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martes, 22 de octubre de 2019

LAS BEATAS ALCALÁINAS. EL CASO DE MAYOR SÁNCHEZ.

La beata responde en el Antiguo Régimen a 








"a cierta mujer piadosa que vivía apartadas del mundo, o bien sola, o bien en beaterio, pequeña comunidad vinculada en
ocasiones a las órdenes religiosas , franciscanas o dominicas. Envuelta a menudo en una aureola de santidad, gozaba de gran prestigio en los medios populares".1​ También recibieron la protección de personajes importantes, civiels como  sacerdotes o el propio abad como civiles hidalgos.artimos de un testamento de Mayor Sánchez de 18 de julio de 1520 ante Rodrigo de  Jaén ​ En  este siglo , no es el caso de Alcalá, el fenómeno de las "beatas"  se relacionó con las alumbradas  del pensamiento protestante,   pues refieren que ·en torno suyo se formaron grupos (denominados "alumbrados"), especialmente en algunas ciudades de Castilla, Andalucía y Extremadura.
Más  bien esta mujer alcalaína se encuentra dentro del contexto de la sociedad tradicional , que  se aplicaba, de forma extendida, a cualquier mujer notable por su devoción y frecuentación de las iglesias; incluso a las que llevaban hábito religiosos  aun sin pertenecer a ninguna comunidad religiosa, en este caso llevaba hábto negro. Fue enterrada en la iglesia de Santo Domingo de Silos, acompañada del responso de los beneficiados de las dos parroquias de Santa María y la del patrón, se acordaba en sus mandas de dar limosna al maestro de penitencia, sacristanes de todas las iglesias, las anteriores, y sa Juan y San Sebastián y Santa Ana,por el doble de campanas, Le daba limosna a los cautivos, trinitarios y santuarios, y  era cofrade de la Señora Santa Ana, que le acompañó con su cera al entierro., Dijo las tradicionales misas de requiem, víspera, por padres, purgatorio  y las cargaba con una viña en la Acamuña que le labraba Pedro González Pessues. Y fundó una memoria de misa cantada  en la Iglesia de Santo Domingo de Silos. el día de Nuestra Señora de Septiembre, la Natividad de María, con ofrenda de pan y cera y vino y la cargaba con una viña del media alanzada de vino baladí en el Cerrillo de los Palacios. Por sus buenas obras a su sobrina Juana Fernández  por el buen trato que había tenido con ella, esposa de su arrendador de viñas Su vestimenta, ajuar y enseres y bienes y dineros eran escasos y apenas llenaba una  arca y un cofrecillo, casi todas de estopa, lino, lana, que lo repartió entre la sobrina anterior y otra con nombre de Beatriz.
, ​Hay constancia de la presencia de beatas alcalaínas anteriores a esta, en concreto cuatro beatas alcalaínas fundaron un convento dominico en Granada. 
I MODO DE RELATO

CUATRO FUNDADORAS  ALCALÁINAS  EN GRANADA A MODO DE  RELATO.


 

A principios del siglo XVI, Alcalá  estaba encerrada en la fortaleza de la Mota y en el barrio de Santo Domingo. Tras siglo y medio de zozobra y congoja obligadas por las incursiones de los moros del reino de Granada,  la vida social y comunitaria, en tiempos de paz, comenzaba a desarrollarse  normalmente, como, en muchos otros lugares de Andalucía, lo habían hecho anteriormente. Las torres de defensa y de alojamiento en su interior,  dieron paso a nuevos edificios, destinados para casa de ayuntamiento, de la justicia,  escribanos y recaudadores  En aquella fortaleza, comenzó a resurgir el comercio  y se levantaron el matadero, las carnicerías, el pósito, y otros edificios públicos y religiosos,  dando un nuevo aspecto  en torno a una plaza, rodeada por la  Iglesia Mayor, el hospital de los Monteses,  los escritorios  y las tiendas adosadas a las  torres con sus  corredores y miradores, la antigua cárcel, la botica y las casas de fachada piedra de los principales caballeros de la ciudad.

Incluso, los propios Reyes Católicos, agradecidos por los servicios de aquellos vecinos tan dechados de valor bélico, coadyuvaron al ornato de la ciudad y otorgaron una provisión por la que les concedieron una campana y reloj, cuyo sonido debía escucharse en todas  las caserías de  la comarca.

