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viernes, 11 de julio de 2014

La leyenda de la Mina

 
La última vez que me recordaron el nombre de La Mina fue con motivo de una

conducción de agua que bajaba al Cuartel de la Guardia Civil. Se había agotado

aquel canal de agua y los miembros de la benemérita, alarmados me pidieron

ayuda en mi servicio municipal. Y ahondé en los derechos adquiridos su historia.

La mina había sido vista por mí, de pequeño, y mis abuelos me habían contado

miles de historias. La mina se ubicaba en la falda del nuevo barrio que había nacido

en tono a las calles de Moreas de Gamboa y Tal de Arroba. La orientaba un

cronista hacia el occidente del barrio de las Cruces, moteado de blancas cruces.

Pero realmente se hallaba en dirección sur, en la ladera de los peñascos de la linde

majestuosa de los Llanos, hacia el promedio de ese cerro, que como decía este

insigne personaje “a cuyos pies tiene Alcalá su caserío, abre su boca una mina, cubierta




de zarzas y tomillos, cuya senda tortuosa y estrecha, descendiendo con el declive de la ladera,

parece como que va a perderse por bajo de las primeras casas enclavadas en sus faldas”.


Hubo un antepasado que me comentó las célebres brujas cerniendo higos que

se transformaron en personajes provistos del espíritu de la hechicería; otro me

comentaba que a un familiar suyo aquella hechicera lo había dejado encantado

y no daba respuesta a nadie; algunos se remontaban a los tiempos del principio

de la Edad Moderna y comentaban que allí acudían y se refugiaban los duendes

que acudían por la noche a la Mota, a la casa del Miedo; más consistencia tenía

el hecho de que esta mina había sido refugio de los monfíes cuando acudían a

20 Ruta entre cuentos y leyendas. Desde los miradores de las Cruces



asaltar a los arrieros y sus recuas en su paso desde la Campiña a Granada; dicen

que un pariente mío vio algunos bandoleros de la Sierra de Ronda esconderse

en aquella Mina para despistar a los alguaciles y caballeros de la sierra que le

seguían los pasos.

Con mi padre, me acerqué una vez al hueco de aquella mina, pero, lleno de

miedo, no me atrevía a bajar al fondo de aquella oquedad y nunca pude descifrar

su misterio. No sé si allí había tiestos de vasijas o restos de fuego, ni jergones

de paja, ni nada de nada. Pero un amigo de mi niñez M. el Pacuco, nos condujo

en una día de batalla infantil entre barrios alcalaínos. Se introdujo entre sus

matorrales, buscando el palacio de oro, que le había comentado su abuela, lleno

de estalactitas y estalagmitas, para descubrir la presencia de una reina de hadas

sentada en el trono de marfil, que había salvado del hambre a un niño pobre del

barrio del Arrabal. Fue el único que se atrevió a avanzar con una caja de mistos,

cerillas actuales, y un pedernal por si fallaba la cerilla y estopa. Le acompañaba

Patavana, con una capacha de su padre portando todos aquellos elementos incendiarios

y una vela. Lo esperábamos sentados bajo un almendro; y se nos hacían

los minutos horas, y a ellos semanas. Al principio sentíamos algún que otro

alarido y grito, pues parecían que topaba su cabeza con alguna piedra imprevista

de la bóveda natural de aquella oquedad circular. Al fin, los vimos salir. Nos

abrazamos. Andamos con un azogue especial, para preguntarles muchas cosas.

Ávidos de conocer muchas historias, de contemplar los tesoros escondidos.

Nuestra primera pregunta consistió en si habían visto a los hombres de piedra,

aquellos liliputienses de que habían poblado las entrañas de la tierra, si les habían

quitado las hachas de sílex. No nos daban satisfacción alguna, solo los harapos

y zancajos de sus ropas se nos presentaban a nuestra vista. Dejando aparte estos

seres, le preguntamos ya por historias de moros y cristianos.

-Escucha, Pacuco, Pacuco,

-Bueno, que no he visto nada.

-Pero mi padre me dijo que leyó sobre un pasadizo que desde aquí llegaba por

debajo de tierra a otra

mina del pie de la torre

de la Cárcel Real.

-Cuenta, cuenta, hemos

visto una oscuridad.

