Un amigo cronista de una ciudad de la
abadía me había encargado cierta investigación sobre el clérigo Pedro López de
Córdoba. Me fui a los escribanos más antiguos de Alcalá la Real, a Santa Cruz,
Blázquez, Guillén y Ordóñez. Nada me encontré salvo unos pocos arrendamientos
entre vecinos. Pero sobre su apellido Córdoba, no paraban de toparme en los
archivos y libros con muchos documentos de préstamos relacionados con la
familia de Alonso y Martín de Córdoba, los familiares del conde de Cabra, y su
relación con muchos regidores y caballeros alcalaínos, entre ellos los miembros
de la familia de los Valenzuela y los Aranda. Pero, sobre todo, se mantenían
estrechos vínculos con estos últimos.
Existía mucha gente poderosa y
privilegiada. Pero, tras lo conquista de Granada, los miembros de la familia de
los Aranda campaban por sus anchas en las tierras de la ciudad de la Mota. No
habían escarmentado ni habían aprendido la lección de que se les acusaba de
algunos delitos que habían quedado encubiertos y en el anonimato. La gente los
acusaba de muchas fechorías a hurtadillas; los poderosos comenzaban a medirle las distancias, y los
respetaban más por miedo que por convencimiento. Los corregidores andaban con
la mosca tras la oreja ante los rumores que eran los reyes de aquella ciudad más
que los Reyes Católicos, porque siempre asumían con cierta precaución este
cargo real. Entre los corrillos de la Corte, no olvidaban al corregidor Bartolomé Santa
Cruz, que había sidoasesinado a cuchilladas de manos de dos hermanos, que encubrían a unos
de estos regidores y caballeros de la ciudad. Como los Aranda querían
apoderarse hasta de la cerilla de los oídos de todos los vecinos, se
entroncaban con todas las familias más poderosas, los Medina, los Gadea, los
Cañaveral los Pineda, los Góngora, los Valenzuela, los Alcaraz, los Montesinos
de la Isla y de Ávila; nadie se les resistía y amañaban los matrimonios de las
hijas e hijos engrandeciendo sus haciendas. Parecían que controlaban todo. El cielo y la
tierra, lo divino y lo humano. Pues lo mismo un miembro de su familia era un capellán
de la iglesia, como otro escribano; y, aún más, a pesar de que eran algo rudos,
comenzaron a llevar a sus hijos a la Universidad de Granada y formarse en
oficios como la medicina y la farmacia, por eso no era de extrañar que regentaran
las primeras boticas, los primeros, batanes, las primeras tiendas... Pero, donde
se movían como peces en agua era en el mundo de la economía.No había molino que no dependiera de algún miembro de su familia, de Alcalá o Castillo. Traficaban con
toda clase ganado, sobre todos con la lana y las ovejas; de la tierra, no digamos, porque controlaban casi todas las tierras abusando de las rozas concedidas
por los reyes anteriores; se anexionaban
para sus cortijos y propiedades las tierras de las cabezadas de los montes y de
las hondonadas junto a los arroyos y río; se adueñaban de las tierras de los
pequeños propietarios mediante compraventas de labriegos en ruina y sus ganados
no cumplían norma alguna invadiendo las
tierras linderas sin más control que el libre albedrío de sus pastores y
gañanes, que engañaban o se concertaban fraudulentamente con los caballeros de
la Sierra, unos guardas de campo que se parecían más a unos cambistas que a
unos guardianes del orden agrario. Se sentían los amos del monte, y, a las
primeras de cambio, blandían la espada para zanjar los litigios de pastos o de
invasión de términos. Sus servicios guerreros se vieron recompensados con otras
prebendas y honores, de modo que llegaron a ejercer alcaldías como la de
Montilla y disfrutaron de la venta de los beneficios de los bienes de los
moriscos expulsados en los primeros decenios del Siglo XVI.
