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sábado, 31 de agosto de 2024

EL BARRIO DE SAN JUAN

 

  

EL BARRIO DE SAN JUAN

 




Hablar hoy día del barrio de San Juan y sus gentes es muy distinto a lo que sería hace quinientos  años, e, incluso, en épocas anteriores. Hoy día, no aparece perfectamente delimitado, y, aunque pueda comprender toda la zona de entre los arrabales de la Mota, la calle Real, la calle Rosario, Llana, Cronista Benavides, Cruz de los Muladares y Cuesta del Cambrón, ni administrativamente ni oficialmente hay una delimiación vecinal. No obstante, dando por hecho este barrio delitimadoo por estas calles y por las gentes que se sienten pertenecientes a la Iglesia de San Juan, el origen del barrio presenta muchos elementos procedentes de distintas divisiones administrativas, que respondían a servicios militares, de abastecimiento e, incluso religioso. En el siglo XV, el arrabal de Santo Domingo tal vez fuera el único junto con los Palacios y el de San Sebastián, que se podrían constatar que perteneciera a las inmediaciones de la ermita que se levantaba en honor de san Juan. Ésta era una iglesia que, a finales de siglo, comenzaba a crear un barrio, debido a los repartimientos de nuevos asentamientos y de tierras que habían hecho los Reyes Católicos. Precisamente, a principios del siglo XVI, se produce su ampliación,  cuando la ciudad se extiende hacia el Llano, el cabildo municipal reparte gran cantidad de solares y vende otros muchos para afrontar el abastecimiento de la ciudad. Y es en este preciso momento en el que se desarrolla totalmente el barrio de san Juan, encontrando su centro en su iglesia, sede de una cofradía de gente hidalga, rodeada de  su fuente que se realiza en el año  1550 por Martín de Bolivar junto al Pozuelo del santo, y preidida con el amplio espacio urbano de su plaza, la calle que se extiende, orientada hacia el sur, para converger hacia el Llanillo y sus laboriosos habitantes , que se encuadran en una demarcación de finalidad militar, recaudatoria y física.


Desde el punto de abastecimiento y de recaudación, precisamente  los antiguos arrabales, también denominados cuarteles, estaban formados por el arrabal antiguo, el desaparecido de san Bartolomé, la Peña Horadada, san Sebastián, el barrio de san Francisco, y el de san Juan, como parte independiente de la Mota  dejando aparte los arrabales nuevos de la Veracruz y del Llanillo y las calles que convergen a la calle Real y a todos estos barrios sin olvidar el recinto de la Mota. A esto hay que añdir dos nuevos conventos que juegan un papel importante de la vida de este barrio, el de la Santísima Trinidad y el de sann Francisco. Casi toda la vida de la ciudad se desarrollaba en estos lugares desde el comercio hasta el ocio, desde la celbración de los actos festivos hasta la vida artesanal, desde la religiosa de sus conventos e iglesias hasta la vida cotidana de los vecinos.  .                

En el siglo XVII, el barrio de san Juan es sustituido en su demarcación, porque le convento de Nuestra Señora del Rosario de la Orden de santo Domingo, poco a poco, va a girar en torno a la calle del Rosario que le da su nombre y sustituye en su enominación a la calle de san Juan. Por otra parte, los antiguos arrabales se van a ir abandonando, como el de san Sebastián, Peña Hordada, y el de santo Domingo, y, aunque la  iglesia de san Blas va a da lugar a un nuevo arrabal, que redistribuye el antiguo arrabal de san Juan, éste va a agrupar poco a poco todo los vestigios que comprendían la calle Caba, la calle de la Cruz del Cristo de la Piedra, Lagares, Alhondiguilla, san Francisco, parte de la calle Real,los Caños, Mazuelos y otras de menor como el Puerto,Llanete el Conde, Yedra, Mazuelos, Puerto y algunos tramos de la calle Veracruz.

Así se mantendrá durante el siglo XVIII y XIX, y, aun más la división parroquial le va dar un nuevo empuje al convertirse en el eje urbano de la parroquia de Santa María la Mayor, que la convertirá en coadjutriz y celebrará la mayoría de los cultos, que anteriormente se celebraban en la iglesia abacial. De allí saldrán las celebraciones del Corpus, se impartirán los bautizos, los matrimonios, exequias y las misas diarias. Al finalizar el siglo XIX, cuando el Rosario ocupe su lugar ya el barrio está perfectamente demarcado y, la iglesia  sin función religiosa, tan sólo cultual  dedicada a san Juan Bautista, será un receptáculo de los distintas advocaciones que iban desapareciendo, como la Virgen de la Paz o de la Aurora. Sus gentes, sin hidalgos, con multitud de casas de vecinos, labriegos, jornaleros, y nuevos artesanos y dedicados a los servicios que el siglo XX  iba exigiendo van a dar lugar a un barrio nuevo, andaluz, blanco con la cal de las fachadas de sus casas y de amplios solarines que servían de huertos familiares, donde el pozo, la higuera, la cuadra y el fogón de la cocina reunía a uno de los sectores de población más numeroso de Alcalá la Real.




