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sábado, 30 de diciembre de 2017

RELATO DE NAVIDAD, EL BELÉN DE ANA DE TORRES, BASADO EN UN DOCUMENTO ALCALAÍNO ANTIGUO.



EL BELÉN DE ANA DE TORRES

























Este villancico del siglo XVIII, era cantado por las capillas de música y coros de monjas. De seguro que se le cantaba al Portal de Belén, colocado en un lugar `privilegiado del presbiterio. Y nos trajo a colación el libro del cura don Francisco Espinosa de los Monteros que hablaba sobre un belén de este tiempo de la Ilustración realizado por una monja de este convento. Lo revivimos entre el grupo porque nos remontaba a los tiempos de aquel convento en pleno auge.  Finales del siglo XVII y principios del Siglo de la Ilustración, la fecha del villancico.  Se trataba de una obra espiritual y sublime de Ana de Torres, una alcalaína que sus padres confesores tildaban de sierva de Dios, con olor de santidad. una monja excepcional. Había sido predestinada para entregarse a la ascética desde la infancia, de modo que, ni siendo niña ni adolescente, manchó su biografía con ninguna mácula de falta leve. No digamos un pecado venial, y menos aún de perversión. Ya contaban que de sangre le viene al galgo, en n este caso en su versión femenina forjó un cúmulo de virtudes desde los primeros días de su nacimiento, con su esfuerzo piadoso y con su talante optimista de afrontar la adversidad.   Pues lo llevaba en sus genes: su padre el marteño Damián gozaba del segundo apellido adalid, un reconocimiento de los Reyes Católicos en los últimos tiempos de campaña de la conquista de Granada; y su madre Juana Espigares Bailón le había aportado los valores de santidad y valentía por la herencia del también segundo apellido, que se remontaba al fraile Pedro Bailón. Nada menos que un santo muy venerado en la diócesis jiennense. Se había enamorado de Jesús. Y le cantaba:
 Jesús, dulce enamorado,
 del alto cielo ha venido,
a ser Pastor del ganado,
que anda en el mundo perdido:
y como de amor herido
 está el divino Pastor,
con silbos de amor las llama,
y, ay Dios, qué fuerza de amor!
Y esta otra, al Niño Jesús:
Está una Virgen y Madre 
 un Niño, que es hombre y Dios;
 y en el seno de los dos
reposa el Eterno Padre:
quien busca bien que le cuadre

contra la mortal herida,
en Belén está la vida.
Y para el Niño Jesús recién nacido copiaba estos versos:
El nuevo Pastorcico
que hoy nace desnudo,
tenido por rey rico
muy sabio y nada rudo,
con resfrío tan crudo
al mundo es llegado.
Si muere por amores
libre es el ganado.

La Madre que lo cría,
es hija y criatura,
del mismo Dios hechura,
la cual llaman María;
y a ella el Padre había
de mil gracias dotado.
Si muere por amores
es libre el ganado.

En la fiesta de los Reyes Magos apuntaba lo siguiente:
Rey eterno, ¿qué será
verte reinar con el Padre?
Pues en brazos de tu Madre
tres Reyes te sirven ya.

Si ahora, que eres humano,
sujeto a miseria y muerte,
reyes de tan alta suerte
están debajo tu mano;
¿quién no se te rendirá
sabiendo quién es tu Padre?
Pues en brazos de tu Madre
tres Reyes te sirven ya.

Y, para terminar, otra inspirada en los discípulos de Emaús:
Mi Dios, pues voy pobrecillo
peregrinando cobarde,
queda conmigo, aunque tarde,
te he hospedado en mi castillo.
No te vayas, quitarás
de mí malos pareceres.
Pecador, tú bien podrás
hacerme quedar si quieres.


