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martes, 19 de abril de 2016

II. HACIA LA ROMERÍA DE LA VIRGEN DE LA CABEZA. EL RELATO DE MANUEL NAVAJO.


 Hizo las primeras maniobras y , se encontró con otro compañero cuando visitaba el pueblo: con un soldado veterano, llamado Manuel Sousa, al que abrazó al conocer que le abría todas las puertas. No podía ser para menos. En una tienda de la plaza compró con algunas dietas de su estancia en el ejército  dos pañuelos ( uno de seda y otro de algodón). Días después, volvió  Manuel de Sousa a su tierra y le pidió que le entregara a su Juana los dos pañuelos. Parecía como si le quisiera colgar al cuello aquellos pañuelos que faltaron en la ceremonia de los esponsales. Además no dejó escapar la ocasión para a enviarle una carta y  mantener vivo el vínculo con el que se había comprometido. Le demostraba con pelos y señales todas las muestras de fidelidad que, en su recorrido militar por diversas ciudades,  profesaba a su Juana y las veces que había renunciado a  acudir con otros compañeros a casas de mancebía. .  
            No fueron estos los únicos regalos con los que quería confirmar la palabra dada y ratificar los compromisos. Oros paisanos le sirvieron de cosarios para llevar a Juana nuevos  regalos; pues, en el momento que se enteraba de la vuelta de un soldado a tierras alcalaínas o de la licencia definitiva de un paisano, se aprestaba para comprar un regalo para Juana. Un día, se sirvió de  Vallejo,  que llevó en su mochila un corte de Indiana para que le sirviera de guardapiés.
             En 1755, Manuel Navajo se encontraba en la ciudad de Vélez Málaga, alojado en el recién inaugurado cuartel de los Portales, mientras en otro situado en el Pósito Viejo   se alojó su paisano y también jornalero Francisco  Moyano. donde le vino el tiempo de licenciarse ; ni corto ni perezosos, le donó una paletina de plata para que se la entregara su Juana. No era extraño de que se encontrara a este alcalaíno sino que topó con otros muchos ya que los playeros y gente  arriera, que bajaba a las playas de Torre del Mar por el pescado, solían intercambiarlo  con las cargas de trigo de los hacendados alcalaínos. Por eso, ésta no fue la única ocasión , pues allí se topó con otros que pernoctaban en los mesones de los Gigantes, y los de la placeta de Páez y de la Estrella. Y, junto al regalo de turno, la misiva de amor. Las renuncias se multiplicaban, se veía absorto por el amor juvenil y se burlaban  de él los sargentos y soldados veteranos por la bisoñez de aquel miliciano alcalaíno, al que le redactaban las cartas. A veces, incluso,  le metían alguna que otra morcilla que abochornaba a su pretendiente. Lo mismo acontecía cuando le leían las cartas de Juana.   
            Unos seis meses después, su regimiento se había trasladado a la capital malagueña, allí se encontró  con José  Díaz, mozo de don José Rivilla, Este  criado  mantuvo durante cierto tiempo   catre y mesa con él . También salían de paseo por las callejas malagueñas  y frecuentaban  los alrededores del puerto, donde se encontraron con un mercader indiano  y le compraron  varios artículos. Cuando este paisano regresó a la ciudad  de la Mota,  Manuel envolvió un pañuelo de la China  en una tela basta y, en su interior del bulto,  introdujo  una carta, con unos breves trazos y dos mensajes de compromiso , con el mandato  de dárselo a su pretendienta. Le recalcó que se lo entregara como si quisiera envolverla por segunda vez en el abrazo de los esponsales.  José, a  la vuelta, cumplió de cabo a rabo  todos los artículos el mandato,  se lo entregó  a Juana Gallardo , que todavía mantenía amores con Manuel.
             Ignacio López, criado del regidor don  Manuel de Lastres, vivía cerca de la casa de Juana, en la misma calle del Bordador, y presenció muchos regalos que le traían   cuando su pretendiente se hallaba fuera de Alcalá, Un día vio  que le traían el guardapiés de Indiana; otro un  par de medias de seda  y  otro de estambre; recordaba  el impacto que le causó la llegada de un sombrero fino para Juana; lo último. que le envió como regalo, parecía como si quisiera verla vestida para el día del reencuentro:  fueron dos pares de medias (unas de seda celestes y otras encarnadas), una  vigüela, un ceñidor de tela, un sombrero fino  y una pletina de plata. Se asomaba por la ventana señorial de la planta baja de la casa de don Manuel y  comprobaba todos estos detalles. A veces,  a pesar de que era muy impertinente, no distinguía si eran unas medallitas o unas pulseras.  le llamaba minucias q  estos regalos  que le traían  sus paisanos de regimiento . No fue Ignacio el único que presncio estas donaciones sino que  el testigo Diego de Molina presenció el día que le trajeron a la madre de Juana unas corbatillas de oro para Juana Gallardo.  

            No estaban físicamente unidos, pero Hermes  mantenía una hilo  de contacto a través de misivas, recados  y  mensajes. Se enviaron muchas cartas de amor, y aunque era analfabeto, a los mandos les solicitaba su tiempo para escribir cartas; por su parte Juana,  en la medida que podía buscar a algún escribiente, pedía la  ayuda de escribientes de los notarios y algunos aventajados amigos que habían acudido a los colegios del Rosario y Consolación. Siempre,  manifestaban  la ansiada espera para finiquitar el compromiso contraído y el agradecimiento por la gran cantidad de detalles que Manuel le otorgaba. No había sospecha alguna de dar muestras de infidelidad ni resquicio alguno para pensarlo.





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