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lunes, 19 de junio de 2023

EL BARRIO DE SAN JUAN

 

Hablar hoy día del barrio de San Juan y sus gentes es muy distinto a lo que sería hace quinientos  años, e, incluso, en épocas anteriores. Hoy día, no aparece perfectamente delimitado, y, aunque pueda comprender toda la zona comprendida entre los arrabales de la Mota, la calle Real, la calle Rosario, Llana, Cronista Benavides, Cruz de los Muladares y Cuesta del Cambrón, ni administrativamente ni oficialmente hay una delimiación vecinal. No obstante, dando por hecho este barrio comprendido por estas calles y por las gentes que se sienten pertenecientes a la Iglesia de San Juan, el origen del barrio presenta muchos elementos procedentes de distintas divisiones administrativas, que respondían a servicios militares, de abastecimiento e, incluso religioso. En el siglo XV, el arrabal de santo Domingo tal vez fuera el único junto con los Palacios y el de san Sebastián, que se podrían constatar que perteneciera a las inmediaciones de la ermita que se levantaba en honor de san Juan. Ésta era una iglesia que, a finales de siglo, comenzaba a crear un barrio, debido a los repartimientos de nuevos asentamientos y de tierras que habían hecho los Reyes Católicos. Precisamente, a principios del siglo XVI, se produce su ampliación,  cuando la ciudad se extiende hacia el Llano, el cabildo municipal reparte gran cantidad de solares y vende otros muchos para afrontar el abastecimiento de la ciudad. Y es en este preciso momento en el que se desarrolla totalmente el barrio de san Juan, encontrando su centro en su iglesia, sede de una cofradía de gente hidalga, rodeada de  su fuente que se realiza en el año  1550 por Martín de Bolivar junto al Pozuelo del santo, y preidida con el amplio espacio urbano de su plaza, la calle que se extiende, orientada hacia el sur, para converger hacia el Llanillo y sus laboriosos habitantes , que se encuadran en una demarcación de finalidad militar, recaudatoria y física.

Desde el punto de abastecimiento y de recaudación, precisamente  los antiguos arrabales, también denominados cuarteles, estaban formados por el arrabal antiguo, el desaparecido de san Bartolomé, la Peña Horadada, san Sebastián, el barrio de san Francisco, y el de san Juan, como parte independiente de la Mota  dejando aparte los arrabales nuevos de la Veracruz y del Llanillo y las calles que convergen a la calle Real y a todos estos barrios sin olvidar el recinto de la Mota. A esto hay que añdir dos nuevos conventos que juegan un papel importante de la vida de este barrio, el de la Santísima Trinidad y el de sann Francisco. Casi toda la vida de la ciudad se desarrollaba en estos lugares desde el comercio hasta el ocio, desde la celbración de los actos festivos hasta la vida artesanal, desde la religiosa de sus conventos e iglesias hasta la vida cotidana de los vecinos.  .                    


En el siglo XVII, el barrio de san Juan es sustituido en su demarcación, porque le convento de Nuestra Señora del Rosario de la Orden de santo Domingo, poco a poco, va a girar en torno a la calle del Rosario que le da su nombre y sustituye en su enominación a la calle de san Juan. Por otra parte, los antiguos arrabales se van a ir abandonando, como el de san Sebastián, Peña Hordada, y el de santo Domingo, y, aunque la  iglesia de san Blas va a da lugar a un nuevo arrabal, que redistribuye el antiguo arrabal de san Juan, éste va a agrupar poco a poco todo los vestigios que comprendían la calle Caba, la calle de la Cruz del Cristo de la Piedra, Lagares, Alhondiguilla, san Francisco, parte de la calle Real,los Caños, Mazuelos y otras de menor como el Puerto,Llanete el Conde, Yedra, Mazuelos, Puerto y algunos tramos de la calle Veracruz.

