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lunes, 23 de septiembre de 2019

CUCHILLADAS Y PERDÓN (un relato del siglo XVI)





Un amigo cronista de una ciudad de la abadía me había encargado cierta investigación sobre el clérigo Pedro López de Córdoba. Me fui a los escribanos más antiguos de Alcalá la Real, a Santa Cruz, Blázquez, Guillén y Ordóñez. Nada me encontré salvo unos pocos arrendamientos entre vecinos. Pero sobre su apellido Córdoba, no paraban de toparme en los archivos y libros con muchos documentos de préstamos relacionados con la familia de Alonso y Martín de Córdoba, los familiares del conde de Cabra, y su relación con muchos regidores y caballeros alcalaínos, entre ellos los miembros de la familia de los Valenzuela y los Aranda. Pero, sobre todo, se mantenían estrechos vínculos con estos últimos. 
Existía mucha gente poderosa y privilegiada. Pero, tras lo conquista de Granada, los miembros de la familia de los Aranda campaban por sus anchas en las tierras de la ciudad de la Mota. No habían escarmentado ni habían aprendido la lección de que se les acusaba de algunos delitos que habían quedado encubiertos y en el anonimato. La gente los acusaba de muchas fechorías a hurtadillas; los poderosos comenzaban a medirle las distancias, y los respetaban más por miedo que por convencimiento. Los corregidores andaban con la mosca tras la oreja ante los rumores que eran los reyes de aquella ciudad más que los Reyes Católicos, porque siempre asumían con cierta precaución este cargo real. Entre los corrillos de la Corte, no olvidaban al corregidor Bartolomé Santa Cruz, que había sidoasesinado a cuchilladas de manos de dos hermanos, que encubrían a unos de estos regidores y caballeros de la ciudad. Como los Aranda querían apoderarse hasta de la cerilla de los oídos de todos los vecinos, se entroncaban con todas las familias más poderosas, los Medina, los Gadea, los Cañaveral los Pineda, los Góngora, los Valenzuela, los Alcaraz, los Montesinos de la Isla y de Ávila; nadie se les resistía y amañaban los matrimonios de las hijas e hijos engrandeciendo sus haciendas.  Parecían que controlaban todo. El cielo y la tierra, lo divino y lo humano. Pues lo mismo un miembro de su familia era un capellán de la iglesia, como otro escribano; y, aún más, a pesar de que eran algo rudos, comenzaron a llevar a sus hijos a la Universidad de Granada y formarse en oficios como la medicina y la farmacia, por eso no era de extrañar que regentaran las primeras boticas, los primeros, batanes, las primeras tiendas... Pero, donde se movían como peces en agua era en el mundo de la economía.No había molino que no dependiera de algún miembro de su familia, de Alcalá o Castillo. Traficaban con toda clase ganado, sobre todos con la lana y las ovejas; de la tierra, no digamos, porque controlaban casi todas  las tierras abusando de las rozas concedidas por los reyes anteriores; se  anexionaban para sus cortijos y propiedades las tierras de las cabezadas de los montes y de las hondonadas junto a los arroyos y río; se adueñaban de las tierras de los pequeños propietarios mediante compraventas de labriegos en ruina y sus ganados no cumplían norma alguna  invadiendo las tierras linderas sin más control que el libre albedrío de sus pastores y gañanes, que engañaban o se concertaban fraudulentamente con los caballeros de la Sierra, unos guardas de campo que se parecían más a unos cambistas que a unos guardianes del orden agrario. Se sentían los amos del monte, y, a las primeras de cambio, blandían la espada para zanjar los litigios de pastos o de invasión de términos. Sus servicios guerreros se vieron recompensados con otras prebendas y honores, de modo que llegaron a ejercer alcaldías como la de Montilla y disfrutaron de la venta de los beneficios de los bienes de los moriscos expulsados en los primeros decenios del Siglo XVI.
Entre estos, Juan de Aranda era hijo de Alonso Fernández de Aranda, alcaide Montilla y de Leonor González de Escavias. Se casó con Inés de Cañaveral y tuvo cuatro hijos (Pedro, Sancho, Alonso y Juan) y cuatro hijas (Guiomar de Rueda, Leonor de Escavias, Catalina de Aranda e Isabel de Cañaveral. Los primeros nacieron en Montilla, donde presenciaron con sus propios ojos la ganadería paterna y algún que otro enfrentamiento con otros caballeros propietarios de ganado. Cuentan las crónicas y los libros genealógicos que tanto padres como hijos se educaron entre ayos que le enseñaron la doctrina y las buenas costumbres, al mismo tiempo que algunos fueron pajes del maestre de Alcántara Gómez de Solís, y continos del, Señor de Aguilar. 