Su vecinos eran,  en su mayoría, descendientes de los antiguos pobladores y conquistadores, entre los que residían algunos judíos, a los que se le aplicó que pagasen la moneda forera  Los principales  conflictos se provocaban entre los distintos bandos de caballeros,  y, además entre este  grupo y la Corona. Solían ocasionarse  por el abuso de estos señores, que controlaban los órganos de gobierno de la ciudad y se introducían en las tierras comunales beneficiándose de sus prerrogativas.

No era todo malo  en estos caballeros, sino que  siempre estaban preparados para cualquier servicio a los reyes. Pues, tras el toque de campanas de las iglesias o  la convocatoria de concentración  por el pregonero y por el tambor, al instante se concentraban en la plaza de la Mota y nombraban el capitán y otros cargos  formando una compañía de caballería en dirección a los frentes de guerra.. Por eso, tras  la toma de Granada no se  había calmado la sed de botines .

Eran ganaderos. Pero el vino de Alcalá se había hecho famoso, pues  obtuvo un privilegio especial para que pudiera venderse en Granada, y algunos abnadonaron las armas  para dedicarse a la agricultura.

La ciudad estaba  controlada, primordialmente, por la familia de los Aranda en detrimento de otras, sobre todo, los Montesinos y Gadeas, que, a través de enlaces matrimoniales, iban acaparando la mayoría de los cargos municipales y  las  tierras de la ciudad, dando lugar a abusos de poder con los que confrontarán con el propio cabildo invadiendo y usurpando tierras de lo común. Solían ser valientes guerreros y también aventureros. Pero, cansados de guerras, los mayores comenzaban a disfrutar de los beneficios anteriores. Los más jóvenes, siempre dispuestos al combate, caían en los miles de frentes que se abrían en Italia, África o  el Nuevo Mundo. Otros, pagaron con una muerte temprana tantos años de lucha. Entre ellos, el capitán  Pedro de Quesada, que había dejado a su viuda con sus cuatro hermanas.


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En aquellos tiempos,  los predicadores franciscanos y dominicos comenzaron a visitar la Iglesia Mayor por tiempo de Cuaresma. Criticaban las malas costumbres, y animaban a  la cruzada y la evangelización de las Indias.  No era extraño que, con sus prédicas, muchas mujeres  no vieran con buenos ojos  la Casa de Mancebía, que, incluso, los reyes habían permitido que se estableciera dentro de la fortaleza. Entre  ellas, Catalina,  que era la  viuda del mencionado  alcaide y capitán del Castillo de Locubín. Junto con sus hermanas Lucía, Margarita, y María,  formaron una especie de incipiente convento en su casa, tras la entrevista  con el provisor del abad  don Juan de Ávila.

En la soledad, no les había quedado más remedio a estas castas mujeres, que entregarse a la religión, pues estaban emparentadas con los hidalgos alcalaínos y debían mantener su pureza, convirtiéndose en beatas al servicio de Dios, lo mismo que sus maridos lo habían hecho en vida en la conquista de nuevas tierras con el nombre de Dios por delante.

Las cuatro, unidas por el mismo sentimiento religioso, tomaron la unánime decisión de transformar en  oratorio una de sus casas de la calle de  Despeñacaballos. Adecentaron toda su casa y se lo comunicaron a su confesor, un teniente de capellán, que no llegaba a comprender aquel cambio. Ellas le recordaban que nunca podían olvidar la huella que les dejó en años anteriores el dominico fray Alonso Gutiérrez de Burgos.  Le decían que les había aconsejado que formaran un convento o monasterio de la Orden de Predicadores en la ciudad. O, al menos, se  hicieran religiosas, cumpliendo la tercera regla. 

Adecentaron las casas en todos sus rincones con el primor  y candor  propios de los grupos de mujeres, la mística invadió en todos los rincones, sobre todo, aquel patio castellano, sostenido por cuatro vigas, desde donde se bajaba por una esquina a una bodega en la que se  guardaba en un aljibe el agua de la lluvia. Colgaron todas las paredes de láminas y cuadros, comprados a los mercaderes granadinos. En su primera estancia, lienzos de la Magdalena junto a una pequeña escultura del Señor del Ecce-Homo y,  en la pared más señera, un Crucificado gótico. Dispusieron reclinatorios que  les servían para llevar cabo los rezos diarios  cumpliendo con el rigor que establecían  las horas del breviario del calendario litúrgico.