Así se mantendrá durante el siglo XVIII y XIX, y, aun más la división parroquial le va dar un nuevo empuje al convertirse en el eje urbano de la parroquia de Santa María la Mayor, que la convertirá en coadjutriz y celebrará la mayoría de los cultos, que anteriormente se celebraban en la iglesia abacial. De allí saldrán las celebraciones del Corpus, se impartirán los bautizos, los matrimonios, exequias y las misas diarias. Al finalizar el siglo XIX, cuando el Rosario ocupe su lugar ya el barrio está perfectamente demarcado y, la iglesia  sin función religiosa, tan sólo cultual  dedicada a sna Juan Bautista, será un recetáculo de los distintas advocaciones que iban desapareciendo. Sus gentes, sin hidalgos, con multitud de casas de vecinos, labriegos, jornaleros, y nuevos artesanos y dedicados a los servicios que el siglo XX  iba exigiendo va a dar lugar a un barrio nuevo, andaluz, blanco con la cal de las fachadas de sus casas y de amplios solarines que servían de huertos familiares, donde el pozo, la higuera, la cuadra y el fogón de la cocina reunía a uno de los sectores de población más numeroso de Alcalá la Real.







 

 




Rememorar el siglo XX es iniciar un recorrido desde la casa de don Salvador Medina, donde impartian las clases este viejo profesor a jóvenes de enseñanza secundaria, para continuar por la empinada cuesta de la calle Veracruz, moteada de casas de vecinos y casonas de labranza como la de Gálvez o Manuel Gorra, la del cura, donde se hacinaba las familias en pequeños pisos en torno a un patio desde se sacaba el agua de su pozo para mantener la higiene de más de treinta vecinos. Lo mismo que en la casa del maestro Garrido, la de Paz, la de Miguelón y Peregrina, la de José Gálvez, y la de Aurora y la de Domingo el Lancero.  En esta calle, se confundía el subderrollo de los años cuarenta y cincuenta  con el tradicionalismo de la vida pujarera de la casa de Frasquito Huertes o Francisco Arenas Tonelete o los nuevos labriegos de las aldeas que se afincaban en nuestra ciudad. Junto a las casas, los servicios de alimentación, la leche de las vacas de Mangurro, la tienda de Marquitos o la sombrillera de Mercedes de la Barranca. Lo mismo sucedía en la calle Luque, con la casa de vecinos del General Lastres y la taberna de Joaquín y el Gordo. Y la calle Rosario, donde se abastecía a los pobres la Gota Leche, se recogían los niños expósitos y se curaban  a los enfermos en el Hospital, regentado por las Madres Mercedarias, la taberna de Mamando, se había convertido en la hidalga de los artesanos actuales. Allí podías encontrar la zapatería de Pañalón, los buenos vinos y la lana para los colchones de Manuel Mamando, un contrato de obra del buen oficial albañil Miguel Fernández. Si querías tomar los boyos de chocolate para los niños en la tienda de Francisco y en la de la Luciana, los servicios de fontanería de José y su cuñado. Conforme subías hacia la iglesia desan Juan, las casonas de fachadas de piedra encalada de los antiguos hidalgos se transformaban en hacinadas casas de vecinos donde apenas podían vivir familias numerosas como la de Francisco Rosales de la plaza,  Eloisa y tantos más. Allí se compartían los servicios higiénicos, la lavandería, e, incluso, en algunas las cuadras y la cocina; tan sólo, había un recinto diminuto para la intimidad familiar. Jalonaban ambas aceras de esta majestuosa calle, que por los años setenta sustituían los balcones de forja , las ventanas de las cuitas amorosas y los óculoos del pajar por los afeados balcones corridos y las puertas metálicas de las cocheras. Sería imposible imaginar hoy día cómo podían convivr hasta quince y treinta personas en algunas casas. Los niños de la familia de los Patavana no tenían otro lugar para el recreo que las calles embarradas y arecifadas para las fiestas populares. El pincho, las canicas, policía y ladrón, las caretas y los cántaros de carnaval eran los juegos preferidos de las almas infantiles. La beneficiencia y la caridad se ejercían en el hospicio provisional de la Iglesia de san Juan, atendida por la Madre Carmen y sus compañeras desde los años treinta, donde acudían jovenes docncellas sin familia para aprender el catecismo y las buenas costumbres. 

 

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