A principios del siglo XVI, Alcalá estaba encerrada en la fortaleza de la Mota y en el barrio de Santo Domingo. Tras siglo y medio de zozobra y congoja obligadas por las incursiones de los moros del reino de Granada, la vida social y comunitaria, en tiempos de paz, comenzaba a desarrollarse normalmente, como, en muchos otros lugares de Andalucía, lo habían hecho anteriormente. Las torres de defensa y de alojamiento en su interior, dieron paso a nuevos edificios, destinados para casa de ayuntamiento, de la justicia, escribanos y recaudadores En aquella fortaleza, comenzó a resurgir el comercio y se levantaron el matadero, las carnicerías, el alholí
y otros edificios públicos y religiosos, dando un nuevo aspecto en torno a una plaza, rodeada por la Iglesia Mayor, el hospital de los Monteses, los escritorios y las tiendas adosadas a las torres con sus corredores y miradores, la antigua cárcel, la botica y las casas de fachada piedra de los principales caballeros de la ciudad.
Incluso, los propios Reyes
Católicos, agradecidos por los servicios de aquellos vecinos tan dechados de
valor bélico, coadyuvaron al ornato de la ciudad y otorgaron una provisión por
la que les concedieron una campana y reloj, cuyo sonido debía escucharse en
todas las caserías de la comarca.
Su vecinos eran, en su mayoría, descendientes de los antiguos
pobladores y conquistadores, entre los que residían algunos judíos, a los que
se le aplicó que pagasen la moneda forera
Los principales conflictos se
provocaban entre los distintos bandos de caballeros, y, además entre este grupo y la Corona. Solían ocasionarse por el abuso de estos señores, que controlaban
los órganos de gobierno de la ciudad y se introducían en las tierras comunales
beneficiándose de sus prerrogativas.
No era todo malo en estos caballeros, sino que siempre estaban preparados para cualquier servicio
a los reyes. Pues, tras el toque de campanas de las iglesias o la convocatoria de concentración por el pregonero y por el tambor, al instante
se concentraban en la plaza de la Mota y nombraban el capitán y otros
cargos formando una compañía de caballería
en dirección a los frentes de guerra.. Por eso, tras la toma de Granada no se había calmado la sed de botines .
Eran ganaderos. Pero el vino de
Alcalá se había hecho famoso, pues
obtuvo un privilegio especial para que pudiera venderse en Granada, y
algunos abnadonaron las armas para
dedicarse a la agricultura.
La ciudad estaba controlada, primordialmente, por la familia
de los Aranda en detrimento de otras, sobre todo, los Montesinos y Gadeas, que,
a través de enlaces matrimoniales, iban acaparando la mayoría de los cargos
municipales y las tierras de la ciudad, dando lugar a abusos de
poder con los que confrontarán con el propio cabildo invadiendo y usurpando tierras
de lo común. Solían ser valientes guerreros y también aventureros. Pero,
cansados de guerras, los mayores comenzaban a disfrutar de los beneficios
anteriores. Los más jóvenes, siempre dispuestos al combate, caían en los miles
de frentes que se abrían en Italia, África o
el Nuevo Mundo. Otros, pagaron con una muerte temprana tantos años de
lucha. Entre ellos, el capitán Pedro de
Quesada, que había dejado a su viuda con sus cuatro hermanas.
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En aquellos tiempos, los predicadores franciscanos y dominicos
comenzaron a visitar la Iglesia Mayor por tiempo de Cuaresma. Criticaban las
malas costumbres, y animaban a la
cruzada y la evangelización de las Indias.
No era extraño que, con sus prédicas, muchas mujeres no vieran con buenos ojos la Casa de Mancebía, que, incluso, los reyes
habían permitido que se estableciera dentro de la fortaleza. Entre ellas, Catalina, que era la
viuda del mencionado alcaide y
capitán del Castillo de Locubín. Junto con sus hermanas Lucía, Margarita, y
María, formaron una especie de
incipiente convento en su casa, tras la entrevista con el provisor del abad don Juan de Ávila.
En la soledad, no les había
quedado más remedio a estas castas mujeres, que entregarse a la religión, pues
estaban emparentadas con los hidalgos alcalaínos y debían mantener su pureza,
convirtiéndose en beatas al servicio de Dios, lo mismo que sus maridos lo
habían hecho en vida en la conquista de nuevas tierras con el nombre de Dios
por delante.
Las cuatro, unidas por el mismo
sentimiento religioso, tomaron la unánime decisión de transformar en oratorio una de sus casas de la calle de Despeñacaballos. Adecentaron toda su casa y
se lo comunicaron a su confesor, un teniente de capellán, que no llegaba a
comprender aquel cambio. Ellas le recordaban que nunca podían olvidar la huella
que les dejó en años anteriores el dominico fray Alonso Gutiérrez de
Burgos. Le decían que les había
aconsejado que formaran un convento o monasterio de la Orden de Predicadores en
la ciudad. O, al menos, se hicieran
religiosas, cumpliendo la tercera regla.
Adecentaron las casas en todos
sus rincones con el primor y candor propios de los grupos de mujeres, la mística
invadió en todos los rincones, sobre todo, aquel patio castellano, sostenido
por cuatro vigas, desde donde se bajaba por una esquina a una bodega en la que
se guardaba en un aljibe el agua de la
lluvia. Colgaron todas las paredes de láminas y cuadros, comprados a los
mercaderes granadinos. En su primera estancia, lienzos de la Magdalena junto a
una pequeña escultura del Señor del Ecce-Homo y, en la pared más señera, un Crucificado
gótico. Dispusieron reclinatorios que
les servían para llevar cabo los rezos diarios cumpliendo con el rigor que establecían las horas del breviario del calendario
litúrgico.
