Quiso dejar su huella para perpetuidad,
y la convirtió su casa en un Hospital, que le puso por nombre
de la Madre de Dios, con su capilla, donde se dijera misa dos días por
semana (viernes y domingos por los enfermos); para aclarar la diferencia con
otros hospitales, ordenaba que no acogieran pobres sanos ni
mendicantes, sino que solamente fuera para curar en él a los pobres
enfermos naturales y extranjeros que hubiera en esta villa y vinieran y
no a los tales sanos, porque entre ellos había mucha gente desvergonzada y de
mal vivir y estos tales no quería que gozasen del tal refugio. Lo
dotó de camas, médico y medicinas, y ante los imprevistos, le dotó
de 70.000 maravedíes de renta anual para reparos, a su frente
puso letrado, y en la capilla ornamentos de casulla, cáliz y patena
de plata.
Parecía que el capitán, antes de ir a la guerra de las
Alpujarras, había dejado todo atado y bien atado. Pero no le cuadraron las
cuentas a sus sucesores. Y eso que el capellán Juan de Arteaga fue
ordenado y copaba todas las misas y sacaba la mayoría de los
emolumentos sagrados.
Pero, aquel hospital fue su solución y su caída.
Pues, por aquel tiempo existía mucha afición a jugar a los naipes en
muchos pueblos y, cómo no, también había jugadores en Castillo de Locubín. Se les había metido el
gusanillo del juego apostando enormes cantidades de maravedíes, fincas,
huertas, y todo lo que tenía a su alcance con el ensueño de desplumar a
su contrincante. No era extraño que muchos vecinos lo hicieron con los transeúntes
en el mesón de sus familiares en la Villeta, en la venta del Carrizal , o en el propio hospital. Comenzaban con las tablas y los dados y daban un paso
más avanzado con el juego de los naipes. Primero lo hacían ocultamente y
secreto, pero luego no se ocultaban. Acudían a la ciudad de la Mota a comprar
los naipes a casa del estanquero de venta y distribución de las barajas,
pagándole por derechos medio real en cada baraja comprada. También acudía a la
Venta del Vado del Carrizal y al mesón de la Plaza donde le
ofrecían naipes, porque aumentaban el consumo del vino, velas, y el «barato» .
Juan de Artiaga comenzó, en su mocedad, a llevar dinero en sus bolsillos y , cayó pronto en la trampa del juego..
Se inició con el flux y se afanaba en usar todas las artimañas, para combinar todas las cartas de un palo, Siguió con el de la primera, que era famosa la de Alemania., donde las cartas tenían otros valores que no eran los suyos de tal manera que repartía cuatro cartas a cada jugador y se ganaba todo con la suerte; continuó con el de la veintiuna tratando de juntar ese número con un as de valor de once puntos, y, a pesar de su bisoñez, a veces él jugaba como caja; en la flor destacaba cuando jugaba y conseguía tres cartas del mismo palo y lo anunciaba diciendo “flor”: afrontaba situaciones o partidas cuando. si algún jugador más tenía flor, el equipo del jugador que la tuviera de más valor se anotaba, además de tres puntos de la flor propia, tres más por cada flor anunciada. Otro día, lo hacía a ls pollas que era una manera de hacer porra con los compañeros de naipes. Con el juego de la pinta, le encantaba salir con la carta que al comienzo del juego se descubría e indicaba el palo de triunfos, es decir, el palo principal de más valor sobre el resto, de modo que se ufanaba al colocar la pinta boca arriba en la mesa asomada debajo del mazo. Otro día, se entusiasmanba con el tenderete, repartiendo tres, ò mas cartas à los jugadores y poniendo en la mesa algunas cartas, y otras boca arriba, de modo que procuraban cada uno por su orden emparejar en puntos o figuras sus cartas con las de la mesa; y acabada la mano, ganaba la cota del juego el que más cartas había recogido en bazas. Otro juego habitual era los cientos, lo que frecuentaba cuando no encontraba nadie, jugando con dos personas, de las que ganaba el que conseguía reunir primero cien puntos; con las quínolas le encantaba conseguir tener en la mano cuatro cartas de un mismo palo; si lo hacían dos al mismo tiempo, ganaba la mano que tenía más puntos. Buenos días pasaba con el Siete y llevar, que consistía en el siete y medio actual; también le gustaba jugar los sábados, con los juegos de la Andaboba o Carteta, en la que sacaba primero una carta para los puntos y otra para el banquero, ganando la primera que