Rememorar el siglo XX es iniciar un recorrido desde la casa de don Salvador Medina, donde impartian las clases este viejo profesor a jóvenes de enseñanza secundaria, para continuar por la empinada cuesta de la calle Veracruz, moteada de casas de vecinos y casonas de labranza como la de Gálvez o Manuel Gorra, la del cura, donde se hacinaba las familias en pequeños pisos en torno a un patio desde se sacaba el agua de su pozo para mantener la higiene de más de treinta vecinos. Lo mismo que en la casa del maestro Garrido, la de Paz, la de Miguelón y Peregrina, la de José Gálvez, y la de Aurora y la de Domingo el Lancero.  En esta calle, se confundía el subderrollo de los años cuarenta y cincuenta  con el tradicionalismo de la vida pujarera de la casa de Frasquito Huertes o Francisco Arenas Tonelete o los nuevos labriegos de las aldeas que se afincaban en nuestra ciudad, como la familia López. Junto a las casas, los servicios de alimentación, la leche de las vacas de Mangurro, la tienda de Marquitos o la sombrillera de Mercedes de la Barranca. Lo mismo sucedía en la calle Luque, con la casa de vecinos del General Lastres y la taberna de Joaquín y el Gordo. Y la calle Rosario, donde se abastecía a los pobres en la Gota Leche, se recogían los niños expósitos y se curaban  a los enfermos en el Hospital, regentado por las Madres Mercedarias, la taberna de Mamando, se había convertido en la hidalga de los artesanos actuales. Allí podías encontrar la zapatería de Pañalón, los buenos vinos y la lana para los colchones de Manuel Mamando, un contrato de obra del buen oficial albañil Miguel Fernández o descendientes de la familia Zúñiga. Si querías tomar los boyos de chocolate para los niños en la tienda de Francisco y en la de la Luciana, los servicios de fontanería los encontarías en casa de José y su cuñado. Conforme subías hacia la iglesia de san Juan, las casonas de fachadas de piedra encalada de los antiguos hidalgos se transformaban en hacinadas casas de vecinos donde apenas podían vivir familias numerosas como la de Francisco Rosales de la plaza,  Eloisa y tantos más. Allí se compartían los servicios higiénicos, la lavandería, e, incluso, en algunas las cuadras y la cocina; tan sólo, había un recinto diminuto para la intimidad familiar. Jalonaban ambas aceras de esta majestuosa calle, que por los años setenta sustituían los balcones de forja , las ventanas de las cuitas amorosas y los óculos del pajar por los afeados balcones corridos y las puertas metálicas de las cocheras. Sería imposible imaginar hoy día cómo podían convivr hasta quince y treinta personas en algunas casas. Los niños de la familia de los Patavana no tenían otro lugar para el recreo que las calles embarradas y arecifadas para las fiestas populares. El pincho, las canicas, policía y ladrón, las caretas y los cántaros de carnaval eran los juegos preferidos de las almas infantiles. La beneficiencia y la caridad se ejercían en el hospicio provisional de la Iglesia de san Juan, atendida por la Madre Carmen y sus compañeras desde los años treinta, donde acudían jovenes doncellas sin familia para aprender el catecismo y las buenas costumbres. Y en parecidas condiciones estaban los vecinos de la calle Trinidad, la de los Caños o todas las que convergían a la calle Medrano como la calle la Peste, los Caños, el Puerto y su tranversales de Llanete el Conde, la Yedra o Muladares. Si algo las diferenciaban de las calles del Rosario y Veracruz, eran las casas más pequeñas y sus vecinos nás humildes, dedicados al campo con su yunta, haciendose de apareadores unos de otros, y, en la mayoría de los casos, esperando la llamada del señorico o del pujarero más hacendadado que los convocara a dar la jornada en sus peculios. Raros eran las casas de  servicios como la lechería de Miracielos en la calle los Caños, la tienda de Cipriano o de Charilla en la calle Llana o la taberna de Caroca o la de Caniles en la calle los Caños. Algunas viviendas cobijaban a familias enteras como los Vegas en la calle la Peste, recordando a las ínsulas romanas en un marcvo andaluz. Si el agua se encontraba en los pilares de la calle Llana, el de san José, el de san Juan y en la calle Rosario, donde acudían los vecinos a recoger el agua en sus cántaros, el pan se abastecía por los panaderos de Santa Ana y los Madriles. El horno de Piñiqui era el centro de reunión, mientras se calentaban en el horno los roscos , mantecados y los panes de cada familia. También, procedía de forasteros el arreglo de los sunieles de las camas, el afilamiento de los cuchillos, el grapado de fuentes y los nuevos oficios que la técnica introducía ebn los lares del barrio de san Juan. En estas calles fue un acontecimiento de los años cincuenta el agua en las casas, la primera televisión en casa de Frasquito Huertes, donde acudía todo el mundo a ver los toros, el primer ventilador eléctrico o la primera cubeta de plástico, acostumbrados a los objetos de mimbre , de esparto o de hierro. Y en este barrio, salían curas a porrillo porque era la única salida de los hijos de los jornaleros o labriegos. Muchos se quedaban a medio camino, otros escalaban otras profesiones. Las  Escuelas de la Sagrada Familia  ofreció a muchas familias la formación profesional, religiosa y humana a muchos hijos del barrio de san Juan. Practicaban los servcios de limpieza de la calle en un reparto por tramo de fachada, limpiando el pavimento o la acera que solía llenarse de los excrementos de animales de carga y ganado menor. Eran abundantes las casas donde una manada de cabra, más rara la oveja, convivían con sus propietarios.










