventos que jugaron un papel importante en la vida de
este barrio, el de la Santísima Trinidad y el de San Francisco. Casi toda la
vida de la ciudad se desarrolló en estos lugares desde el comercio hasta el
ocio, desde la celebración de los actos festivos hasta la vida artesanal, desde
la religiosa de sus conventos e iglesias hasta la vida cotidana de los
vecinos.
En el siglo XVII, el barrio de San Juan fue sustituido en su
demarcación, porque en torno al convento de Nuestra Señora del Rosario de la
Orden de Santo Domingo, poco a poco, va a girar
la calle del Rosario que recibió su nombre del convento y sustituyó su antigua denominación de calle de San Juan
por la del Rosario. Por otra parte, los antiguos arrabales se fueron
abandonando, como el de San Sebastián, Peña Horadada, y el de Santo Domingo, y
la iglesia de San Blas dio lugar a un
nuevo arrabal, que redistribuyó el antiguo arrabal de San Juan. Este, a su vez,
agrupó, poco a poco, todo los vestigios que comprendían las calles Caba, de la
Cruz del Cristo de la Piedra, Lagares, Alhondiguilla, San Francisco, parte de
la calle Real, los Caños, Mazuelos y otras de menor como el Puerto, Llanete el
Conde, Yedra, Mazuelos, Puerto y algunos tramos de la calle Veracruz.
La importancia de esta transformación radicó en que se convirtió
durante un siglo en centro de la población antigua y nueva, provocando que
muchas dependencias que residían en la Mota se traladaran al barrio: además, la
iglesia de San Juan asumió las funciones de coadjutriz de la parroquia de Santa
María la Mayor. Allí se celebraban todas las festividades y las misas de
capellanías más importantes. Algunas se mantuvieron hasta el siglo XIX, como la
de nuestra Señora de la Paz en el mes de enero. La propia ciudad, además, trató
de que las carnicerías públicas se intalaran cerca del convento de la Trinidad.
Varias tiendas de abastecimiento, panaderías y aceiterías estuvieron ubicadas
durante mucho tiempo en las placetas del Rosario, San Juan y Trinidad.
Así se mantuvo durante el siglo XVIII y XIX, y, aun más la división
parroquial le vino a dar un nuevo impulso al convertirse la iglesia en el eje
urbano de la parroquia de Santa María la Mayor, puesto que la convirtió en
coadjutriz y celebró la mayoría de los cultos, que anteriormente se celebraban
en la iglesia abacial. De allí salieron las celebraciones del Corpus, se
impartieron los sacramentos del bautizo o del matrimonio, las exequias y las
misas ordiarias.
Al finalizar el siglo XIX, cuando a la iglesia del Rosario, por ser
de mayor cabida y estar mejor situada,
se trasladaron todos los oficios propios de ayuda de parroquia de Santa
María, ya el barrio estaba perfectamente demarcado y, la iglesia, sin función
religiosa, tan sólo de culto dedicado a San Juan Bautista, será un receptáculo
de los distintas advocaciones que iban desapareciendo, como la Virgen de la Paz
o de la Aurora. Sus gentes, sin hidalgos, con multitud de casas de vecinos,
labriegos, jornaleros, y nuevos artesanos y los dedicados a los servicios que
el siglo XX iba demandando formaron un barrio nuevo, andaluz, blanco por la cal
de las fachadas de sus casas y con amplios solarines que servían de huertos
familiares, donde el pozo, la higuera, la cuadra y el fogón de la cocina
reunían a uno de los sectores de población más numeroso de Alcalá la Real.
Rememorar el siglo XX es iniciar un recorrido desde la casa de don
Salvador Medina, donde impartian las clases este viejo profesor a jóvenes de
enseñanza secundaria, para continuar por la empinada cuesta de la calle
Veracruz, moteada de casas de vecinos y casonas de labranza como la de Gálvez o
Manuel Gorra, la del cura, donde se hacinaba las familias en pequeños pisos en
torno a un patio desde se sacaba el agua de su pozo para mantener la higiene de
más de treinta inquilinos Lo mismo que en la casa del maestro Garrido, la de
Paz, la de Miguelón y Peregrina, la de José Gálvez, y la de Aurora y la de
Domingo el Lancero. En esta calle, se
confundía el subderrollo de los años treinta, cuarenta y cincuenta con el tradicionalismo de la vida pujarera de
la casa de Frasquito Huertes o Francisco Arenas Tonelete o los nuevos
labriegos de las aldeas que se afincaban en nuestra ciudad, como la familia
López. Fue un barrio que en el duro enfrentamiento de la guerra civil tuvo un
alto índice de emigración hacia la zona republicana, con el abandono de casas,
de familias enteras y de soldados que se enrolaron en las filas de los dos
bandos.