-Te cuento: Sabes

las veces que hemos entrado

por esa mina en el

torreón de la Mazmorra,

que se yergue como torre

barbacana de la fortaleza

de la Mota.

Francisco Martín Rosales 21



-Claro que sí. Allí, hay un hueco

similar, oscuro. Lanzamos piedras

y suena el agua y retumba en su

fondo.

-Pues, entonces me confirma

la leyenda de la Mina. Aquella que

hicieron bajo tierra en tiempos de

los cartagineses, la utilizaron los

romanos y no nos extraña que los

visigodos se escondieran.

-Más que camino oculto subterráneo

que arranca de la mazmorra

es un escondrijo o guarida de animales.

-Déjame, que prosiga. Desemboca

en el Cerro de enfrente, tenlo

por seguro, bajo un peñón. Fue

obra humana. Pasaron los tiempos,

y quedó en el olvido, como si fuera

un túnel sin fondo. Algunos intentaron

atravesarlo por curiosidad,

sobre todo, algunos muladíes para salvarse de las garras de otros musulmanes.

Pero no pudieron volver. Lo que te puedo asegurar es esta historia.

-Dime cual.

-En 1340, Alcalá se encontraba asediada y cercada por las tropas de Alfonso

XI. No podían salir sus moradores de la fortaleza para enviar misivas al rey



granadino. Entonces el alcaide Ibrahim cayó en la cuenta de que existía este

pasadizo comentado en muchas ocasiones por los ancianos del lugar. Convocó al

pueblo en el patio de armas de la torre del caid. Allí les pidió que necesitaba un

hombre valiente para que asumiese una hazaña especial. Tenía que avisar al rey

granadino que estaban cercados y debía acudir en su ayuda. Se ofreció Tayre.

Era un hombre de espíritu inquieto, capaz de todo como un adalid castellano,

una auténtico almogávar, osado, de mediana estatura, su guardia personal, y también

archero distinguido; no necesitaba altura para hacer muestras de su valor.

El alcaide lo llamó al aposentó de su palacete y le desveló que existía un pasadizo

que nacía de la mazmorra y moría en las Torres Bermejas, a quinientos pasos

de la cuartel castellano, a través de aquel conducto debía pasar por el camino de

Guadix, y de allí avisar a las tropas granadinas que estaban cercados. Tayre no

dudó, no podía soportar más la humillación que sufrían de parte los cristianos,

los padecimientos de sed y hambre durante tantos meses de asedio. No se lo

pensó dos veces, se hizo de una lucerna de bronce y de una antorcha, se introdujo

por la sal de la mazmorra de la torre de la Cárcel Real, y, logró atravesar

22 Ruta entre cuentos y leyendas. Desde los miradores de las Cruces



aquel pasadizo. Llegó a la corte granadina, donde fue recibido por su rey. Pero,

de nada le valieron sus lamentos y dotes de persuasión. No recibió respuesta alguna.

Volvió a su tierra, con la callada como respuesta. El rey no tenía tropas de

refuerzo en aquellos momentos, porque estaban dedicadas a cubrir otros flancos.

Ante el alcaide alcalaíno no hacía sino lanzar improperios contra su rey. El rey

convocó al pueblo y no les dio más opción que entregarse a las tropas cristianas.

Unos meses después, un grupo de ellos se avecindaba en Moclín y otro en el

Norte de África, donde recuerdan el nombre de Said en algunas aldeas del Atlas.

Nos contaron que los rasguños recibidos no eran sino fruto de haberse arrastrado

como cangrejos y los descosidos de pantalones y camisas se los había causado

la estrechez de la parte final. Desilusionados, decían que ni la esfinge ni la

sibila de Cumas habían salido a su encuentro. Tan sólo al final se contemplaba

una profunda sima que goteaba y formaba un pozo de agua. Pero, de ahí que

hubiera un pasadizo era otro cantar.

-Probablemente, el emisario del alcaide Ibrahim buscó otras salidas de la fortaleza

asediada, la puerta poterna, la Peña Horadada… O se vistió de cristiano

para evadir la vigilancia de los asediadores -se dijo Pacuco muy alicaído por su

vano intento.

Francisco Martín Rosales 23


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