DESDE EL MIRADOR DEL HACHO
Si era
arduo subir al mirador de San Marcos,
hacerlo por la parte superior de San Marcos es todavía más complicado; pues
pequeñas veredas y senderos
empinados nos conducen a una tierra
arenisca y rocosa que debió ser habitada
por la cultura de las cuevas. En sus alrededores, mirando hacia el portillo de
los Aspadores, se encuentran restos de cerámica argárica y abrevaderos artificiales
de ganado tallados a la piedra. Pero, si se dirige la mirada hacia el ocaso del
sol, en un día claro y azul podrá presenciarse una despedida
muy bella del día entre colores rojizos
y amarillentos que se mezclan y se confunden por el entorno de la torre de los Pedregales.
Este
mirador, desde hace unos veinte años,
descubre unos nuevos barrios de la ciudad
que se encaraman en la ladera del
cerro de la Mota. Donde subían los caminos viejos del Castillo de Locubín, Priego y Jaén
hasta alcanzar los aledaños de los parajes de la ermita de San Sebastián,
la Peña Horadada y el convento de San Francisco, tan solo ha quedado como un
testigo de aquellos tiempos el paredón
del testero de la iglesia del convento de los franciscanos mínimos. Aquel
camino que se enredaba entre los últimos cadalsos de la cruz del Barrero, y las
fosas anárquicas de los fusilamientos de la incivil guerra, se ha transformado
en una colmena de calles de nombres europeos, donde se albergan las familias
jóvenes de Alcalá la Real. Aquel barrio se ha expandido desde las Azacayas y ha traspasado el cerco
artificial de la ciudad moderna a lo largo de las eras de las Córdobas y el
camino Nuevo. El Centro de Sánchez
Cuenca saluda a los que visitan a la ciudad como tarjeta de visita de una
ciudad de servicios; este edificio es su
símbolo, que la ha proyectado hacia el futuro atendiendo la
diversidad y cuidando por favorecer a todas las personas sin exclusión social
(como también lo hace en el Centro de
los Amigos y los múltiples servicios
sociales).
Quedan
desgraciadamente pocos vestigios de los
antiguos telares que abundaron por la entrada de la carretera de Priego y de
Jaén, aquel sector secundario que atrajo
a las churilleras e integró a la mujer en el mundo del trabajo a principios del
siglo XX; tan sólo, la artesanía se recuerda con el antiguo
barrero de donde se sacaba el barro para la tinajería y la cantarería- y ahora se
transforma en artística gracias a las manos de Salvador-. Atrás quedaron los
aladreros, albardoneros, carpinteros, herreros…ante el choque frontal y destructivo con las nuevas tecnologías.
No obstante, todavía, aquella salida hacia el
sector primario por la calle del Campo es un canto de sirena que entona, por estos Lares, la presencia de campesinos de
fin de semana, pluriempleados a medio camino entre los oficios y la agricultura,
emigrantes temporeros que se albergan en casas semiabandonadas para el tiempo
de la aceituna, personas representativas de la nueva migración entre las aldeas
y la ciudad de Alcalá la Real: son las
que abandonaron los cortijos y las viviendas del mundo rural para pasar el
mayor tiempo del año, como hacían los
antiguos, en una ciudad de mayores
servicios.
Es un
barrio que ha crecido confundiéndose con los linderos de las antiguas calles de
Mesa, Ancha y San Francisco, donde se mezcla la vivienda tradicional de dos
pisos y pajares abandonados con las nuevas casas y bloques de arquitectura
convencional y simplista. Es un barrio en el que las nuevas familias viven la
incertidumbre de una juventud que no encuentra un futuro estable en medio de
una crisis que desborda las previsiones
y los proyectos más seguros.
Desde este barrio se contempla el Tajo del Hacho con
diafanidad, no es de extrañar que sea como el espejo donde se fijen los vecinos en
todas las estaciones del año. Pues el Hacho
fue una antigua atalaya que indicaba el camino para muchos caminantes que
se acercaban a Alcalá la Real, hacía
honor a un término muy usado en la abadía aludiendo a ser sinónimo de “hacha” “vela”, porque en este tajo se encendería el leño resinoso o el manojo de paja
y esparto para alumbrar, para despertar esperanza a las personas sin rumbo; su elevado lugar no tenía necesidad de
levantar la torre, el hacho era una
torre que se erguía en el mar centenario de los Llanos, desde donde
podía descubrirse los paisajes más insospechados o podían recibirse señales de
salvación. Eso es lo que necesitamos que se encienda, la luz del Hacho en estos
momentos, en los que ni siquiera se
vislumbra un cambio de sistema productivo, sino más bien las migajas del puro y
duro capitalismo. Y, nos preguntamos ¿no puede encender una luz de esperanza a las
nuevas generaciones este hacho
alcalaíno? Parece que más que su
significado original se ha quedado en su
valor de germnanía “persona que roba y hurta”, en este caso sistema económico
depredador y abrasivo.
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