 No fue corto el trayecto vital de esta mujer por esta tierra. Nada menos que ochenta y tres años, dedicada a la oración y a la vida contemplativa. Parecía que le asistía la mano del Creador por doquier y en cualquier momento de su vida le había dejado una huella singular. Si en la infancia le salvó de un secuestro de un esclavo morisco, las apariciones de Jesús y de la Virgen proliferaron en momentos trascendentales de iniciarse en su vocación o de su comprometida vida. Y, la Navidad estuvo presente en los momentos cruciales de su vida ante la aparición del Niño Jesús, dos encuentros trascendentales para su futuro y el destino: primero, cuando le invitó a tomar los hábitos; en segundo lugar, al final del recorrido vital, para prepararse a entrar en la vida de ultratumba. Por eso, a su confesor le quedó gravado el pasaje del belén de Ana para narrarlo en el libro de su vida.
Salía humo por encima del antiguo convento y olía a retama. Nos obligaba a aligerar la marcha e interrumpir la ruta. Pero, porque uno preguntó si podíamos entrar y contemplar la celda de aquella monja, nos hizo detenernos y entrar por el patio del antiguo morabito. Pasamos el templo, la sala capitular y el claustro. Por unas escaleras, subimos a la sala de dormitorio.  Y, en la galería alta, contamos que la celda de Ana, hoy un corredor sin habitaciones, cierto día se había invadido de un olor especial en medio de una nebulosa de humo como si hubieran estallados cráteres de luces que exhalaban los más intensos olores.
Era el último domingo de Adviento, el tiempo de la espera y de maranatha. Ana tenía costumbre vestir a la Virgen María del Rosario y a San José, al mismo tiempo que se llevaba al Niño para vestirlo en su celda. Simulaba la escena para los que acudían al templo de La Huida de Egipto y el rapto del Niño.
Curiosamente, se esmeraba en vestirlo con muchos primeros, y le contó a su confesor con muchos más fervores, amores, y purezas. Pero, al colocar al Niño Jesús en la cuna antes de llevarlo al portal, no disponía de una colonia con un aroma penetrante de olor graciable. Y en su interior, entabló una conversación con el Niño:
-No tengo perfumes y aromas, vosotros disponéis de todos los mejores bálsamos y fragancias del mundo y el cielo. Hágase vuestra voluntad. 
E, inmediatamente, escuchó sus plegarias aquel Niño y encendiendo toda la celda con una gran cantidad de rayos de luz que expandían aromas los más fragantes y aromáticos que había conocido aquella doncella. No eran terrenales, parecían de otro planeta o estrella. Al final, se quedó aturdida y cayó arrodillada ante los pies del Niño, Le pidió que le concediera aquellos perfumes y la purificación de almas pecadoras. Lo hizo más de una hora hasta que cesó aquella traca de volcanes de luz y olor. Llamó a su sobrina Juana para que le acompañara de noche, como solía hacerlo, sin luz no pudo percibir nada porque era de noche. De madrugada, el olor todavía quedaba fijado en la neblina del cuarto. Se despertó la sobrina y comprobó lo que había intuido al entrar al cuarto al principio de la noche. Era un aroma distinto al del jazmín y de los cosméticos acostumbrados de las especerías alcalaínas. No lo podía describir. Y lo curioso que no se retiraba de la habitación. Se lo contó toda la experiencia de aquella noche su tía. Acudieron muchos vecinos durante ocho años a respirar este aroma celestial. El confesor daba fe y lo fundamentaba en que Ana había labrado un portal especial. Y así lo contaba.