Tenían algunos bienes, pues  algunos de sus maridos no habían dispuesto de  tiempo ni siquiera para testar, pues habían fallecido en las costas de África, y, en la toma de algunas de aquellas ciudades a las órdenes del señor de Alcaudete y casi quedaron en el desamparo. Se veían obligadas  a  compartir todo. Incluso, pedían en tiempos de carestía la porción  de pan a los regidores, que la repartían a las puertas  del cabildo o en las panaderías de la ciudad..

En Navidad,  mimaban, con  sus manos, las figuras de ujn  Niño Jesís colocado sobre  la  austera tabla  de la mesa de encina. Era uno de los pocos recuerdos de sus maridos. Probablemente adquiridos o robados en el sur de e Italia. Por las carnestolendas,  se asomaban, a través de la reja, a escudriñar  el bullicio de la  fortaleza, mientras se divertían los niños vestidos de obispillos, cantando copas burlescas contra los capellanes de  la Iglesia Mayor. En Cuaresma, al amanecer, solían  mortificarse con disciplinas y cilicios, ayunaban casi todos los días y  se confesaban de los  malos pensamientos.  En las primeras horas, visitaban  la capilla de los Arandas y rezaban por el alma de todos los difuntos de su familia. A los pobres que acudían a su casa, les sacaban  algunas cuartillas de trigo de sus trojes  y,  economizaban  con ellos algún maravedí que otro, sacado del arca de siete llaves. Por la tarde, rezaban el vía crucis en la iglesia de santo Domingo con el beneficiado. Y, al anochecer el toque de ánimas, se encerraban en sus casas y  volvían a repetir unas oraciones ininteligibles por las ánimas del purgatorio. Frugales como ningunas: comían una sopa de gallina, pasas y algo de pan  Y rezaban, al acostarse, por todos los difuntos. 

            Aconsejadas por el provisor de la abadía, vendieron parte de los  bienes que  habían acumulado sus progenitores y se fueron a Granada con el fin de  unirse a la orden dominica que comenzaba a establecerse en aquella ciudad. Les puso en contacto el  sacerdote con algunos  miembros de la  congregación de santo Domingo de Guzmán, que les buscó una casa en el Realejo junto al recién fundado convento de Santa Cruz.

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            Las cuatro mujeres acudían diariamente a los mismos  actos y   misas de los conventuales. Les  limpiaban los enseres  y objetos religiosos. Le hacían de despenseras y  les compraban los alimentos.  Tanto llegó su fervor y su  amor por la orden dominica, que les permitieron tomar los hábitos de  la Orden y  les reservaron una capilla dentro de aquel majestuoso templo.

            Ellas no  se contentaron con haber conseguido este reconocimiento, sino que, un día, las llamó el padre provincial.

            - Hermanas,  todos los días me llegan noticias de vuestras buenas acciones. Me es imposible que os niegue lo que me pide vuestro confesor.

- Padre Alonso, no nos lo merecemos por Dios.

- ¡Cómo no, hacéis caridad con todos, con los pobres y los moriscos, sois de buen linaje y  me han dicho que vuestra dote sobrepasa a cualquier otro que  en nuestro convento quiera iniciarse!

- Es verdad. Somos la viuda y las cuñadas del famoso capitán Pedro de Quesada, alcaide, y provenimos de la muy famosa ciudad de  Alcalá, donde estuvieron confesores de la reina, de su misma orden dominica. Ellos nos dieron estos nuestros principios.

- Basta, hermana, la mejor biografía es la que escriben vuestras acciones con el pueblo. Ayer, me llamaron otras hijas de ilustres granadinos que quieren compartir con vosotras  el convento.


No lo dudó fray Alonso de Loaysa, unos días después, les  hizo las gestiones para  que profesaran la segunda regla de la  Orden de Predicadores. Les puso una nueva prueba que resistieran  otros cuantos años de beatas junto a las nuevas hermanas recién incorporadas. Lo cumplieron y con creces.  Ampliaron la comunidad. Aquellas mujeres le impresionaban, cada día más, al dominico, sin embargo no tenían recursos para afrontar un nuevo monasterio.

