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miércoles, 25 de septiembre de 2019

ANTONIO GONZÁLEZ ARANDA



Decía el poeta Tagore: Dormir en paz se puede sobre sus castos senos/de nieves, que beatos se hinchan como frutas/en la heredad de Cristo, celeste jardinero/ Son unas palabras que me impresionaron con la lectura de su libro El Jardinero. De seguro que la familia de Antonio González Aranda  las percibía con su muerte hace unos meses. Su mujer, sus hijos Antonio y Alejandro,  y nietos las compartieron en sus momentos finales, y sintieron la voz del poeta indio percibiendo  el ritmo de  sus pasos que le estaban latiendo en su corazón en medio de todas las  tentativas y esfuerzos para acudir a por agua al lago de la salud. Fueron días de amor e intensidad junto a Antonio. Porfiaron por la salud de  este jardinero, persona nativa del Castillo de Locubín, pero hijo adoptivo de una Alcalá la Real, que siempre compartió durante muchos años hasta el final de su vida la bandera del amor por su familia .
Mediante el trabajo público de cuidar el recinto del parque de los Álamos se ganó el diploma que le honraron  sus laboriosas manos de exquisito jardinero. Era consciente de que se sentía copartícipe de crear para todos un espacio común, un lugar de encuentro, de amor y de convivencia. Como Octavio Paz cantaba, en esa labor primorosa y recatada del mezclar el buen recurso del agua con el cuidado de la tierra: Allá, allá lejos; /La tinta verde crea jardines, selvas, prados,/follajes donde cantan las letras,/palabras que son árboles,/frases que son verdes constelaciones.  Y las sellaría con el recuerdo de tiempos pasados , de sacrificios honrados entre una familia numerosa de siete hermanos, que obligaron al trabajo desde pequeño, a su tiempo de migración a Getafe, donde  trabajó en la empresa pública de aquella ciudad madrileña. Y por los años setenta, volvió a la tierra de la Sierra Sur, a cuidar del paseo, antiguo ejido, parque versallesco y rincón de ferias y salón de enamorados de los Álamos. Tus primeros pasos se hicieron notar entre aquellos parterres, que regaba la noria del compás, y que se esclarecía con las podas de tus manos para darnos la luz material y del azul oscuro alcalaíno; ¿qué la sostiene, entreabierta/claridad anochecida/luz por los jardines suelta?/todas las ramas, vencidas/por un agobio de pájaros/hacia lo obscuro se inclinan./
Y, en aquellos años te desviviste por tu familia, ya sabías de la migración en la vendimia de Francia, por eso   como buen trabajador de alma castillera y desvivido por tu familia, no te importaba abrir las puertas de la Belle Epoque para prevenir el futuro de tus hijos,  compartiste muchas vivencias de los jóvenes de la transición,  asististe con tu presencia a las reformas que se levantaron a la entrada de aquel parque con la fuente de la vida y el traslado del mausoleo del pasado,  y acompañaste como pedagogo en  el buen sentido etimológico de tu palabras a tus nietos en sus primeros pasos escolares  y viviste el renacimiento de ver manar aguas a  aquellas fuentes que rodearon la rosaleda y la sección de jardín de cipreses.
Siempre acompañabas al Cristo Sanjuanero, alzando tus manos y ojos en plegarias para implorar la ayuda en los itinerarios de todos tus familiares. No faltabas a la cita sanjuanera, hasta al final  le tendiste tus manos. Este año, suplió tu ausencia tu compañero y consuegro Enrique con que siempre compartiste unos estrechos lazos de amistad-  De seguro que tus últimos momentos fue el ángel que te ayudó en medio de unas vivencias semejantes a la  que compartió el poeta Octavio Paz;    Donde habite el olvido,/ en los vastos jardines sin aurora;/donde yo sólo sea/memoria de una piedra sepultada entre ortigas/sobre la cual el viento escapa a sus insomnios./Donde mi nombre deje/al cuerpo que designa en brazos de los siglos,/donde el deseo no exista./En esa gran región donde el amor, ángel terrible,/no esconda como acero/en mi pecho su ala,/sonriendo lleno de gracia /aérea mientras crece el tormento. En este caso, el rincón de amor del Cristo de la Salud.


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