hiciera pareja con las que luego fueran saliendo de la baraja. A veces las sustituía con la Cargada, en el que todos los participantes debían hacer una baza de modo que todo aquel que no la hiciera la perdía y, si todos la hicieran, perdería el que tuviera más, ya que se había «cargado» de bazas. No se le agotaban la gama de juegos, pues llegó a aprender Dobladilla, consistente en doblar la parada a cada suerte; la Malilla, donde la carta superior era el nueve; y Rentoy, donde cada jugador recibía tres cartas y se volvía otra como muestra de triunfo, cuyas reglas se basaban en las que el dos del palo gana a todas las demás, y se ordenaba la escalera con el rey, caballo, sota, siete, seis, cinco, cuatro y tres. de manera que se robaba y se hacían bazas como en el tresillo, se envidaba y se permitía señas entre los compañeros, de modo que recordaba al mus. También se jugaba al repáralo, quince, treinta, la flor, capadillo, bazas, triunfo, reinado, báciga, cuco, matacán, vueltos y las el pasar. Para disimular el lugar de juego lo llamaba cocina, palomar, mandracho y leonera. Era curioso, como Juan de Arteaga, manejaba todos los trucos de la baraja, que incluso utilizaba los términos vulgares para llamarla como la descuadernada, masclucas, los bueyes, o el libro impreso con licencia de Su Majestad. Sustituía llamar las monedas por granos. Dominaba el masecoral que no era otra cosa que el escamotes; el hurtar la baraja empleado en el sentido de morder dinero o agarro; el engañar por engarruchar y el abrir el garito por abrir tienda o asentar conversación y delatarlo por bramo o soplo.
Lo mismo jugaba con sus parientes de los más
hacendados que humildes labriegos y hortelanos. hombres y mujeres. Como le pudo
pasar a él, muchos se arruinaban. Como
ocurre hoy en día, existían profesionales que convirtieron el juego en su
trabajo diario
.Un día, se jugaba el dinero de las obvenciones de las misas, otras veces las joyas que
le legaron en la herencia, hasta llegar a jugarse sus vestimentas talares y
preseas. Y, si se arrepentía, porque le amenazaban las normas de las constituciones
abaciales, daba prestado y obtenía resultados con la usura más descarada. Y,
atendiendo a su situación privilegiada, dejaba su casa y dependencias de
hospital para que se practicasen este juego. Hubo quien lo denunciaba al
alguacil del Castillo, pero se justificaba que no actuaba ilegalmente, sino que
solamente sus apuestas alcanzaban lo que le permitían las leyes reales y las
constituciones del abad juan de Ávila, dos reales.
-Señor, de qué me acusa?
-De jugar a los naipes.
-No hago nada
malo.
- ¿En qué se
basa?
-Me limitó,
como mandan las ordenanzas reales, en apuestas de un máximo de
dos reales (68 maravedís) o a productos o animales menores para comer como una
gallina o un pavón de mi cortijo,
Pero no cejaban las justicias de acosarle ante las
habladurías de los lugareños y se valían del poder real parar continuar
la labor persecutoria y punitiva, amenazándolo de ponerles sanciones de
poca monta, que se repartían entre la justicia, las penas de cámara y los
acusadores; otras veces lo amenazaban de meterlo en prisión y ponerle
penas de altas sumas de dinero al caer en la consideración de jugadores
viciosos. El las evitaba, les contradecía diciendo:
Pero, Juan de Arteaga no se daba
por enterado. Cada día, arriesgaba más en las apuestas y proliferaba en
muchos rincones secretos. Se había hecho un adicto al juego. A su abogado Magaña, le daba todos los poderes para cobrar dinaro de los rincones más inéditos. Se lo recriminaba
el vicario de la iglesia de San Pedro. Y le amenazaba con los alguaciles
eclesiásticos. Le hacía meditar que ya no sólo perdía la hacienda, sino
que había dejado en los más bajos fondos su alma. Le argüía con su
condición de cura, que debía dar ejemplo a los demás y dedicarse a los
ejercicios de la buena moral y culto. Lo intentó por las buenas, le
dio un primer aviso con la amenaza de sanción de dos ducados, de nada le sirvió;
le dobló la sanción en una nueva recaída de Juan. Y, ya no podía más dejó en
manos de los jueces eclesiásticos que consideraran la sanción pues se
había excedido apostando con una finca suya. Y la gota colmó el vaso, llevando
personas a jugar a su propia casa. Por eso, el vicario inició autos
y lo dejó por completo en manos de la justicia.