Seguía dudando el provincial, pero, al final, consiguió reunir  a todos los miembros de  su cabildo y les dio la licencia  un día del mes de abril de 1514. No tardó en comunicárselo a la reina Juana, que contestó afirmativamente con una provisión real, enviada desde Segovia  un 25 de mayo del mismo año Junto al  convento del padre Loaysa mantuvieron  su condición de beatas la ampliada comunidad  de catorce  mujeres, mientras iban adaptándose a la nueva condición de monjas.


A finales del año, llamaron al padre provincial y ala arzobispo,  y bendijeron el convento en una casa junto a la plaza del realejo, en las inmediaciones del barrio judío con el nombre de santa Catalina de Siena.

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Pablo de Rojas  estuvo en aquel convento y les esculpió los santos Juanes. Durante su estancia,  una   monja mayor le comentó que no había sido el duque de Arcos, quien lo había fundado, sino unas paisanas suyas antes del 1523. No se lo creía.

-  No puede ser tanto alcalaíno, emigrante de mi tierra. Creía que solo se marchaban de allí  los artistas,  y también los hidalgos dejaron aquella tierra....

.                            F. G. M. R.
                     

                   Mi interés no es otro sino recoger y difundir esta leyenda, basada en un relato real, del convento de  Santa Catalina de Siena, fundado en 1514, por estas mujeres alcalaíno  y no, por el duque de Arcos, como decía Gallego Burín en su Guía en 1523.
COMO BEATAS MONJAS
hay MUCHAS SIRVA ESTE EJEMPLO. Sor María de la Visitación , también conocida como la monja de Lisboa, que fue famosa por sus estigmas —cinco llagas sangrantes en forma de cruz—, sus éxtasis y sus visiones. Se ganó la admiración de personajes tan importantes como fray Luis de Granada o el arzobispo de Valencia, el patriarca Juan de Ribera. Detenida por la Inquisición se demostró que todo era falso, incluidos los estigmas, que ella misma se provocaba clavándose alfileres. Fue condenada por simuladora y deportada a Brasil.
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En la segunda mitad del siglo XVI las "beatas" proliferaron en Andalucía y en Extremadura, y en algunas ocasiones fueron víctimas de sacerdotes y falsos "alumbrados" que se aprovecharon de ellas. Pero, en el siglo XVII,  en Alcalá abundaron, es el caso de Ana, a la que escribiño un libro su confesor Francisco Espinosa de los Monteros, refiriendo todos los actos místicos y asceticos que experimentó. Y nos trajo a colación este libro s que hablaba sobre un belén de este tiempo de la Ilustración realizado por una monja de este convento. Lo revivimos entre el grupo porque nos remontaba a los tiempos de aquel convento en pleno auge.  Finales del siglo XVII y principios del Siglo de la Ilustración, la fecha del villancico.  Se trataba de una obra espiritual y sublime de Ana de Torres, una alcalaína que sus padres confesores tildaban de sierva de Dios, con olor de santidad. una monja excepcional. Había sido predestinada para entregarse a la ascética desde la infancia, de modo que, ni siendo niña ni adolescente, manchó su biografía con ninguna mácula de falta leve. No digamos un pecado venial, y menos aún de perversión. Ya contaban que de sangre le viene al galgo, en n este caso en su versión femenina forjó un cúmulo de virtudes desde los primeros días de su nacimiento, con su esfuerzo piadoso y con su talante optimista de afrontar la adversidad.   Pues lo llevaba en sus genes: su padre el marteño Damián gozaba del segundo apellido adalid, un reconocimiento de los Reyes Católicos en los últimos tiempos de campaña de la conquista de Granada; y su madre Juana Espigares Bailón le había aportado los valores de santidad y valentía por la herencia del también segundo apellido, que se remontaba al fraile Pedro Bailón. Nada menos que un santo muy venerado en la diócesis jiennense. Se había enamorado de Jesús.o fue corto el trayecto vital de esta mujer por esta tierra. Nada menos que ochenta y tres años, dedicada a la oración y a la vida contemplativa. Parecía que le asistía la mano del Creador por doquier y en cualquier momento de su vida le había dejado una huella singular. Si en la infancia le salvó de un secuestro de un esclavo morisco, las apariciones de Jesús y de la Virgen proliferaron en momentos trascendentales de iniciarse en su vocación o de su comprometida vida. Y, la Navidad estuvo presente en los momentos cruciales de su vida ante la aparición del Niño Jesús, dos encuentros trascendentales para su futuro y el destino: primero, cuando le invitó a tomar los hábitos; en segundo lugar, al final del recorrido vital, para prepararse a entrar en la vida de ultratumba. Por eso, a su confesor le quedó gravado el pasaje del belén de Ana para narrarlo en el libro de su vida.
Salía humo por encima del antiguo convento y olía a retama. Nos obligaba a aligerar la marcha e interrumpir la ruta. Pero, porque uno preguntó si podíamos entrar y contemplar la celda de aquella monja, nos hizo detenernos y entrar por el patio del antiguo morabito. Pasamos el templo, la sala capitular y el claustro. Por unas escaleras, subimos a la sala de dormitorio.  Y, en la galería alta, contamos que la celda de Ana, hoy un corredor sin habitaciones, cierto día se había invadido de un olor especial en medio de una nebulosa de humo como si hubieran estallados cráteres de luces que exhalaban los más intensos olores.
Era el último domingo de Adviento, el tiempo de la espera y de maranatha. Ana tenía costumbre vestir a la Virgen María del Rosario y a San José, al mismo tiempo que se llevaba al Niño para vestirlo en su celda. Simulaba la escena para los que acudían al templo de La Huida de Egipto y el rapto del Niño.
Curiosamente, se esmeraba en vestirlo con muchos primeros, y le contó a su confesor con muchos más fervores, amores, y purezas. Pero, al colocar al Niño Jesús en la cuna antes de llevarlo al portal, no disponía de una colonia con un aroma penetrante de olor graciable. Y en su interior, entabló una conversación con el Niño:
-No tengo perfumes y aromas, vosotros disponéis de todos los mejores bálsamos y fragancias del mundo y el cielo. Hágase vuestra voluntad. 
E, inmediatamente, escuchó sus plegarias aquel Niño y encendiendo toda la celda con una gran cantidad de rayos de luz que expandían aromas los más fragantes y aromáticos que había conocido aquella doncella. No eran terrenales, parecían de otro planeta o estrella. Al final, se quedó aturdida y cayó arrodillada ante los pies del Niño, Le pidió que le concediera aquellos perfumes y la purificación de almas pecadoras. Lo hizo más de una hora hasta que cesó aquella traca de volcanes de luz y olor. Llamó a su sobrina Juana para que le acompañara de noche, como solía hacerlo, sin luz no pudo percibir nada porque era de noche. De madrugada, el olor todavía quedaba fijado en la neblina del cuarto. Se despertó la sobrina y comprobó lo que había intuido al entrar al cuarto al principio de la noche. Era un aroma distinto al del jazmín y de los cosméticos acostumbrados de las especerías alcalaínas. No lo podía describir. Y lo curioso que no se retiraba de la habitación. Se lo contó toda la experiencia de aquella noche su tía. Acudieron muchos vecinos durante ocho años a respirar este aroma celestial. El confesor daba fe y lo fundamentaba en que Ana había labrado un portal especial. Y así lo contaba.