Junto a las casas, los servicios de alimentación, la lechería de las
vacas de Mangurro, la tienda de Marquitos o la sombrillería de Mercedes de la
Barranca. Lo mismo sucedía en la calle Luque, con la casa de vecinos del
General Lastres y la taberna de Joaquín y el Gordo. Y la calle Rosario, donde
se abastecía a los pobres en la Gota Leche, se recogían los niños expósitos, la
Inlusa, y se curaban a los enfermos en
el Hospital, regentado por las Madres Mercedarias o surtía de vino la taberna
de Mamando, se había convertido en la hidalga de los artesanos actuales. Allí
podías encontrar la zapatería de Pañalón, los buenos vinos y la lana para los
colchones de Manuel Mamando, un contrato de obra del buen oficial albañil
Miguel Fernández o descendientes de la familia Zúñiga. Si querías tomar los
bollos de chocolate para los niños, podías acudir a la tienda de Francisco o la
de la Luciana, los servicios de fontanería los encontarías en casa de José y su
cuñado Rodrigo.
Conforme subías hacia la iglesia de San Juan, las casonas de
fachadas de piedra encalada,
reminiscencia de los antiguos
hidalgos, se transformaban en hacinadas casas de vecinos donde apenas podían
vivir familias numerosas como la de Francisco Rosales, el de la plaza, Eloisa y otros tantos más. Allí se compartían
los servicios higiénicos, la lavandería, e, incluso, en algunas las cuadras y
la cocina; tan sólo, había un recinto diminuto para la intimidad familiar.
Estas casas jalonaban ambas aceras de esta majestuosa calle, que por los años
setenta sustituían los balcones de forja, las ventanas de las cuitas amorosas y
los óculos del pajar por los afeados balcones corridos y las puertas metálicas
de las cocheras. Sería imposible imaginar hoy día cómo podían convivir hasta
quince y treinta personas en algunas casas. Los niños de la familia de los
Patavana no tenían otro lugar para el recreo que las calles embarradas y
arecifadas para las fiestas populares. El pincho, las canicas, policía y
ladrón, las caretas y los cántaros de carnaval eran los juegos preferidos de
las almas infantiles. La beneficiencia y la caridad se ejercían en el hospicio
provisional de la Iglesia de San Juan, atendida por la Madre Carmen y sus
compañeras desde los años treinta, donde acudían jovenes doncellas sin familia
para aprender el catecismo y las buenas costumbres. Y en parecidas condiciones
estaban los vecinos de la calle Trinidad, la de los Caños o todas las que
convergían a la calle Medrano como la calle la Peste, los Caños, el Puerto y su
tranversales de Llanete el Conde, la Yedra o Muladares. Si algo las
diferenciaban de las calles del Rosario y Veracruz, no era otra cosa que las casas eran más pequeñas y sus vecinos más humildes,
todos dedicados al campo con su yunta, haciéndose de apareadores unos de otros,
y, en la mayoría de los casos, esperaban la llamada del señorico o del pujarero
más hacendadado que los convocara a dar la jornada en sus peculios. Raras eran
las casas de servicios como la lechería
de Miracielos en la calle los Caños, la tienda de Cipriano o de Charilla en la
calle Llana o las taberna de Caroca, la de Caniles o de Sansón en la calle los
Caños. Algunas viviendas cobijaban a familias enteras como los Vegas en la
calle la Peste, recordando a las ínsulas romanas en un marco andaluz.
Si el agua se encontraba en los pilares de la calle Llana, el de San
José, el de San Juan y en la calle Rosario, donde acudían los vecinos a recoger
el agua en sus cántaros, el pan se abastecía por los panaderos de Santa Ana y
los Madriles. El horno de Piñiqui era el centro de reunión, mientras se
calentaban en el fogón los roscos, los mantecados y los panes de cada familia.
Por otro lado, procedía de artesanos forasteros el arreglo de los somieres de
las camas, el afilamiento de los cuchillos, el grapado de fuentes y los nuevos
oficios que la técnica introducía en los lares del barrio de San Juan. En estas
calles, por los años cincuenta, fue un insólito acontecimiento el agua en las
casas, la primera televisión de Frasquito Huertes, donde acudía todo el mundo a
ver los toros, el primer ventilador eléctrico o la primera cubeta de plástico,
pues estaban acostumbrados a los objetos de mimbre , de esparto o de hierro.