La única industria era el molino de Terreras en la Cruz de los Muladares, que data de finales del siglo XIX, a donde los labriegos llevaban la aceituna en invierno. Junto a él, un lavadero, donde se formaban corrillos de mujeres a lo largo del día.

La construcción renovó la mayoría de las casas por los años sesenta, y se levantaron otras nueva. Famosa fue la casa grande de la calle Real, que los alacalaínos bautizaron graciosamente la Casa el Coño, tan destartalda, y tan irracional que no puede comprenderse cómo se les ocurrió a los munícipes conceder aquella licencia urbanística.

La gente era muy devota de tradiciones familiares. Las Cruces de mayo, de la calle Ancha, de la calle Real, san Juan, cruz de los Muladares, y la de la casas de Aurora, de los Vegas o de Andres en la calle Luque tenían su novena y sus cantos. Meses antes, los cuadros del Ecce-Homo y el Gallardete de Jesús en las casas de los Vegas y los Cupidos. Las hornacinas de santa Ana y la Virgen de las Mercedes en diversas esquinas recibían su devoción popular en el verano sin  olvidar la tradición del san José de la calle la Peste y la calle Ancha.

Raro era el día de los años cincuenta en el que un piso de una casa de veinos o un vecino de una casa no abandonaba su lugar de morada para correr  la aventura de Alemania, de las tierras catalanas o de la capital de España. Aquí se quedaron los más hacendados, los profesionales y los de los oficios de los servicios municipales o de cierto porvenir. Los demás hicieron lo mismo que los de los años treinta cuando huyeron el día de la toma de Alcalá buscar nuevos derroteros para su familia y sus hijos.


La formación se adquiría en las escuelas del Estado, y en las  de las maestras garroteras de la Pollica o de Patita Sea. También, el maestro Garrido impartía la docencia en la calle Real, como también lo hacía su hijo en la calle Veracruz para los niños más avanzados. La formación religiosa se impartía en la iglesia desan Juan con los seminaristas y los coadjutores de la parroquia de santo Domingo de Silos. Y la formación política y moral, en la escuela y en los NODOS del Parque Cinema y el Teatro Martínez Montañés.

No había más salida para la gente del barrio que el trabajo del campo, ser empleado de Condepols o la emigración. Los otros oficios eran una excepción para los privilegiados que podían comer una dieta que sobrepasara la leche matutina, la comida de legunbres del mediodía (os cocidos, lentejas, habichuelas..), la merienda de pan con aceite_ el bollo de turrolate de Priego era un privilegio-, y la frugal cena con lo sobrante de la mañana.          Había personajes famosos en el barrio oque recogían la simpatía popular,. desde Frasquito Huertes, que era como el patriarca de toda la vecindad en la calle Veracruz, o  el sinmpático Tonelete, hasta el comandante Berbel, el médico García Valdecasas, Santa Marta, el jefe de los apóstoles Tomás, todos los Vegas que levantaron la semana santa de los años cincuenta en su faceta popular, Trompetín, Cristobal, las mujeres de la Gota Leche como Patro Vega o Luis Hinojosa, doña Anita la partera y depués doña Prudencia, don León el practicante, los pregoneros que anunciaban la campaña de vacunación o los edictos del Alcalde en el Pilar de san José o en la esquina de la calle Veracruz , del Rosario en san Juan, y la madre Carmen, tan rechoncha y tan débil pidiendo a las señoricas del pueblo limosnas para sus niñas de san Juan y el guardia de la Mota Joaquín el Espino.