 Fue también en Adviento. Preparaba Ana su íntimo portal en el que naciera el Niño. No era un portal grandioso como los que se elaboraban llenos de musgo y arena, tampoco artesanal recreándose en los talleres de su tiempo y de la época de Jesús de Nazaret con la exhibición de todos los oficios de aquel tiempo. Junto con su hermana, se esforzaban en que viniera el Niño Dios a su portal interior, y, lo curioso que lo forjó con los mismos elementos que contemplaba en el que tenía presente ante su mirada. En su ascesis místico sublimó todos sus deseos en preparar la venida del Señor en el portal de su alma. Intercambió un diálogo con él y le fue sugiriendo cada uno de los pasos y componentes de aquel simbólico portal. Se equipó de una serie de herramientas y objetos para hacerlo más real, lo que le susurraba el Creador, a la manera del cultivo de las virtudes. 
La escena se concentraba en una única dirección, de modo que el enfoque de la cámara de sus ojos contemplativos viraba en torno a un único sujeto.  Se centraba en la figura de Jesús, lo demás era el aparato ornamental. Como los tabernáculos de aquellos retablos barrocos que habían hecho desaparecer las calles y cuerpos rellenos de cuadros con relatos de la vida de Jesús y María en los altares colaterales de las iglesias locales y en los conventos de la ciudad, Muy lejos estaban los castilletes con orlas de filigrana dorada de los retablos platerescos como los de Santo Domingo de Silos.  Escogió para dosel de su belén el mejor lienzo de su alcoba, una seda amarillenta que refulgía como oro y reluciente como el sol. Sin otro color que descentrara la escena, sobre la que el niño no perdiera su protagonismo, parecía como si quisiera indicar que lo demás importaba relativamente poco con relación a este personaje que se asemejaba a un bebe viviente de carne y hueso, sólo le faltaba hablar. Se lo había donado su padre junto con la dote de su incorporación a la vida contemplativa. 
Pero, si mucho le importaba que aquel Niño se mostrara a la usanza de uno de Pablo de Rojas, recostado y una manecita en escuadra para recoger el sueño de la cabeza, no se quedaba atrás aquel lienzo escogido de su mejor colección de lienzos.  Quería que este se identificara con su alma limpia y pura de cualquier mancha.  Cosa curiosa no lo quiso exhibir raso y desnudo, se le presentaba con una serie de colgaduras a su alrededor, pero todas formaban un crisol que no invadía aquel lienzo. Unas eran pequeñas campanitas de plata como si tintinearan reclamando la atención de aquel infante, otras objetos de percusión simulaban  diminutas liras, arpas, zambombas, como si quisieran celebrar alguna fiesta en un corte celestial; trompetas y timbales se convertían en los heraldos de las fanfarrias  pregonando buenas noticias; incluso colgaban algunos objetos de cobre, en formas de vasijas y ánforas, a la manera de una oblación y  ofrenda a Dios  para reclamar que aquel niño divino se las rellenase de agua de gracia.
Se afanaba Ana para que simulasen los diversos objetos de colgaduras a los diversos tipos de oraciones.  Pero, le ponía todas las ganas para que aquel portal no resultara oscuro en aquella capilla del templo trinitario, y por eso, se trajo unos pequeños lucernarios con unas velas, colocados con tanto mimo y artificio que el oro de la seda estallaba en una sinfonía de rayos amarillos como si abrasaran en forma de fe a aquella monja.
No hacía sino pensar y cavilar en entender aquel misterio incomprensible para el ser humano, que el ser omnisciente y todopoderoso bajara a la tierra. En este momento sublime, se le hiciera presente a una humilde monja de clausura.  Y lo colocó en un pesebre simulado con cuatro pareditas y algunos troncos de madera que encuadraban al Niño envuelto en paja. Era la base, el receptáculo para recoger a aquella criatura. Sin duda, el confesor no se sorprendía, cuando hacía discusiones, y reflexionaba diciendo qué diferencia había con el entendimiento de aquella monja con aquel pesebre de acogida del Niño en este portal divino.
