DESDE EL MIRADOR DEL CERRO DE LA LUNA
Si el mirador de
los Cipreses conducía a la enseñanza, la
cultura y el ocio de Alcalá, el del
Cerro de la Luna invita a trasladarse a un pasado no muy lejano, a palpar proyectos
inacabados, a saborear el olor del romero y a valorar los tiempos de la
adolescencia. Bajar por el Portichuelo y adentrarse de nuevo, a través de algún
que otro retamal y olivos abandonados, en un paraje de pasto de la ciudad,
donde los ganados iniciaban, entre riscos y pequeñas veredas, su pastoreo para pastar en los Llanos, es
romper con la cotidianidad y experimentar la sensación de la ataraxia, de modo
que se queda uno sordo y mudo, lejos del
mundanal ruido. No era extraño que, en este paraje, los adolescentes alcalaínos
emprendieran los primeros pasos y la carrera de seguimiento del Eros, haciendo
novillos o disfrutando de unas nonas voluntarias tras abandonar a escondidas las aulas de su centro educativo ( unos, del
Instituto , y otros, de las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia.
Desgraciadamente, en este lugar no puede
referirse aquel dicho de “ si las paredes hablaran…”, porque aquel chozón de
pastores en invierno y cobijo de los
agricultores de la era agosteña no le queda si no la forma de un muladar de
piedras de los Llanos formando un circulo simulando un testigo arqueológico de
ficción. Tan sólo la cruz extiende un abrazo de amor a su entorno y recuerda la misericordia
divina de aquel niño que dejó huella en los hombres maduros que visten canas y
se tocan con el sombrero para ocultar su calvicie.
El
paisaje se ha ido degradando, poco a poco, año tras año. Y no
quedan ni los almendros que
anunciaban la primavera en flor y ocasionaban los primeros dolores de estómago
al probar las allozas. Esos almendrucos
que se remontarían, como su etimología árabe
allawza, a la época de Abu Yafal o la familia Said. Tam sólo, le quedan
vestigios de la época de los santones, curanderos y santeros, al toparse con
los nudos de los retamales para despedir
los espíritus malignos y el mal del ojo.
El
cerro fue bautizado perfectamente
porque lleva la mirada hacia el
cielo, y, por estos lares, la luna
aparece en las noches de
plenilunio como un pandero de solemnidad y de fiesta de sarao.
Brillante y nítida como si quisiera alegrar a los vecinos de
Alcalá y convertirse de lucerna de
noctámbulos de las aldeas cercanas de
Santa Ana y, en otro tiempo, de la Fuente del
Rey. Y, aunque la mirada se te va a los bancales últimos donde se
fijaron los puestos artilleros de la guerra fratricida y resuenan los cañonazos de la impaciencia por la crisis,
el antiguo Hospital es un canto de un
pasado por mejorar la sanidad que tensa la vista hasta el nuevo Centro Hospitalario
de Alta Resolución en la lejanía de la carretera de Montefrío. Este hospital de los años setenta es un epítome del
esfuerzo sanitario de los siglos
anteriores; es memoria del antiguo
hospital del Dulce Nombre de Jesús y Santa Ana, del Hospital Civil de la Virgen
de las Mercedes en la calle Rosario, de las clínicas privadas de los doctores
Contreras y Sánchez, y de las actuales de los Álamos junto con la proliferación de otro tipo de
clínicas privadas de podología,
odontología, fisioterapeuta, o
traumatología en muchas calles del centro urbano; es proyecto inacabado de un sueño de verano
que quedó convertido en centro de salud,
puesto de la Cruz Roja, también a veces residencia de Ancianos, centro de
urgencias, asistencia primaria, algún canto de cisne de especialidades,
odontología pública, y recetario y enfermería; es mano tendida al centro de
salud norte y a la esperanza inconclusa del hospital público del Cerrico
Vilchez a expensas de que pronto se haga
total realidad.
Si
hablaran las paredes del viejo hospital, resonarían en la realidad de los
avances del hospital nuevo, la palabra vida sería la rima del discurso retórico
de las almas preservadas y el
agradecimiento de las personas a los profesionales que se entregaron con todos
los medios a salvar lo que parecía imposible. Y lo hicieron con la colaboración del cercano helipuerto
que alojó al ICARO salvador para trasladarlo a otros centros de más alta
tecnología. Por eso, el Cerro de la Luna siempre elevó los espíritus y cobijó
la prolongación de las vidas de los vecinos de la Mota alargando la esperanza de vida en su
residencia de Nuestra Señora de las Mercedes. Probablemente, algún desaprensivo
deje el resto de una gamberrada en su derredor, y, otro acuda pronto a colocar la pancarta de la protesta; pero,
sin lugar a dudas, no ofrece discusión que
hace unos decenios la esperanza de vida no llegaba a los setenta y hoy
muchos sobrepasan los ochenta.
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