 Fue también en Adviento. Preparaba Ana su íntimo portal en el que naciera el Niño. No era un portal grandioso como los que se elaboraban llenos de musgo y arena, tampoco artesanal recreándose en los talleres de su tiempo y de la época de Jesús de Nazaret con la exhibición de todos los oficios de aquel tiempo. Junto con su hermana, se esforzaban en que viniera el Niño Dios a su portal interior, y, lo curioso que lo forjó con los mismos elementos que contemplaba en el que tenía presente ante su mirada. En su ascesis místico sublimó todos sus deseos en preparar la venida del Señor en el portal de su alma. Intercambió un diálogo con él y le fue sugiriendo cada uno de los pasos y componentes de aquel simbólico portal. Se equipó de una serie de herramientas y objetos para hacerlo más real, lo que le susurraba el Creador, a la manera del cultivo de las virtudes. 
La escena se concentraba en una única dirección, de modo que el enfoque de la cámara de sus ojos contemplativos viraba en torno a un único sujeto.  Se centraba en la figura de Jesús, lo demás era el aparato ornamental. Como los tabernáculos de aquellos retablos barrocos que habían hecho desaparecer las calles y cuerpos rellenos de cuadros con relatos de la vida de Jesús y María en los altares colaterales de las iglesias locales y en los conventos de la ciudad, Muy lejos estaban los castilletes con orlas de filigrana dorada de los retablos platerescos como los de Santo Domingo de Silos.  Escogió para dosel de su belén el mejor lienzo de su alcoba, una seda amarillenta que refulgía como oro y reluciente como el sol. Sin otro color que descentrara la escena, sobre la que el niño no perdiera su protagonismo, parecía como si quisiera indicar que lo demás importaba relativamente poco con relación a este personaje que se asemejaba a un bebe viviente de carne y hueso, sólo le faltaba hablar. Se lo había donado su padre junto con la dote de su incorporación a la vida contemplativa. 
Pero, si mucho le importaba que aquel Niño se mostrara a la usanza de uno de Pablo de Rojas, recostado y una manecita en escuadra para recoger el sueño de la cabeza, no se quedaba atrás aquel lienzo escogido de su mejor colección de lienzos.  Quería que este se identificara con su alma limpia y pura de cualquier mancha.  Cosa curiosa no lo quiso exhibir raso y desnudo, se le presentaba con una serie de colgaduras a su alrededor, pero todas formaban un crisol que no invadía aquel lienzo. Unas eran pequeñas campanitas de plata como si tintinearan reclamando la atención de aquel infante, otras objetos de percusión simulaban  diminutas liras, arpas, zambombas, como si quisieran celebrar alguna fiesta en un corte celestial; trompetas y timbales se convertían en los heraldos de las fanfarrias  pregonando buenas noticias; incluso colgaban algunos objetos de cobre, en formas de vasijas y ánforas, a la manera de una oblación y  ofrenda a Dios  para reclamar que aquel niño divino se las rellenase de agua de gracia.
Se afanaba Ana para que simulasen los diversos objetos de colgaduras a los diversos tipos de oraciones.  Pero, le ponía todas las ganas para que aquel portal no resultara oscuro en aquella capilla del templo trinitario, y por eso, se trajo unos pequeños lucernarios con unas velas, colocados con tanto mimo y artificio que el oro de la seda estallaba en una sinfonía de rayos amarillos como si abrasaran en forma de fe a aquella monja.
No hacía sino pensar y cavilar en entender aquel misterio incomprensible para el ser humano, que el ser omnisciente y todopoderoso bajara a la tierra. En este momento sublime, se le hiciera presente a una humilde monja de clausura.  Y lo colocó en un pesebre simulado con cuatro pareditas y algunos troncos de madera que encuadraban al Niño envuelto en paja. Era la base, el receptáculo para recoger a aquella criatura. Sin duda, el confesor no se sorprendía, cuando hacía discusiones, y reflexionaba diciendo qué diferencia había con el entendimiento de aquella monja con aquel pesebre de acogida del Niño en este portal divino.
Ana colocaba aquel Niño Jesús en un blando colchón con ribetes dorados. La voluntad de Ana aparentaba su acogida placentera para poner a su disposición un regazo de blanda lana, dulce y llena de agrado.  Y el amor envolvía al Nacido con unas sábanas de lino blancas como las de los manteles de los altares. Le recostaba su cabeza en una almohada, repleta de dibujos en torno a un corazón muy grande.
Ana cuidaba de aquel portal de Belén con todo tipo de detalles, y no sólo físicos, lo empatizaba con su alma. Le colocaba un telliz verde, un envoltorio parecido al caparazón de los animales, que en los belenes italianos llamaban cobertura, sobre todo el cuerpo anunciando la esperanza que su persona proyectaba sobre aquel ser tan pequeño. Aquellas prendas de lujo de las caballerías sin silla ensalzaban su figura y su porte. Sobre esta colocó las flores de la castidad, para honrarlo con su virginidad mantenida desde que nació, y ejercitada mucho más intensamente en los meses otoñales. Todas eran blancas como si quisieran contrastar con el fondo del talliz, principalmente jazmines, azucenas y rosas mosquetas. De intenso olor, profundo, virginal y de aromas coloniales. El color y el olor sobrepasaban cualquier sensación de placer en ambiente humano que hubiera conocido.
Manos a la obra, la monja vistió al Niño antes de colocarlo en el portal. Le puso todo tipos de prendas interiores y vestidos a la vista. Y parecía que reflejaba su interior en cada uno de sus atuendos. La mortificación que practicaba quedaba representada en la faja que cruzaba su vientre pequeño con un ombligo redondo: con una camisita blanca apretaba su cuerpo, y lo elevaba a la categoría de una coraza de un arcángel ante cualquier ataque nocivo mientas lo destacaba con la paciencia de un niño bonachón. La humildad de sus pañales cubría aquellos miembros tiernos. Una mantilla arropaba al recién nacido y lo hacía con la caridad del calor del ser humano, lo mismo que le añadía unos paños con la mirada dirigida a su único ser de su vida.
Tras vestirlo, lo echó en la cuna, y lo cubrió con la reata y la cobija, lo hacía como si quisiera encerrarlo en la cueva de su memoria y de su perseverancia ante lo fugaz y lo efímero. Quería convertir en una escena eterna. Mientras su mano perfumaba todas aquellas ropas y vestidos con agua de ámbar, respondía a esa entrega obediente que siempre había mantenido con esa divina criatura. Unas joyitas, -a las que les llamaba Ana como dijes para el Niño de Jesús-, adornaban con bellas jaculatorias dedicadas al Niño Dios, mientras, con el silencio, colocaba todas las alhajas del Niño (una cruz de plata, una corona, unos clavos, unas tenacitas, unos alicates, unos flagelos y los demás signos de pasión). 
Y, se le acercó la Virgen María mientras estaba en puro éxtasis, y le dijo:
-No me ofreces todas estas cosas que has preparado para adornar y vestir a mi hijo.
-En qué las he de recoger para dároslas-le contestó Ana.
-En esto, se llama en este estado de tu alma, silencio.
Con este bagaje, se dirigió al templo de San Francisco, y, sin darse cuenta, en el amplio presbiterio compartiendo el rezo entre los cantos de maitines de los frailes, contempló el portal que estaba provisto de todos los preparativos que había conseguido durante el Adviento. Un joven muy bello y gallardo la raptó de la tierra y la transportó por los aires hacia el portal ansiado y preparado en la estación del Adviento.