Hizo recapacitar esta situación al
capellán Arteaga. Y bajo los consejos del vicario abacial, se presentó en la
plaza, donde levantaba tienda el escribano Luís Méndez, una mañana otoñal de
1593.
- ¿Que le trae por estos lares,
Juan?
--No vengo a embargar nada, no se
preocupe.
- ¿Ha donado una finca o se la han
hurtado en el juego?
-Nada de nada.
-No puedo dejar perder mi
reputación ni la de mi familia, ¡ay, si mi padre el capitán Arteaga levantara la
cabeza!.
-Dime, dime, vengo a hacer una
donación.
¿Cómo otra casa para un jugador!
-Que no, que no, Luis.
-Entonces dígame…
-Escriba: por quanto por quietud de
su consciencia y persona, y , principalmente a servicio del Dios Nuestro Señor
siendo muy dañoso el juego de cartas y naipes y otros juegos de qualquier
manera donde intervengan dineros y en seres para abstenerse de lo susodicho
tiene prometido…
-Ya me lo figuraba, al fin nos ha
hecho caso a todos.
-Siga, siga. De no jugar los dichos naipes y otros juegos.
-¿Es que jugaba a otros?
-Todos los que podía. Los dados, las tablas y que sé yo…en mi palomar, mandracho o leonera. No me interrumpa. Quiero hacer escritura de ello.
-De seguro que no jugaba a las
damas, ajedrez y a la pelota en la calle.
-También, pero, como no había dinero, no lo frecuentaba. Pero ponga en derecho:
-Con las penas que de susodicho
declaradas y puniendo lo en efecto dixo y otorgo por el tenor de la presente
que se obligaba y obligo de jugar los dichos juegos de naipes ni otro cualquier juego, donde intervenga interés por tiempo de diez años que corren desde
el el día de hoy.
-Enhorabuena, Juan, pero prosiga
escribiendo.
-Por sí ni por interpósita persona
ni prestará dineros ningunos para el
efecto de los juegos,
-Estupendo, esa fue tu ruina.
--Y quiero dar un nuevo paso. “sopena
que si le quebrantara lo que susodicho o qualquier cosa o parte de ello que es
ya por bien de dar”
- Otro documento de donación.
-Que no, que no, Luis. Solemnemente
se lo digo “para la cera del Santísimo Sacramento de la dicha villa diez ducados y otros diez ducados para la cofradía
de Nuestra Señora del Rosario de la dicha villa, los cuales de susodichos se
obligó de pagar luego de contado a los mayordomos de las dichas cofradía ala
persona o personas quien los hayan de haber
para ellos, a los quales encargo las
conciencias luego incontinente, de como quebrantare lo que tiene dicho no lo
ejecutaren por los dichos susodichos.
- Le doy, un abrazo. Eso esperaba,
por bien de su imagen y reputación
-Y por mi señor Jesucristo…
_ Ya lo sabe, que le adjunto todos
los pormenores.
-Ya lo sé
-Que baste la declaración de unos acusadores
para que se declare el delito de haber jugado o poner persona interpósita en la
que se ganaba el interés.
-Está claro
-Ls testigos y los mayordomos serán
los garantes para reclamarle la donación. Y no una vez, todas las veces que
cometiera el delito.
- Que se me imponga la sanción y no
revoco esta escritura, así de claro.
-. Lo fijamos en diez años
- Lo firmo ante mis testigos ante los señores el o licenciado Magaña,
el agricultor don Francisco de Mazuelo y su pariente el escribano Diego de
Contreras.
-Sabe de lo que se ha librado. El
auto estaba muy avanzado. Lee estos papeles-le apostilló su abogado Magaña.
-Ya no me lo tiene que decir ni yo leer, porque me he librado de la picota a la vergüenza y medio cuerpo arriba en
carnes y los naipes al pescuezo. Qué espectáculo en los últimos años del siglo XVI.
BASADO EN EL LEGAJO 5744. folio 189. Escribano Luís Méndez de Sotomayor. 22 de julio 1593.
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