Ana colocaba aquel Niño Jesús en un blando colchón con ribetes dorados. La voluntad de Ana aparentaba su acogida placentera para poner a su disposición un regazo de blanda lana, dulce y llena de agrado.  Y el amor envolvía al Nacido con unas sábanas de lino blancas como las de los manteles de los altares. Le recostaba su cabeza en una almohada, repleta de dibujos en torno a un corazón muy grande.
Ana cuidaba de aquel portal de Belén con todo tipo de detalles, y no sólo físicos, lo empatizaba con su alma. Le colocaba un telliz verde, un envoltorio parecido al caparazón de los animales, que en los belenes italianos llamaban cobertura, sobre todo el cuerpo anunciando la esperanza que su persona proyectaba sobre aquel ser tan pequeño. Aquellas prendas de lujo de las caballerías sin silla ensalzaban su figura y su porte. Sobre esta colocó las flores de la castidad, para honrarlo con su virginidad mantenida desde que nació, y ejercitada mucho más intensamente en los meses otoñales. Todas eran blancas como si quisieran contrastar con el fondo del talliz, principalmente jazmines, azucenas y rosas mosquetas. De intenso olor, profundo, virginal y de aromas coloniales. El color y el olor sobrepasaban cualquier sensación de placer en ambiente humano que hubiera conocido.
Manos a la obra, la monja vistió al Niño antes de colocarlo en el portal. Le puso todo tipos de prendas interiores y vestidos a la vista. Y parecía que reflejaba su interior en cada uno de sus atuendos. La mortificación que practicaba quedaba representada en la faja que cruzaba su vientre pequeño con un ombligo redondo: con una camisita blanca apretaba su cuerpo, y lo elevaba a la categoría de una coraza de un arcángel ante cualquier ataque nocivo mientas lo destacaba con la paciencia de un niño bonachón. La humildad de sus pañales cubría aquellos miembros tiernos. Una mantilla arropaba al recién nacido y lo hacía con la caridad del calor del ser humano, lo mismo que le añadía unos paños con la mirada dirigida a su único ser de su vida.
Tras vestirlo, lo echó en la cuna, y lo cubrió con la reata y la cobija, lo hacía como si quisiera encerrarlo en la cueva de su memoria y de su perseverancia ante lo fugaz y lo efímero. Quería convertir en una escena eterna. Mientras su mano perfumaba todas aquellas ropas y vestidos con agua de ámbar, respondía a esa entrega obediente que siempre había mantenido con esa divina criatura. Unas joyitas, -a las que les llamaba Ana como dijes para el Niño de Jesús-, adornaban con bellas jaculatorias dedicadas al Niño Dios, mientras, con el silencio, colocaba todas las alhajas del Niño (una cruz de plata, una corona, unos clavos, unas tenacitas, unos alicates, unos flagelos y los demás signos de pasión). 
Y, se le acercó la Virgen María mientras estaba en puro éxtasis, y le dijo:
-No me ofreces todas estas cosas que has preparado para adornar y vestir a mi hijo.
-En qué las he de recoger para dároslas-le contestó Ana.
-En esto, se llama en este estado de tu alma, silencio.
Con este bagaje, se dirigió al templo de San Francisco, y, sin darse cuenta, en el amplio presbiterio compartiendo el rezo entre los cantos de maitines de los frailes, contempló el portal que estaba provisto de todos los preparativos que había conseguido durante el Adviento. Un joven muy bello y gallardo la raptó de la tierra y la transportó por los aires hacia el portal ansiado y preparado en la estación del Adviento.

