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viernes, 24 de octubre de 2014

DESDE EL MIRADOR DEL CERRO DE LA LUNA


DESDE EL MIRADOR DEL CERRO DE LA LUNA

 

 
 
 
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            Si el mirador de los Cipreses  conducía a la enseñanza, la cultura y el ocio de Alcalá, el  del Cerro de la Luna invita a trasladarse a un pasado no muy lejano, a palpar proyectos inacabados, a saborear el olor del romero y a valorar los tiempos de la adolescencia. Bajar por el Portichuelo y adentrarse de nuevo, a través de algún que otro retamal y olivos abandonados, en un paraje de pasto de la ciudad, donde los ganados iniciaban, entre riscos y pequeñas veredas,  su pastoreo para pastar en los Llanos, es romper con la cotidianidad y experimentar la sensación de la ataraxia, de modo que se queda uno sordo y mudo,  lejos del mundanal ruido. No era extraño que, en este paraje, los adolescentes alcalaínos emprendieran los primeros pasos y la carrera de seguimiento del Eros, haciendo novillos o disfrutando de unas nonas voluntarias tras abandonar a escondidas  las aulas de su centro educativo ( unos, del Instituto , y otros, de las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia. Desgraciadamente, en este lugar  no puede referirse aquel dicho de “ si las paredes hablaran…”, porque aquel chozón de pastores en invierno  y cobijo de los agricultores de la era agosteña no le queda si no la forma de un muladar de piedras de los Llanos formando un circulo simulando un testigo arqueológico de ficción. Tan sólo la cruz extiende un abrazo de amor  a su entorno y recuerda la misericordia divina de aquel niño que dejó huella en los hombres maduros que visten canas y se tocan con el sombrero para ocultar su calvicie.

            El paisaje se ha ido degradando, poco a poco, año tras año.  Y no  quedan  ni los almendros que anunciaban la primavera en flor y ocasionaban los primeros dolores de estómago al probar las allozas.  Esos almendrucos que se remontarían, como su etimología árabe allawza, a la época de Abu Yafal o la familia Said. Tam sólo, le quedan vestigios de la época de los santones, curanderos y santeros, al toparse con los nudos de  los retamales para despedir los espíritus malignos y el mal del ojo.

            El cerro fue bautizado perfectamente  porque  lleva la mirada hacia el cielo, y, por estos lares, la luna  aparece en las noches de  plenilunio como un pandero de solemnidad y de fiesta de sarao. Brillante  y nítida  como si quisiera alegrar a los vecinos de Alcalá y  convertirse de lucerna de noctámbulos de  las aldeas cercanas de Santa Ana y, en otro tiempo, de la Fuente del  Rey. Y, aunque la mirada se te va a los bancales últimos donde se fijaron los puestos artilleros de la guerra fratricida y resuenan  los cañonazos de la impaciencia por la crisis, el antiguo  Hospital es un canto de un pasado por mejorar la sanidad que tensa la vista hasta el nuevo Centro Hospitalario de Alta Resolución en la lejanía de la carretera de Montefrío. Este  hospital de los años setenta es un epítome del esfuerzo sanitario de  los siglos anteriores;  es memoria del antiguo hospital del Dulce Nombre de Jesús y Santa Ana, del Hospital Civil de la Virgen de las Mercedes en la calle Rosario, de las clínicas privadas de los doctores Contreras y Sánchez, y de las actuales de los Álamos  junto con la proliferación de otro tipo de clínicas privadas  de podología, odontología,  fisioterapeuta, o traumatología en muchas calles del centro urbano; es  proyecto inacabado de un sueño de verano que  quedó convertido en centro de salud, puesto de la Cruz Roja, también a veces residencia de Ancianos, centro de urgencias, asistencia primaria, algún canto de cisne de especialidades, odontología pública, y recetario y enfermería; es mano tendida al centro de salud norte y a la esperanza inconclusa del hospital público del Cerrico Vilchez  a expensas de que pronto se haga total realidad.

            Si hablaran las paredes del viejo hospital, resonarían en la realidad de los avances del hospital nuevo,  la palabra vida sería la rima del discurso retórico de las almas preservadas  y el agradecimiento de las personas a los profesionales que se entregaron con todos los medios a salvar lo que parecía imposible. Y lo hicieron  con la colaboración del cercano helipuerto que alojó al ICARO salvador para trasladarlo a otros centros de más alta tecnología. Por eso, el Cerro de la Luna siempre elevó los espíritus y cobijó la prolongación de las vidas de los vecinos de la  Mota alargando la esperanza de vida en su residencia de Nuestra Señora de las Mercedes. Probablemente, algún desaprensivo deje el resto de una gamberrada en su derredor, y, otro acuda pronto  a colocar la pancarta de la protesta; pero, sin lugar a dudas, no ofrece discusión que  hace unos decenios la esperanza de vida no llegaba a los setenta y hoy muchos sobrepasan los ochenta. 

     

 

 

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