Entre estos, Juan de Aranda era hijo
de Alonso Fernández de Aranda, alcaide Montilla y de Leonor González de
Escavias. Se casó con Inés de Cañaveral y tuvo cuatro hijos (Pedro, Sancho, Alonso
y Juan) y cuatro hijas (Guiomar de Rueda, Leonor de Escavias, Catalina de Aranda
e Isabel de Cañaveral. Los primeros nacieron en Montilla, donde presenciaron
con sus propios ojos la ganadería paterna y algún que otro enfrentamiento con
otros caballeros propietarios de ganado. Cuentan las crónicas y los libros genealógicos
que tanto padres como hijos se educaron entre ayos que le enseñaron la doctrina
y las buenas costumbres, al mismo tiempo que algunos fueron pajes del maestre
de Alcántara Gómez de Solís, y continos del, Señor de Aguilar.
Toda su familia vivió en sus carnes tristes acontecimientos como refriegas a
cuchilladas entre ganaderos de ovejas. De casta les venía el galgo, pues frecuentaba la posesión de ganados y el trato con los comerciantes castellanos y los genoveses con los que se enrolaron en las redes comerciales. En concreto, heredó de su padre, cuando estaba en
Montilla, un ganado muy prolífico, y sufrió el destierro a tierras
de la capital cordobesa, Solo sobrepasaron la adolescencia Sancho y Juan de
Aranda, que nunca olvidaron el litigio que tuvo su padre con el caballero
Gonzalo Arias en Montilla, por un
enfrentamiento entre sus pastores, que acabó con un duelo a cuchillada limpia, quedando
lisiado su enemigo y a punto de fallecer su padre por la cuchillada traicionera
y por la espalda, que le asestó su hermano Bartolomé.
Tras este incidente, se marchó a Córdoba
Juan de Aranda donde los niños eran mozalbetes y comprobaron la actividad
lanera en sus casas. No le fueron mal las cosas a Juan; aunque era un caballero con dos caballeros y una mula,
pero se sentía dolido de que no podía disponer de los caballos para la guerra,
y paliaba estas carencias en una hacienda
familiar con una telar, donde labraba lanas de sus ovejas y tejía paños de bureles,
enrubiados y frisas; agregaba a sus ingreso la granjería con sus telas y se
ahorraba la mano de obra con los esclavos moros que dedicaba a carduzar, cardar y peina la lana;
el hilo del torno de la rueca y el
estambre se lo reservaban a las esclavas y criadas que componía aquella familia
numerosa entre hijos y servidumbre.
Parece que Juan de Aranda se agotaba
en aquella ciudad tan populosa. Decidió volver a su tierra de la fortaleza de
la Mota. Cuentan que se veía como una persona
ahogándose en un gran lago y no veía otra salida que cambiar de aires. E,
incluso le salvó el salvavidas de su padre que, le aportó el cargo de regidor
del cabildo alcalaíno y una apetitosa herencia; como hijo de caballero recibió
las casas de la ciudad fortificada, algunas aranzadas de viñas, y una treintena
de fanegas de pan comer en un haza. Lo vieron hombre emprendedor y le
encargaron que iniciara la obra de las nuevas Casas del Ayuntamiento tras el
traslado desde la Torre del Rey. Juan vivió los últimos años de la conquista de
Granada, con la presencia de la propia reina Isabel en la Mota, y de sus capitanes,
incluso acompañó al capitán de Villena, don Francisco de Pacheco, por aquel
tiempo capitán general de la frontera. Sus hijos siempre referían que tenía el
acostamiento, es decir una paga de dos lanzas por servir como vasallo de los reyes,
y el incidente que mantuvo con otro alcalaíno desterrado Juan de Sillo cuando
acudió acompañando a las tropas del marqués en socorro de los cercados de Alhendín. Aquel
incidente marcó a sus hijos, cuando se los contaba su padre, la afrenta contra un
hombre lleno de rencor y venganza, y su agilidad para esquivar un golpe de
espada entre jinetas a caballo.