En este instante, le acompañaron la figura de San José y una caterva de ángeles, a la manera de los cuadros de las inmaculadas canescas. Los había con símbolos de las letanías, escondidos bajo el manto de la madre, elevando las nubes del cielo y el mundo, repartiendo incienso y creando una nebulosa celestial. El escritor de su confesión no tenía palabras ni imágenes para transcribir las palabras de Ana. Era la gloria, los fulgores y resplandores de todos los seres celestiales envolvían aquella escena dejando sin visión a Ana, hasta el punto que se confundía con el ambiente.  Lo consideraba como una gracia que habían recibido otras almas, que nunca pudieron explicar cómo alcanzaron este estado de favores de recibir al Niño en su portal. Ya este Niño no era esa imagen tallada de la dote, sino algo excelso, espiritual que la elevaba a los cielos.
Mientras la Virgen le acercaba la canastilla, ella colocaba todos los objetos y adornos y la encadenaba con una cadena de rosas de tela encarnadas para ofrecérselas al Niño de la cuna. Lo hacía con prontitud, la misma que había empleado desde el día que se acercó al Niño y no puso obstáculos para prepararle su pesebre y portal. María, de nuevo, le dijo:
-Esa es la disposición que siempre has de tener con este Nacimiento en tu ser y alma.   
No quiso Ana reservarse esta sensación mistérica, a pesar de la dificultad de transmitir esta experiencia sobrenatural a los humanos. Quería con otras personas recibieran esta lección divina que les conducía a esta contemplación sin límites temporales. Dio todos los pasos adecuados y pertinentes, consultó con su confesor, el mismo que le había introducido en esta práctica de amor que quería extender a más humanos. Y le dijo al confesor para que lo transmitiera verbal o por escrito:Alma, si quieres hospedar,
Procura un templo labrar,
De fervorosas virtudes,
Con que el mundo haga temblar”.

Y a doble columna iba anotando: portal/alma, colgaduras/oración, luz/ fe, pesebre/entendimiento, colchón/voluntad, sábanas/amor, almohada/ corazón. Entre paréntesis escribía porque solo a Dios ha de admirary seguía con las columnas: el telliz/la esperanza, las flores/ la castidad, la faja/la mortificación, la paciencia/la camisa, pañales /humildad, mantillas/ caridad, los paños /los ojos contemplativos, la reata/memoria, la perseverancia/ la cobija, agua de ámbar/obediencia, dijes/jaculatorias,  canastica/ silencio, cadena de rosas/ prontitud.
 Hubo también beatos, dejamos el capítulo abierto 

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