LOS ROSCOS DEL
NIÑO
Este cuento procede
de nuestro ámbito rural y fue recogido en 1991 por Rocío Díaz Aguilera.
Había, una
vez, dos hermanos, una niña y un niño, que vivían con sus padres en una
pequeña casita de campo, un chozón
concedido por el ayuntamiento del
lugar para los pobres jornaleros.
Cierto
día, su padre se marchó muy de temprano a trabajar a la suerte de tierra que le
había correspondido en el reparto de tierras del rey. Con el canto del
gallo y el ladrido de los perros, los niños se levantaron y, tras tomar un vaso
de lecha de la cabra. la madre les dijo a los niños:
-Os
tengo preparados varios encargos. Tú,
niño, ve a darle de comer a la burra a las cuadras del cortijo; y tú, niña, ve
a la fuente por un cántaro de agua. Al que regrese primero, le daré un
caramelo.
Al
instante, los dos pequeños salieron corriendo. Pero, como el niño montaba en la
burra, regresó primero a la casa, ansioso de recibir el caramelo. Sin embargo,
la madre lo mató y lo echó muerto en una tinaja. Tras llegar el niño y no ver a
su hermana, le preguntó a su madre:
-Madre,
¿dónde está el niño?
-Todavía
no ha vuelto, chiquilla-contestó la madre.
-Madre,
dime por lo que más quieras, ¿dónde está
mi hermano? –insistió la niña a la madre.
-Niña,
no me molestes más, aún no ha venido.-Respondió la madre-.Y, anda y llévale
esta merienda a tu padre. Con una condición : no se te ocurra a abrirla.
La
madre, entre otros objetos de portar la comida, le dio la tinaja, donde se
encontraba el niño. Partió en dirección a la su padre. Por el camino, la niña,
ansiosa y nerviosa por curiosidad que le imbuía aquella tinaja, la abrió. Al
instante, contempló el dedo de su hermano, lo que le provocó un inmenso
sentimiento de pena. Lloró durante un buen rato. No obstante, no le flaquearon
las fuerzas del todo y se sobrepuso emprendiendo de inmediato el camino.
Horas
más tarde, llegó campo de su padre. Al verla, este le dijo:
-Hija,
¿quieres comer conmigo?
-No,
no tengo hambre, gracias padre-Contestó la niña.
El
padre insistió, pero, al ver que no podía conseguir que la niña le acompañara
en la comida, se puso a merendar sólo.
Conforme el padre iba tirando al suelo los huesos, la niña empezó a
recogerlo y los colocaba en el cesto de
mimbre. Extrañado el padre por esta conducta, el padre le espetó diciendo:
-Niña,
para qué quieres los huesitos?
-Para
el perrito nuestro.
-Niña,
estos no le gustan.
-Padre,
para el gatito nuestro
-Niña, no le gustan.
-Para
el perrito de la comadre
-.Niña
no le gustan….
Esta
no le hizo caso alguno al padre, y se los llevó a su casa. Allí, los sembró en
el jardín. Cada día, iba a regarlos con mucho esmero y procuraba que no le
crecieran malas hierbas en su derredor.
Una tarde, volvió al
jardín topándose con su hermano subido en un árbol con un canasto lleno de roscos. Le dio mucha alegría
al contemplar esto abrazándose y dándose muchos besos. Los dos regresaron a su
casa, donde fueron recibidos por la madre.
La
madre quedó extrañada de que el niño se
presentara con la canasta de rosos, y le dijo:
-Anda.
Dame, hijo, un rosco.
-No,
no que molesta. –respondió el niño.
-Anda,
por lo que tu más quieras, dame un rosco- intervino posteriormente el padre.
-No,
no , que me comiste- respondió el niño.
-Anda
hermano, dame un rosco- dijo su hermana.
Al
hermano le cambió el rostro adusto por una cara llena de alegría. Complaciente
y agradecido, le respondió:
-Toma,
niña , todos los roscos, porque me recogiste, me sembraste y me has regado.
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