Hizo las primeras maniobras y , se encontró
con otro compañero cuando visitaba el pueblo: con un soldado veterano, llamado
Manuel Sousa, al que abrazó al conocer que le abría todas las puertas. No podía
ser para menos. En una tienda de la plaza compró con algunas dietas de su
estancia en el ejército dos pañuelos ( uno
de seda y otro de algodón). Días después, volvió Manuel de Sousa a su tierra y le pidió que le
entregara a su Juana los dos pañuelos. Parecía como si le quisiera colgar al
cuello aquellos pañuelos que faltaron en la ceremonia de los esponsales. Además
no dejó escapar la ocasión para a enviarle una carta y mantener vivo el vínculo con el que se había
comprometido. Le demostraba con pelos y señales todas las muestras de fidelidad
que, en su recorrido militar por diversas ciudades, profesaba a su Juana y las veces que había
renunciado a acudir con otros compañeros
a casas de mancebía. .
No fueron estos los únicos regalos con los que quería
confirmar la palabra dada y ratificar los compromisos. Oros paisanos le sirvieron
de cosarios para llevar a Juana nuevos regalos; pues, en el momento que se enteraba
de la vuelta de un soldado a tierras alcalaínas o de la licencia definitiva de
un paisano, se aprestaba para comprar un regalo para Juana. Un día, se sirvió de Vallejo,
que llevó en su mochila un corte de Indiana para que le sirviera de
guardapiés.
En 1755, Manuel
Navajo se encontraba en la ciudad de Vélez Málaga, alojado en el recién inaugurado
cuartel de los Portales, mientras en otro situado en el Pósito Viejo se alojó su paisano y también jornalero
Francisco Moyano. donde le vino el tiempo
de licenciarse ; ni corto ni perezosos, le donó una paletina de plata para que
se la entregara su Juana. No era extraño de que se encontrara a este alcalaíno
sino que topó con otros muchos ya que los playeros y gente arriera, que bajaba a las playas de Torre del
Mar por el pescado, solían intercambiarlo con las cargas de trigo de los hacendados
alcalaínos. Por eso, ésta no fue la única ocasión , pues allí se topó con otros
que pernoctaban en los mesones de los Gigantes, y los de la placeta de Páez y
de la Estrella. Y, junto al regalo de turno, la misiva de amor. Las renuncias
se multiplicaban, se veía absorto por el amor juvenil y se burlaban de él los sargentos y soldados veteranos por
la bisoñez de aquel miliciano alcalaíno, al que le redactaban las cartas. A
veces, incluso, le metían alguna que
otra morcilla que abochornaba a su pretendiente. Lo mismo acontecía cuando le
leían las cartas de Juana.
Unos seis meses después, su regimiento se había
trasladado a la capital malagueña, allí se encontró con José
Díaz, mozo de don José Rivilla, Este
criado mantuvo durante cierto
tiempo catre y mesa con él . También salían
de paseo por las callejas malagueñas y
frecuentaban los alrededores del puerto,
donde se encontraron con un mercader indiano y le compraron
varios artículos. Cuando este paisano regresó a la ciudad de la Mota, Manuel envolvió un pañuelo de la China en una tela basta y, en su interior del
bulto, introdujo una carta, con unos breves trazos y dos
mensajes de compromiso , con el mandato
de dárselo a su pretendienta. Le recalcó que se lo entregara como si quisiera
envolverla por segunda vez en el abrazo de los esponsales. José, a
la vuelta, cumplió de cabo a rabo todos los artículos el mandato, se lo entregó a Juana Gallardo , que todavía mantenía amores
con Manuel.
Ignacio López, criado del regidor don Manuel de Lastres, vivía cerca de la casa de
Juana, en la misma calle del Bordador, y presenció muchos regalos que le
traían cuando su pretendiente se
hallaba fuera de Alcalá, Un día vio que
le traían el guardapiés de Indiana; otro un
par de medias de seda y otro de estambre; recordaba el impacto que le causó la llegada de un sombrero fino para Juana; lo último. que le envió como regalo, parecía como si
quisiera verla vestida para el día del reencuentro: fueron dos pares de medias (unas de seda
celestes y otras encarnadas), una
vigüela, un ceñidor de tela, un sombrero fino y una pletina de plata. Se asomaba por la
ventana señorial de la planta baja de la casa de don Manuel y comprobaba todos estos detalles. A
veces, a pesar de que era muy
impertinente, no distinguía si eran unas medallitas o unas pulseras. le llamaba minucias q estos regalos que le traían sus paisanos de regimiento . No fue Ignacio el
único que presncio estas donaciones sino que
el testigo Diego de Molina presenció el día que le trajeron a la madre
de Juana unas corbatillas de oro para Juana Gallardo.
No estaban físicamente unidos, pero Hermes mantenía una hilo de contacto a través de misivas, recados y
mensajes. Se enviaron muchas cartas de amor, y aunque era analfabeto, a
los mandos les solicitaba su tiempo para escribir cartas; por su parte
Juana, en la medida que podía buscar a
algún escribiente, pedía la ayuda de escribientes
de los notarios y algunos aventajados amigos que habían acudido a los colegios
del Rosario y Consolación. Siempre, manifestaban
la ansiada espera para finiquitar el
compromiso contraído y el agradecimiento por la gran cantidad de detalles que
Manuel le otorgaba. No había sospecha alguna de dar muestras de infidelidad ni
resquicio alguno para pensarlo.
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