No había casinos ni de caballeros ni populares; las tabernas usurpaban el espcaio social con el vino terreno de los meses de invierno y el manchego de los restantes meses del año. Si tuviéramos que destacar algunas, citaríamos la de los Sansones, y Caniles en la calle los Caños, el Atranque, donde se vendía el vino a través de una reja, y el Bodegón de los Muertos en la calle Llana, y las mencionadas de la calle Luque. En ellas se hacía contratos de obra, se citaba para la labranza y se pagaban los jornales.

La noche era fría en las casas de este barrio, muy buenopara el verano, pero productora de sabañones,  pulmonías y catarros en invierno. La silla de enea servía de embajadora para formar círculos de mocitas para bordar, de chiquillos para escuchar historietas de los mayores en verano y de tertulias y vigilias en las noches de velatorio.

Conservaba su majestuosidad y su raigambre el barrio de san Juan desde tiempos inmemoriales. Era y es la carrera oficial de procesiones de semana Santa  en la mañana del Viernes Santo, el Corpus Cristi, y en la procesión del Cristo  de la Salud. Sobre todo, esta imagen definía el barrio, a sus devotas gentes labriegas y a su fisonomía andaluza de blanca y de cenefas y ref¡jas negras.


       Numerosas eran las sagas de familias que se apodaban con nombres curiosos como los morunos y los moros, los rejillas, los carocas, los hermosos, los  marquitos, los pinchos, los gallinasas, los toreros, los fatigas, tacholicas, los porqueros, los frescuras, mogote y churrete, los obispos, canoso, penoso, miliqui,  la negri, zambomba y sargento amocrafe, los virutas y los milesios,los loperas, cinco años, los olayas, los canteros, rabanales, los castos, los rojitos, la amolanchina, el nIño Dios, los cenachos, los jaros, los cerullicos y los follones, los juaneles, los sansones, los canteros y los canetos, los pintaporras, los lanceros, los pìchirichi, los canastas, los bodoquitos, los rubiotopi, los miracielos, los teleras y rajuñas, los charilla, los patulas, los lanceros, los paletos, los chaleques, los pichiqui, los de gloria, los regalados, los patitas sea, los conejos, los borondos, los pañalones, los cupidos, los veguillas, los patavanas, los mamandos, los genaros, los frailes, los poyoperas, los gorras o los mangurros. Raro era el que se denominaba por sus propios apellidos. Si alguién destacaba  en alguna faceta, era bautizado inmediatamente para identificarlo. Se transmitían  la enseñanza del trabajo del campo de padres a hijos, la poda, el injerto, la destreza en la siega y en el olivar; muchos compartían todas estas labores con el olivar. Algunos eran albañiles. El barbero Victor, Pepe el zapatero, los hojalateros, y alguna que otra peluquera domicilaria eran los pocos oficios que se escapaban de los pujareros y hortelanos. Había pobres de solemnidad como Marquitos o Ramón el Chavico, que recorría las calles contando sus anécdotas de sargento en la División Azul, la Romana, Zanani y los gitanos de la calle la Peste y de las ruinas de santo Domingo, los hijos de Evaristo, también Celestino que compartía el oficio de herrador y trasquilador de mulos y burros.   Era la estructura del barrio una pirámide invertida, donde los más pudientes vivían en las calles más cercanas al Llanillo y los más humildes junto a la Mota y el arrabal de santo Domingo.

Ya, en los años setenta, aquella sociedad vivió una nueva inmigración comarcal con los nuevos vecinos de las aldeas, y muchas cosas y costumbres se fueron sustituyendo. Pero aquel barrio de san Juan quedó en muchos vecinos y otros no quisieron abandonarlo como fieles testigos y lapados por la sombra de la amplia mole de la fortaleza. Actualmente, ya son pocos, a veces nosh ace revivir los barrios del Rastro, Sebastián y san Bartolomé de finales del siglo XVII. Menos mal que todavía quedan vecinos y casas blancas, y las casas de la hermandades recuerdan la defensa del patrimonio.

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