Abundaban los pozos en los huertos de las casas para refrescar en el estío el
vino manchego y las sandías.
En este barrio, surgían curas a porrillo porque era la única salida
de los hijos de los jornaleros o labriegos para alcanzar los estudios
superiores o, al menos, los secundarios. Muchos se quedaban a medio camino,
otros escalaban otras profesiones. Las
Escuelas de la Sagrada Familia
ofreció a muchas familias la formación profesional, religiosa y humana
de sus hijos. Las mujeres practicaban los servcios de limpieza de la calle
repartiéndose esta labor por tramo de fachada, limpiando el pavimento
correspondiente o la acera que solía llenarse de los excrementos de animales de
carga y ganado menor. Eran abundantes las casas donde una manada de cabra, más
rara la oveja, convivía con sus propietarios.
La única industria era el molino de Terreras en la Cruz de los
Muladares, que databa de finales del siglo XIX, a donde los labriegos llevaban
la aceituna en invierno. Junto a él, un lavadero, donde se formaban corrillos
de mujeres a lo largo del día. En el otro extremo, el lavadero de la calle
Ancha.
La construcción renovó la mayoría de las casas por los años sesenta,
y se levantaron otras nuevas. Famosa fue la casa grande de la calle Real, que
los alcalaínos bautizaron graciosamente con el nombre de la Casa el Coño, tan
destartalda, y tan irracional que no puede comprenderse cómo se les ocurrió a
los munícipes conceder aquella licencia urbanística.
La gente era muy devota de tradiciones familiares. Las Cruces de
mayo de las calles Ancha, Real, San
Juan, cruz de los Muladares, y la de la casas de Aurora, de los Vegas o de
Andres en la calle Trinidad celebraban su novena y sus cantos. Meses antes, los
cuadros del Ecce-Homo y el Gallardete de Jesús en las casas de los Vegas y los
Cupidos. Las hornacinas de Santa Ana y la Virgen de las Mercedes en diversas
esquinas recibían su devoción popular en el verano sin olvidar la tradición de San José de la calle
la Peste y la calle Ancha en el mes de marzo con sus famosas lumbrás.
Raro era el día de los años cincuenta en el que un piso de una casa
de vecinos o un vecino de una casa no abandonaba su lugar de morada para
correr la aventura de Alemania, de las
tierras catalanas o de la capital de España. El silencio predominaba en la
familias de los antiguos represaliados por el régimen franquista; la euforia
dominaba en los numerosos y fervorosos
adictos del nuevo régimen. Aquí se quedaron los más hacendados, los
profesionales y los que disfrutaban los oficios de los servicios municipales o
de cierto porvenir. Los demás hicieron lo mismo que los de los años treinta
cuando huyeron el día de la toma de Alcalá a buscar nuevos derroteros para su
familia y sus hijos.
La formación se adquiría en las escuelas del Estado, y en las de las maestras garroteras de la Pollica o
de Patita Sea. También, el maestro Garrido impartía la docencia en la calle
Real, como también lo hizo posteriormente su hijo en la calle Veracruz para los
niños más avanzados. No se puede olvidar tampoco la labor de Pilar en la calle
los Caños. La formación religiosa se impartía en la iglesia de San Juan con los
seminaristas y los coadjutores de la parroquia de Santo Domingo de Silos.
Zamora, Paco Grande, Rosales, Gallego, Aranda, Martín, Comas, o Pepe Sánchez
acudían con don Miguel Vallejo a las escalinatas de la calle los Caños a
explicar los dogmas a los niños del barrio. Y la formación política y moral se
recibía,-más bien se la imbuían- en la escuela y en los NODOS del Parque Cinema
y el Teatro Martínez Montañés.
No había más salida para la gente del barrio que el trabajo del
campo, ser empleado de Condepols o la emigración. Los otros oficios eran una excepción
para los privilegiados que podían comer una dieta que sobrepasara la leche
matutina, la comida de legumbres del mediodía (los cocidos, lentejas,
habichuelas..), la merienda de pan con aceite- el bollo de turrolate de Priego
era un privilegio-, y la frugal cena con lo sobrante de la mañana.