Entre ellos, Alonso de Aranda había heredado
el cargo de regidor de su padre Juan de Aranda, y también su espíritu
belicoso; RECIBIÓ LA DONACIÓN DE SU PADRE UN 17 DE JUNIO DE 1517 por sus bueneos servicios que le había prestado; y con la obligación de servir a la reina Juan y al rey, su hijo Carlos, al mismo tiempo que a la ciudad de Alcalá la Real. No era de extrañar que, a
cualquier afrenta, fuera pronto de sacar su espada y lanzarse contra el
impostor, pues los había comprobado en sus primeros años con su padre en más de
una ocasión. Como hombre de guerra se había hecho de un criado que se llamaba
Cristóbal, un esclavo de guerra que ejecutaba sus órdenes e intenciones, con
tal de contemplar la mirada. Su hermano Pedro Fernández de Aranda no era regatero
ni se quedaba atrás en sus ardores guerreros. Por eso, no era de extrañar que
resolvieran con las armas el mínimo choque verbal o la sospecha de un intento
de engaño mercantil.
Con la llegada de nuevos
repobladores, la ciudad descendía a las faldas de la Mota. Además, se había
extendido por la ciudad que la mayoría de los mercaderes, avecindados en la
ciudad amurallada, eran cristianos nuevos, judeoconversos, que controlaban el
comercio y la administración de muchos impuestos reales. No sabían el modo de
desquitárselos del medio, porque eran sus deudores de continuas cargas de censo
y empréstitos. Solían apellidarse con nombres de oficios como Contador, y
muchos eran originarios de Córdoba, lo que añadieron a sus nombres de bautismo.
Entre ellos destacaba uno de ellos Pedro de Córdoba, un influyente que
controlaba el mundo de la seda, no sólo su comercialización, sino también su
producción instalando telares en el primer cuerpo de su casa de la ciudad
fortificada. No vivían en el entorno más noble, la medina musulmana, pero se
habían avecindado en calles nuevas de los arrabales, y en la nueva Calancha de
la Mota. Instaló un telar de tejer la seda y, apuraba hasta las primeras horas
de la noche a la luz de un candil para fabricar prendas de seda, que comenzaban
a exportarse a las tierras americanas. Estos mercaderes comenzaron a controlar
el cobro de muchos impuestos, y, por otro lado, la familia de los Aranda se les
retardaba algunas prebendas, porque no recibían los beneficios de su
participación en la conquista de Granada. A Francisco de Aranda se le había concedió
una suma muy importante de más de 300.000 maravedíes entre los bienes de los
moriscos que habían sido expulsados de Granada.
No era de extrañar que surgieran competencias y recelos entre los privilegiados y los nuevos advenidizos judeizantes. El que más onflictos ocasionaba era el de la seda y la meaja, porque trataban de ocultar las producciones para aliviarse de la carga de la sisa.
Habían tenido los Aranda, y Francisco
de Córdoba algún que otro incidente en los conciertos comerciales. Se creían que
se les usurpaba su terreno. Y urdieron un plan para castigarlo. A su casa a se
acercaron, de noche, los tres personajes, Alonso y Pedro d Aranda y su esclavo
Cristóbal. Y al pasar por la calle de las Cuatro Esquinas, escalonaron la marcha de cada uno a la casa del sedero. Alonso se quedó en retaguardia, a la espera de los acontecimientos. En primer lugar, llegó el esclavo con
la espada, y a izquierda de la jamba de la puerta, se ocultó para esperar que saliera
el tejedor Córdoba de su casa. Así aconteció. Abrió la puerta y, lo amenazó
blandiendo la espada, al mismo tiempo que, al retroceder, aprovechó el descuido
de volverla a cerrar, para seguirlo a su interior. Se provocó un forcejeo entre
ambos, pero acudió en ese momento Pedro Fernández de Aranda, y, a la par, le dieron una cuchillada en la muñeca del brazo derecho, y, sacándole a la calle otra en el
brazo derecho. Al final pudo zafarse de ellos, pero ambos se sintieron
satisfechos por haberle dado un aviso para que no se entrometiera en asuntos de
cobranza.