Toda su familia vivió en sus carnes tristes acontecimientos como refriegas a cuchilladas entre ganaderos de ovejas. De casta les venía el galgo, pues frecuentaba la posesión de ganados y el trato con los comerciantes castellanos y los genoveses con los que se enrolaron en las redes comerciales.  En concreto, heredó de su padre,  cuando estaba en Montilla, un ganado muy prolífico, y sufrió el destierro a tierras de la capital cordobesa, Solo sobrepasaron la adolescencia Sancho y Juan de Aranda, que nunca olvidaron el litigio que tuvo su padre con el caballero Gonzalo  Arias en Montilla, por un enfrentamiento entre sus pastores, que acabó con un duelo a cuchillada limpia, quedando lisiado su enemigo y a punto de fallecer su padre por la cuchillada traicionera y por la espalda, que le asestó su hermano Bartolomé.
Tras este incidente, se marchó a Córdoba Juan de Aranda donde los niños eran mozalbetes y comprobaron la actividad lanera en sus casas. No le fueron mal las cosas a Juan; aunque era  un caballero con dos caballeros y una mula, pero se sentía dolido de que no podía disponer de los caballos para la guerra, y  paliaba estas carencias en una hacienda familiar con una telar, donde labraba lanas de sus ovejas y tejía paños de bureles, enrubiados y frisas; agregaba a sus ingreso la granjería con sus telas y se ahorraba la mano de obra con los esclavos moros que  dedicaba a carduzar, cardar y peina la lana; el hilo  del torno de la rueca y el estambre se lo reservaban a las esclavas y criadas que componía aquella familia numerosa entre hijos y servidumbre.
Parece que Juan de Aranda se agotaba en aquella ciudad tan populosa. Decidió volver a su tierra de la fortaleza de la Mota.  Cuentan que se veía como una persona ahogándose en un gran lago y no veía otra salida que cambiar de aires. E, incluso le salvó el salvavidas de su padre que, le aportó el cargo de regidor del cabildo alcalaíno y una apetitosa herencia; como hijo de caballero recibió las casas de la ciudad fortificada, algunas aranzadas de viñas, y una treintena de fanegas de pan comer en un haza. Lo vieron hombre emprendedor y le encargaron que iniciara la obra de las nuevas Casas del Ayuntamiento tras el traslado desde la Torre del Rey. Juan  vivió los últimos años de la conquista de Granada, con la presencia de la propia reina Isabel  en la Mota, y de sus capitanes, incluso acompañó al capitán de Villena, don Francisco de Pacheco, por aquel tiempo capitán general de la frontera. Sus hijos siempre referían que tenía el acostamiento, es decir una paga de dos lanzas por servir como vasallo de los reyes, y el incidente que mantuvo con otro alcalaíno desterrado Juan de Sillo cuando acudió acompañando a las tropas del marqués en socorro de los cercados de Alhendín. Aquel incidente marcó a sus hijos, cuando se los contaba su padre, la afrenta contra un hombre lleno de rencor y venganza, y su agilidad para esquivar un golpe de espada entre jinetas a caballo.
   Entre ellos, Alonso de Aranda había heredado el cargo de regidor de su padre Juan de Aranda, y también su espíritu belicoso; RECIBIÓ LA DONACIÓN DE SU PADRE UN 17 DE JUNIO DE 1517 por sus bueneos servicios que le había prestado; y con la obligación de servir a la reina Juan y al rey, su hijo Carlos, al mismo tiempo que a la ciudad de Alcalá la Real.   No era de extrañar que, a cualquier afrenta, fuera pronto de sacar su espada y lanzarse contra el impostor, pues los había comprobado en sus primeros años con su padre en más de una ocasión. Como hombre de guerra se había hecho de un criado que se llamaba Cristóbal, un esclavo de guerra que ejecutaba sus órdenes e intenciones, con tal de contemplar la mirada. Su hermano Pedro Fernández de Aranda no era regatero ni se quedaba atrás en sus ardores guerreros. Por eso, no era de extrañar que resolvieran con las armas el mínimo choque verbal o la sospecha de un intento de engaño mercantil.
Con la llegada de nuevos repobladores, la ciudad  descendía a las faldas de la Mota. Además, se había extendido por la ciudad que la mayoría de los mercaderes, avecindados en la ciudad amurallada, eran cristianos nuevos, judeoconversos, que controlaban el comercio y la administración de muchos impuestos reales. No sabían el modo de desquitárselos del medio, porque eran sus deudores de continuas cargas de censo y empréstitos. Solían apellidarse con nombres de oficios como Contador, y muchos eran originarios de Córdoba, lo que añadieron a sus nombres de bautismo. Entre ellos destacaba uno de ellos Pedro de Córdoba, un influyente que controlaba el mundo de la seda, no sólo su comercialización, sino también su producción instalando telares en el primer cuerpo de su casa de la ciudad fortificada. No vivían en el entorno más noble, la medina musulmana, pero se habían avecindado en calles nuevas de los arrabales, y en la nueva Calancha de la Mota. Instaló un telar de tejer la seda y, apuraba hasta las primeras horas de la noche a la luz de un candil para fabricar prendas de seda, que comenzaban a exportarse a las tierras americanas. Estos mercaderes comenzaron a controlar el cobro de muchos impuestos, y, por otro lado, la familia de los Aranda se les retardaba algunas prebendas, porque no recibían los beneficios de su participación en la conquista de Granada. A Francisco de Aranda se le había concedió una suma muy importante de más de 300.000 maravedíes entre los bienes de los moriscos que habían sido expulsados de Granada.  No era de extrañar que surgieran competencias y recelos entre los privilegiados y los nuevos advenidizos judeizantes. El que más onflictos ocasionaba era el de la seda y la meaja, porque trataban de ocultar las producciones para aliviarse de la carga de la sisa. 