Había personajes famosos en el barrio que recibían la simpatía
popular, desde Frasquito Huertes, que era una especie de patriarca de toda la
vecindad en la calle Veracruz, o el sinmpático
Tonelete, hasta el comandante Berbel, el médico García Valdecasas, Santa Marta,
el jefe de los apóstoles Tomás, todos los Vegas que levantaron la semana santa
de los años cincuenta en su faceta popular, Trompetín, Cristobal, las mujeres
de la Gota Leche como Patro Vega o Luis Hinojosa, doña Anita la partera y
depués doña Prudencia, don León el practicante, los pregoneros que anunciaban
la campaña de vacunación o los edictos del Alcalde en el Pilar de San José o en
la esquina de la calle Veracruz y del Rosario o en San Juan, los panaderos de
Santa Ana y los madriles, que cobraban con el sistema de vales, los lecheros
como Mangurro o Miracielos, y la madre Carmen, tan rechoncha y tan débil
pidiendo a las señoricas del pueblo limosnas para sus niñas de san Juan y el
guardia de la Mota Joaquín el Espino.
No había casinos ni de caballeros ni populares; las tabernas
usurpaban el espacio social con el vino terreno de los meses de invierno y el
manchego de los restantes meses del año. Si tuviéramos que destacar algunas,
citaríamos la de los Sansones, y Caniles en la calle los Caños, el Atranque,
donde se vendía el vino a través de una reja, y el Bodegón de los Muertos en la
calle Llana, y las mencionadas de la calle Luque. En ellas se hacían contratos
de obra, se citaba para la labranza y se pagaban los jornales.
La noche era fría en las casas de este barrio, muy agradable para el
verano, pero productora de sabañones, pulmonías y catarros en invierno. La
silla de anea servía de embajadora para formar círculos de mocitas para bordar,
de chiquillos para escuchar historietas de los mayores en verano y de tertulias
y vigilias en las noches de velatorio.
Conservaba su majestuosidad y su raigambre el barrio de San Juan
desde tiempos inmemoriales. Era y es la carrera oficial de procesiones de
semana Santa en la mañana del Viernes
Santo, en el Corpus Cristi, y en la procesión del Cristo de la Salud. Sobre todo, esta imagen definía
el barrio, a sus devotas gentes labriegas y
a su fisonomía andaluza de blanca cal y de cenefas y rejas negras.
Numerosas
eran las sagas de familias que se apodaban con nombres curiosos como los
morunos y los moros, los rejillas, los carocas, los hermosos, los marquitos,
los pinchos, los gallinasas, los toreros, los fatigas, tacholicas, los
porqueros, los frescuras, mogote y churrete, los obispos, canoso, penoso,
miliqui, la negri, zambomba y sargento
amocarfe, los virutas y los milesios, los loperas, cinco años, los olayas, los
canteros, rabanales, los castos, los rojitos, la amolanchina, el niño Dios, los
cenachos, los jaros, los cerullicos y los follones, los juaneles, los sansones,
los canteros y los canetos, los pintaporras, los lanceros, los pìchirichi, los
canastas, los bodoquitos, los rubiotopi, los miracielos, los teleras y rajuñas,
los charilla, los patulas, los lanceros, los paletos, los chaleques, los
pichiqui, los de gloria, los regalados, los patitas sea, los conejos, los
morgan, los borondos, los pañalones, los cupidos, los veguillas, los patavanas,
los mamandos, los genaros, los frailes, los poyoperas, los gorras o los
mangurros. Raro era el que se denominaba por sus propios apellidos. Si alguien
destacaba en alguna faceta, era
bautizado inmediatamente para identificarlo. Se transmitían la enseñanza del trabajo del campo de padres
a hijos, la poda, el injerto, la destreza en la siega y en el olivar; muchos
compartían todas estas labores con el olivar. Algunos eran albañiles. El
barbero Victor, Pepe el zapatero, los hojalateros, y alguna que otra peluquera
domiciliaria eran los pocos oficios que se escapaban de los pujareros y
hortelanos. Había pobres de solemnidad como Marquitos o Ramón el Chavico, que
recorría las calles contando sus anécdotas de sargento en la División Azul, la
Romana, Zanani y los gitanos de la calle la Peste y de las ruinas de Santo
Domingo, los hijos de Evaristo, también Celestino que compartía el oficio de
herrador y trasquilador de mulos y burros.
Era la estructura del barrio una pirámide invertida, donde los más
pudientes vivían en las calles más cercanas al Llanillo y los más humildes
junto a la Mota y el arrabal de Santo Domingo.
Ya, en los años setenta, aquella sociedad vivió una nueva
inmigración comarcal con los nuevos vecinos de las aldeas, y muchas cosas y
costumbres se fueron sustituyendo. Pero aquel barrio de san Juan quedó en
muchos vecinos y otros no quisieron abandonarlo como fieles testigos y lapados
por la sombra de la amplia mole de la fortaleza.
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