En este instante, le acompañaron la figura de San José y una caterva de ángeles, a la manera de los cuadros de las inmaculadas canescas. Los había con símbolos de las letanías, escondidos bajo el manto de la madre, elevando las nubes del cielo y el mundo, repartiendo incienso y creando una nebulosa celestial. El escritor de su confesión no tenía palabras ni imágenes para transcribir las palabras de Ana. Era la gloria, los fulgores y resplandores de todos los seres celestiales envolvían aquella escena dejando sin visión a Ana, hasta el punto que se confundía con el ambiente.  Lo consideraba como una gracia que habían recibido otras almas, que nunca pudieron explicar cómo alcanzaron este estado de favores de recibir al Niño en su portal. Ya este Niño no era esa imagen tallada de la dote, sino algo excelso, espiritual que la elevaba a los cielos.
Mientras la Virgen le acercaba la canastilla, ella colocaba todos los objetos y adornos y la encadenaba con una cadena de rosas de tela encarnadas para ofrecérselas al Niño de la cuna. Lo hacía con prontitud, la misma que había empleado desde el día que se acercó al Niño y no puso obstáculos para prepararle su pesebre y portal. María, de nuevo, le dijo:
-Esa es la disposición que siempre has de tener con este Nacimiento en tu ser y alma.   
No quiso Ana reservarse esta sensación mistérica, a pesar de la dificultad de transmitir esta experiencia sobrenatural a los humanos. Quería con otras personas recibieran esta lección divina que les conducía a esta contemplación sin límites temporales. Dio todos los pasos adecuados y pertinentes, consultó con su confesor, el mismo que le había introducido en esta práctica de amor que quería extender a más humanos. Y le dijo al confesor para que lo transmitiera verbal o por escrito:

Alma, si quieres hospedar,
Procura un templo labrar,
De fervorosas virtudes,
Con que el mundo haga temblar”.

Y a doble columna iba anotando: portal/alma, colgaduras/oración, luz/ fe, pesebre/entendimiento, colchón/voluntad, sábanas/amor, almohada/ corazón. Entre paréntesis escribía porque solo a Dios ha de admirary seguía con las columnas: el telliz/la esperanza, las flores/ la castidad, la faja/la mortificación, la paciencia/la camisa, pañales /humildad, mantillas/ caridad, los paños /los ojos contemplativos, la reata/memoria, la perseverancia/ la cobija, agua de ámbar/obediencia, dijes/jaculatorias,  canastica/ silencio, cadena de rosas/ prontitud.

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