Habían tenido los Aranda, y Francisco de Córdoba algún que otro incidente en los conciertos comerciales. Se creían que se les usurpaba su terreno. Y urdieron un plan para castigarlo. A su casa a se acercaron, de noche, los tres personajes, Alonso y Pedro d Aranda y su esclavo Cristóbal. Y al pasar por la calle de las Cuatro Esquinas, escalonaron la marcha de cada uno a la casa del sedero. Alonso se quedó en retaguardia, a la espera de los acontecimientos. En primer lugar, llegó el esclavo con la espada, y a izquierda de la jamba de la puerta, se ocultó para esperar que saliera el tejedor Córdoba de su casa. Así aconteció. Abrió la puerta y, lo amenazó blandiendo la espada, al mismo tiempo que, al retroceder, aprovechó el descuido de volverla a cerrar, para seguirlo a su interior. Se provocó un forcejeo entre ambos, pero acudió en ese momento Pedro Fernández de Aranda, y, a la par, le dieron una cuchillada en la muñeca del brazo derecho, y, sacándole  a la calle otra en el brazo derecho. Al final pudo zafarse de ellos, pero ambos se sintieron satisfechos por haberle dado un aviso para que no se entrometiera en asuntos de cobranza.
Sin embargo, no quedó el asunto en una reyerta más de las que acontecían con frecuencia entre los vecinos, aquella afrenta se asemejaba más a un duelo cuerpo a cuerpo entre soldados con alma de combatientes de frontera que a una pelea entre vecinos y mercaderes por pujar en las competencias de mercado en una comunidad en paz. Mientras el mercader consideró que había sido una emboscada  y un plan programado por un poderoso del entorno de aquellos.  Ellos quisieron ocultarlo, como si no hubiera sido obra de ellos.
No creía que el asunto recayera en una simple paliza de dos mozos. Y, aunque no estaban seguro de que fueran por su propia cuenta, comenzó a acusar a su hermano don Alonso como el inductor.  Pues, fue curarse a casa de su hermano el boticario Diego de Córdoba, que los animó a acudir a la Justicia, para que el señor corregidor don Andrés de Torres tomara cartas en el asunto y dirimiera entre ejecutores e inductor. Y así, falló el caso sometiéndoles a incoar el auto con la culpabilidad correspondiente de cada uno de ellos, encubridor, ejecutores e inductores. No quedó el fallo en esto, desvelar la mano del regidor Alonso de Aranda y las manos ejecutoras de su hermano pedro y el esclavo Cristóbal, sino que, con la ayuda del médico, testimoniaron que ,por mucho que procuraran las curas para sanar las heridas, Francisco de Córdoba quedaría lisiado. 
No quedaron muy convencidos, con las medidas del corregidor y los jurados del cabildo. Cárcel hasta resolverse los trámites. Dieron un paso más y fueron a la Corte, y solicitaron la justicia de los Reyes en la Sala del Crimen de la Chancillería de Granada, que le recompensaron su imposibilidad de no ejercer de tejedor sedero ni poder mercadear en los lugares comarcanos y Granada.
Ante la suma elevada que podía ocasionarse, se vinieron los Aranda a las buenas. Se reunieron los tres y acordaron arreglarlo, llegaron al acuerdo de pagar al tejedor quinientos ducados de oro, nada menos que quince mil maravedíes, porque con esto comenzaban a recompensarlo. Además, quedó claro que los condenaron por las heridas y por los daños colaterales de las cuchilladas, que le impedían volver al mundo del telar.
 Francisco de Córdoba no estaba muy de acuerdo con la cantidad, sino que exigió que, en caso de que, de nuevo, surgieran atentados verbales o físico contra su persona reanudaría el juicio contra ellos. Además les obligó a pagar todas las medicinas que le había proporcionado su hermano, amén de las dietas de los médicos y el cirujano. A regañadientes, aceptó el perdón ante Francisco de Bruna, Pedro de Aranda y Pedro del Corral clérigo. Al salir de la tienda de la Plaza Pública, donde el escribano Bernabé Rodríguez  había levantado acta un 29 de agosto de 1519, topó con su hermano y le dijo:
-No me fío de los Aranda, No las juegan a la primera de cambio.











-Bueno, pero tienes la carta de que no se han acabado los autos de la Chancillería de Granada.
Murió Inés, la esposa de au pdre Juan. Y Juan volvió a casarse con Leonor de Gadea y tuvo por hijos a Alonso de Aranda, Luís Méndez de Aranda y Pedro Fernández de Aranda. 


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