Hace unos días, tuve la fortuna de presentar un libro
de la Mota, en ese recinto único de la iglesia Mayor Abacial. A los pies de la
capilla de san Pedro de este templo de Santa María la Mayor, sentado sobre la
bóveda de la cripta funeraria de la cofradía de San Pedro, hermandad de los
sacerdotes y capellanes de la ciudad de Alcalá la Real. Junto a ella, mi silla
posaba sobre un doble cristal que me dejaba entrever un pozo medieval de
abastecimiento de agua reutilizado en los siglos posteriores como osario y
pudridero de nuestros antepasados. Me hizo reflexionar aquella situación entre
un abismo profundo y las personas que habían acudido al acto. Entre el presente
y el futuro sin olvidar el pasado. Me vino a la mente aquel cerro de la
Mota, cumbre escarpada a 1.033 metros sobre el nivel
del mar, que se remontaba, en sus orígenes, a la civilización
argárica; pasaron por la pantalla de mi memoria los iberos y romanos (sin olvidar
los visigodos) que dejaron su huella en esta atalaya natural que controlaba los pasos de
los viajeros que bajaban del Alto Guadalquivir a las costas
malagueñas y los movimientos de tropas de muchos pueblos
que han invadido España a lo largo de la historia. Comprendía que no era un
castillo más de la ruta jienense de las Batallas y Castillos, sino una fortaleza militar que, con la llegada de los árabes a
tierras hispanas se convirtió en un Qal´at importante (ciudad fortificada) que
primero se denominó por Qalat Astalir y Qalát Yahsib para culminar con el del
popularizado Castillo de Aben Zayde.
No quedaban solamente en su excavado suelo los restos
de su carácter fronterizo de
tierra musulmana con los reinos castellanos; sino toda la conquista cristiana
del rey Alfonso XI en 1341, que la distinguió y recompensó por sus
servicios militares al convertirse en vanguardia defensiva
hasta la ocupación definitiva del reino de Granada.
Miraba al hueco oscuro de aquel pozo y comprendía el
paso del tiempo desde que se engrandeció
este recinto fortificado, se levantó la Iglesia Mayor de
Mota, sede de la Abadía de Alcalá la Real, y se
definió su trama urbana, distinguiéndose diversos espacios: la ciudad
fortificada (la medina, el castillo o alcazaba y el barrio popular (Vahondillo
o Bahondillo) y el Arrabal Viejo, posteriormente denominado de Santo Domingo. Y,
no me quedaba en su expansión urbana, sino que aquel entrono me invitaba a
comprender cómo el Renacimiento racionalizó su espacio interior, la elevó
a centro comercial y administrativo y se embellecieron sus edificios.
Sin embargo, aquellas tumbas vacías de momias, me
trasladaban al tiempo de que había acabado convertida la Mota, a finales del
siglo XVII, en un recinto sagrado y emblemático donde solamente se erguían
su iglesia y su castillo. Menos
mal que la pantalla del altar mayor me acercó a un contraste evidente, por un
lado, al siglo XIX, con la destrucción francesa y las nuevas políticas
sanitarias, y, me condujo a todas las señales de una necrópolis, porque una
gran parte de la fortaleza se convirtió en un cementerio municipal. Pero, por otro lado, aparté la vista de aquel hoyo circular
tallado en la roca, y palpé la mirada de todos los presentes. Empaticé con
todos ellos. Me mostraban que, a finales del siglo XX, la ciudad fortificada
cobró nueva vida gracias a las reconstrucciones y el empeño de las
instituciones local, autonómica y europea para convertirla en un recinto
patrimonial modélico de modo que la frontera se hizo historia y vida con las nuevas
políticas turísticas del municipio. Y, esta nueva etapa se vio reconocida
por premios y menciones especiales y como cita obligada de muchas rutas de
España y Europa. La Mota se había hecho un símbolo colectivo de los alcalaínos.
Gozábamos una nueva página de la historia. Ahora toca escribir nuevos capítulos
y cerrar las huellas de la muralla del Aire, qué curioso, era un día primaveral
alcalaíno, con frío de la tarde y el candor de los que acudieron a la cita, a
los que agradezco su presencia y su escucha, la de mis presentadores y la de
los patrocinadores del libro. Curiosamente, miré al pozo y el cristal estaba
intacto ofreciéndome un hueco del que un pequeño jaramago que brotaba de sus
paredes interiores. Incluso pensé, de la piedra viva nace la vida, buen
mensaje.
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