Tenían algunos bienes, pues algunos de sus maridos no habían dispuesto
de tiempo ni siquiera para testar, pues
habían fallecido en las costas de África, y, en la toma de algunas de aquellas
ciudades a las órdenes del señor de Alcaudete y casi quedaron en el desamparo.
Se veían obligadas a compartir todo. Incluso, pedían en tiempos de
carestía la porción de pan a los
regidores, que la repartían a las puertas
del cabildo o en las panaderías de la ciudad..
En Navidad, mimaban, con
sus manos, las figuras del
nacimiento colocado sobre la austera tabla
de la mesa de encina. Era uno de los pocos recuerdos de sus maridos.
Probablemente adquiridos o robados en el sur de e Italia. Por las
carnestolendas, se asomaban, a través de
la reja, a escudriñar el bullicio de
la fortaleza, mientras se divertían los
niños vestidos de obispillos, cantando copas burlescas contra los capellanes
de la Iglesia Mayor. En Cuaresma, al
amanecer, solían mortificarse con
disciplinas y cilicios, ayunaban casi todos los días y se confesaban de los malos pensamientos. En las primeras horas, visitaban la capilla de los Arandas y rezaban por el
alma de todos los difuntos de su familia. A los pobres que acudían a su casa,
les sacaban algunas cuartillas de trigo
de sus trojes y, economizaban
con ellos algún maravedí que otro, sacado del arca de siete llaves. Por
la tarde, rezaban el vía crucis en la iglesia de santo Domingo con el
beneficiado. Y, al anochecer el toque de ánimas, se encerraban en sus casas
y volvían a repetir unas oraciones ininteligibles
por las ánimas del purgatorio. Frugaces como ningunas: comían una sopa de
gallina, pasas y algo de pan Y rezaban,
al acostarse, por todos los difuntos.
Aconsejadas por el provisor de la abadía,
vendieron parte de los bienes que habían acumulado sus progenitores y se fueron
a Granada con el fin de unirse a la
orden dominica que comenzaba a establecerse en aquella ciudad. Les puso en
contacto el sacerdote con algunos miembros de la congregación de santo Domingo de Guzmán, que
les buscó una casa en el Realejo junto al recién fundado convento de Santa
Cruz.
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Las
cuatro mujeres acudían diariamente a los mismos
actos y misas de los
conventuales. Les limpiaban los enseres y objetos religiosos. Le hacían de despenseras
y les compraban los alimentos. Tanto llegó su fervor y su amor por la orden dominica, que les
permitieron tomar los hábitos de la
Orden y les reservaron una capilla
dentro de aquel majestuoso templo.
Ellas
no se contentaron con haber conseguido
este reconocimiento, sino que, un día, las llamó el padre provincial.
-
Hermanas, todos los días me llegan
noticias de vuestras buenas acciones. Me es imposible que os niegue lo que me
pide vuestro confesor.
- Padre Alonso, no nos lo
merecemos por Dios.
- ¡Cómo no, hacéis caridad con
todos, con los pobres y los moriscos, sois de buen linaje y me han dicho que vuestra dote sobrepasa a
cualquier otro que en nuestro convento
quiera iniciarse!
- Es verdad. Somos la viuda y las cuñadas del
famoso capitán Pedro de Quesada, alcaide, y provenimos de la muy famosa ciudad
de Alcalá, donde estuvieron confesores
de la reina, de su misma orden dominica. Ellos nos dieron estos nuestros
principios.
- Basta,
hermana, la mejor biografía es la que escriben vuestras acciones con el pueblo.
Ayer, me llamaron otras hijas de ilustres granadinos que quieren compartir con
vosotras el convento.
No lo dudó
fray Alonso de Loaysa, unos días después, les
hizo las gestiones para que
profesaran la segunda regla de la Orden
de Predicadores. Les puso una nueva prueba que resistieran otros cuantos años de beatas junto a las
nuevas hermanas recién incorporadas. Lo cumplieron y con creces. Ampliaron la comunidad. Aquellas mujeres le
impresionaban, cada día más, al dominico, sin embargo no tenían recursos para
afrontar un nuevo monasterio.
Seguía
dudando el provincial, pero, al final, consiguió reunir a todos los miembros de su cabildo y les dio la licencia un día del mes de abril de 1514. No tardó en
comunicárselo a la reina Juana, que contestó afirmativamente con una provisión
real, enviada desde Segovia un 25 de
mayo del mismo año. Junto al convento del
padre Loaysa mantuvieron su condición de
beatas la ampliada comunidad de
catorce mujeres, mientras iban
adaptándose a la nueva condición de monjas.
A finales del
año, llamaron al padre provincial y al arzobispo, y bendijeron el convento en una casa junto a
la plaza del realejo, en las inmediaciones del barrio judío con el nombre de
santa Catalina de Siena.
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Pablo de
Rojas estuvo en aquel convento y les
esculpió los santos Juanes. Durante su estancia, una
monja mayor le comentó que no había sido el duque de Arcos, quien lo
había fundado, sino unas paisanas suyas antes del 1523. No se lo creía.
- No puede ser tanto alcalaíno, emigrante de mi
tierra. Creía que solo se marchaban de allí
los artistas, y también los
hidalgos dejaron aquella tierra....
.
F.
G. M. R.
Teléfono
963.582407.
Mi
interés no es otro sino recoger y difundir esta leyenda, basada en un relato
real, del convento de Santa Catalina de
Siena, fundado en 1514, por estas mujeres alcalaíno y no, por el duque de Arcos, como decía
Gallego Burín en su Giía en 1523.
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