Desde el punto de abastecimiento y de recaudación, precisamente los antiguos arrabales, también denominados cuarteles, estaban formados por el arrabal antiguo, el desaparecido de san Bartolomé, la Peña Horadada, san Sebastián, el barrio de san Francisco, y el de san Juan, como parte independiente de la Mota dejando aparte los arrabales nuevos de la Veracruz y del Llanillo y las calles que convergen a la calle Real y a todos estos barrios sin olvidar el recinto de la Mota. A esto hay que añdir dos nuevos conventos que juegan un papel importante de la vida de este barrio, el de la Santísima Trinidad y el de sann Francisco. Casi toda la vida de la ciudad se desarrollaba en estos lugares desde el comercio hasta el ocio, desde la celbración de los actos festivos hasta la vida artesanal, desde la religiosa de sus conventos e iglesias hasta la vida cotidana de los vecinos. .
En el siglo XVII, el barrio de san Juan es sustituido en su demarcación, porque le convento de Nuestra Señora del Rosario de la Orden de santo Domingo, poco a poco, va a girar en torno a la calle del Rosario que le da su nombre y sustituye en su enominación a la calle de san Juan. Por otra parte, los antiguos arrabales se van a ir abandonando, como el de san Sebastián, Peña Hordada, y el de santo Domingo, y, aunque la iglesia de san Blas va a da lugar a un nuevo arrabal, que redistribuye el antiguo arrabal de san Juan, éste va a agrupar poco a poco todo los vestigios que comprendían la calle Caba, la calle de la Cruz del Cristo de la Piedra, Lagares, Alhondiguilla, san Francisco, parte de la calle Real,los Caños, Mazuelos y otras de menor como el Puerto,Llanete el Conde, Yedra, Mazuelos, Puerto y algunos tramos de la calle Veracruz.
Así se mantendrá durante el siglo XVIII y XIX, y, aun más la división parroquial le va dar un nuevo empuje al convertirse en el eje urbano de la parroquia de Santa María la Mayor, que la convertirá en coadjutriz y celebrará la mayoría de los cultos, que anteriormente se celebraban en la iglesia abacial. De allí saldrán las celebraciones del Corpus, se impartirán los bautizos, los matrimonios, exequias y las misas diarias. Al finalizar el siglo XIX, cuando el Rosario ocupe su lugar ya el barrio está perfectamente demarcado y, la iglesia sin función religiosa, tan sólo cultual dedicada a sna Juan Bautista, será un recetáculo de los distintas advocaciones que iban desapareciendo. Sus gentes, sin hidalgos, con multitud de casas de vecinos, labriegos, jornaleros, y nuevos artesanos y dedicados a los servicios que el siglo XX iba exigiendo va a dar lugar a un barrio nuevo, andaluz, blanco con la cal de las fachadas de sus casas y de amplios solarines que servían de huertos familiares, donde el pozo, la higuera, la cuadra y el fogón de la cocina reunía a uno de los sectores de población más numeroso de Alcalá la Real.
Rememorar
el siglo XX es iniciar un recorrido desde la casa de don Salvador Medina, donde
impartian las clases este viejo profesor a jóvenes de enseñanza secundaria,
para continuar por la empinada cuesta de la calle Veracruz, moteada de casas de
vecinos y casonas de labranza como la de Gálvez o Manuel Gorra, la del cura,
donde se hacinaba las familias en pequeños pisos en torno a un patio desde se
sacaba el agua de su pozo para mantener la higiene de más de treinta vecinos.
Lo mismo que en la casa del maestro Garrido, la de Paz, la de Miguelón y
Peregrina, la de José Gálvez, y la de Aurora y la de Domingo el Lancero. En esta calle, se confundía el subderrollo de
los años cuarenta y cincuenta con el
tradicionalismo de la vida pujarera de la casa de Frasquito Huertes o Francisco
Arenas Tonelete o los nuevos labriegos de las aldeas que se afincaban en
nuestra ciudad. Junto a las casas, los servicios de alimentación, la leche de
las vacas de Mangurro, la tienda de Marquitos o la sombrillera de Mercedes de
la Barranca. Lo mismo sucedía en la calle Luque, con la casa de vecinos del
General Lastres y la taberna de Joaquín y el Gordo. Y la calle Rosario, donde
se abastecía a los pobres la Gota Leche, se recogían los niños expósitos y se
curaban a los enfermos en el Hospital,
regentado por las Madres Mercedarias, la taberna de Mamando, se había
convertido en la hidalga de los artesanos actuales. Allí podías encontrar la
zapatería de Pañalón, los buenos vinos y la lana para los colchones de Manuel
Mamando, un contrato de obra del buen oficial albañil Miguel Fernández. Si
querías tomar los boyos de chocolate para los niños en la tienda de Francisco y
en la de la Luciana, los servicios de fontanería de José y su cuñado. Conforme
subías hacia la iglesia desan Juan, las casonas de fachadas de piedra encalada
de los antiguos hidalgos se transformaban en hacinadas casas de vecinos donde
apenas podían vivir familias numerosas como la de Francisco Rosales de la
plaza, Eloisa y tantos más. Allí se
compartían los servicios higiénicos, la lavandería, e, incluso, en algunas las
cuadras y la cocina; tan sólo, había un recinto diminuto para la intimidad
familiar. Jalonaban ambas aceras de esta majestuosa calle, que por los años
setenta sustituían los balcones de forja , las ventanas de las cuitas amorosas
y los óculoos del pajar por los afeados balcones corridos y las puertas
metálicas de las cocheras. Sería imposible imaginar hoy día cómo podían convivr
hasta quince y treinta personas en algunas casas. Los niños de la familia de
los Patavana no tenían otro lugar para el recreo que las calles embarradas y
arecifadas para las fiestas populares. El pincho, las canicas, policía y
ladrón, las caretas y los cántaros de carnaval eran los juegos preferidos de
las almas infantiles. La beneficiencia y la caridad se ejercían en el hospicio
provisional de la Iglesia de san Juan, atendida por la Madre Carmen y sus
compañeras desde los años treinta, donde acudían jovenes docncellas sin familia
para aprender el catecismo y las buenas costumbres.
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