Sin embargo, no quedó el asunto en
una reyerta más de las que acontecían con frecuencia entre los vecinos, aquella
afrenta se asemejaba más a un duelo cuerpo a cuerpo entre soldados con alma de
combatientes de frontera que a una pelea entre vecinos y mercaderes por pujar
en las competencias de mercado en una comunidad en paz. Mientras el mercader consideró que había sido una emboscada y un plan programado por un poderoso del entorno de aquellos. Ellos quisieron ocultarlo, como si no hubiera sido obra de ellos.
No creía que el asunto recayera en una
simple paliza de dos mozos. Y, aunque no estaban seguro de que fueran por su
propia cuenta, comenzó a acusar a su hermano don Alonso como el inductor. Pues, fue curarse a casa de su hermano el
boticario Diego de Córdoba, que los animó a acudir a la Justicia, para que el señor
corregidor don Andrés de Torres tomara cartas en el asunto y dirimiera entre
ejecutores e inductor. Y así, falló el caso sometiéndoles a incoar el auto con
la culpabilidad correspondiente de cada uno de ellos, encubridor, ejecutores e inductores. No quedó el fallo en esto, desvelar la mano del regidor Alonso de Aranda y las manos ejecutoras de su hermano pedro y el esclavo Cristóbal, sino que, con la ayuda del médico, testimoniaron que ,por mucho que procuraran
las curas para sanar las heridas, Francisco de Córdoba quedaría lisiado.
No quedaron muy convencidos,
con las medidas del corregidor y los jurados del cabildo. Cárcel hasta resolverse los trámites. Dieron un paso más y
fueron a la Corte, y solicitaron la justicia de los Reyes en la Sala del Crimen
de la Chancillería de Granada, que le recompensaron su imposibilidad de no
ejercer de tejedor sedero ni poder mercadear en los lugares comarcanos y
Granada.
Ante la suma elevada que podía
ocasionarse, se vinieron los Aranda a las buenas. Se reunieron los tres y acordaron
arreglarlo, llegaron al acuerdo de pagar al tejedor quinientos ducados de oro,
nada menos que quince mil maravedíes, porque con esto comenzaban a recompensarlo.
Además, quedó claro que los condenaron por las heridas y por los daños
colaterales de las cuchilladas, que le impedían volver al mundo del telar.
Francisco de Córdoba no estaba muy de acuerdo
con la cantidad, sino que exigió que, en caso de que, de nuevo, surgieran
atentados verbales o físico contra su persona reanudaría el juicio contra
ellos. Además les obligó a pagar todas las medicinas que le había proporcionado
su hermano, amén de las dietas de los médicos y el cirujano. A regañadientes, aceptó
el perdón ante Francisco de Bruna, Pedro de Aranda y Pedro del Corral clérigo. Al
salir de la tienda de la Plaza Pública, donde el escribano Bernabé Rodríguez había levantado acta
un 29 de agosto de 1519, topó con su hermano y le dijo:
-Bueno, pero tienes la carta de que
no se han acabado los autos de la Chancillería de Granada.
Murió Inés, la esposa de au pdre Juan. Y Juan volvió a casarse con Leonor de Gadea y tuvo por hijos a Alonso de Aranda, Luís Méndez de Aranda y Pedro Fernández de Aranda.
No quedaron muy convencidos, con las medidas del corregidor y los jurados del cabildo. Cárcel hasta resolverse los trámites. Dieron un paso más y fueron a la Corte, y solicitaron la justicia de los Reyes en la Sala del Crimen de la Chancillería de Granada, que le recompensaron su imposibilidad de no ejercer de tejedor sedero ni poder mercadear en los lugares comarcanos y Granada.
Murió Inés, la esposa de au pdre Juan. Y Juan volvió a casarse con Leonor de Gadea y tuvo por hijos a Alonso de Aranda, Luís Méndez de Aranda y Pedro Fernández de Aranda.
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