EL CABALLITO BLANCO
En las tierras del Sur de la provincia de Jaén, hay un
sitio de ensueño, lo llamaban la Alfávila. Tenía a su alrededor cerros,
castillos sobre las montañas, y algunos llanos, al fondo de los valles. Hubo
muchos años en los que el único árbol que crecía era la encina en la ladera de
los montes. En tiempos de lluvia, las
fuentes de agua regaban los campos, a donde acudían los animales de aquellos
parajes: muchas ovejas, numerosas cabras y algunos caballos y bueyes. Tan solo
existían cuatro casas; una de ellas se encontraba junto a una Fuente, que
llamaban la Fuente del Espino, porque las plantas de su alrededor pinchaban mucho
como los erizos. Tan sólo los pastores
recorrían aquellos parajes de pasto conduciendo las ovejas de un sitio para
otro. Tan sólo, de vez en cuando, se sentían acompañados con el balido de las
ovejas:
-Beh, beh, beh
Otras veces, lo hacían con su manada de cabras, que
trotaban por los peñascos y golpeaban a los pastores al tirar las piedrecillas
con sus ágiles patas.
-Bee, bee,, bee
Muy parsimoniosos, los ganaderos de bueyes y caballos subían a los sitios,
donde podían correr y trotar sus
animales. La soledad se consumía escuchando la sinfonía de los mugidos de los
animales.
-Mu, muu, muuu.
Eran muy pocos pastores, pero muy mayores. Solían juntarse en una majada
Pedro, Jacobo, Luís y Antonio. Pero entre todos ellos destacaba Antonio, el más joven de
todos. Este no había conocido a sus padres, y lo había acogido una familia del
cortijo de la Fuente del Espino. Ya,
mayor, sus padres adoptivos lo hicieron pastor de sus ganados. Como
había vivido de pequeño en la ciudad, no asimilaba la vida del campo. Y siempre
estaba de mal humor y enfadado. Además, el resto de los pastores se reía mucho
de él y le daban bromas pesadas.
-Qué secas están tus ovejas,
¿Te has comido su comida?-le increpaban diciendo.
También se enfadaba con su padrastro, porque
le obligaba a hacer las faenas de la casa tras recoger los animales en su
redil, le quitaba los animales que había cazado para venderlo en la aldea y
tenía que traer la leña para calentarse.
Su madrastra trataba de ganarse su corazón entristecido y le preparaba la
comida en el zurrón, donde le metía unos dulces caseros que le gustaban mucho a
Antonio. Pero, aún así, Antonio mantenía su rostro alargado y triste.
Pero, llegó la primavera,
y le cambió el aspecto y el semblante en
un día claro de sol radiante. Lo notaron
sus compañeros de ganado. Todos se preguntaban cómo podía haber ocurrido
aquello.
-¿Habrá venido alguna
persona que le ha dado una medicina?.-Le decía su amigo Pedro.
-¿Acaso no le habría convertido aquel cura que no encontramos en
el camino?-le respondió el pastor
Jacobo.
-Que nó, que no , que cambió
el día de la romería.-Le dijo Luis.
-¿Lo habrá visitado un ser
imaginario?
Se pusieron de acuerdo y
decidieron seguirle para encontrar el motivo del cambio. Sin que se diera
cuenta, entre matorrales se escondían y le seguían la pista hasta que llegaron
a un lugar de pastos, donde se
encontraron a Antonio. Las ovejas descansaban dormidas y
Antonio descansaba sobre una
piedra . De pronto saltó de alegría. Ellos no vieron nada, pero Antonio
contempló que bajaba de una nube de algodón un caballito
blanco, un potro de pocos meses, blanco cmo la nieve. El caballo lo
acariciaba, se le acercaba muy blando, remolón y atractivo. Entonces, le
preguntó a Antonio:
-¿Porqué estás tan triste y
apenado?- Le dijo el caballo.
-No lo sé, siempre lo
estuve, desde que me quedé solo y me
vine a estos lugares.-Le respondió Antonio.
-Pues, ya no estará no te
encontrarás nunca en soledad. Me tendrás
siempre como amigo. Seré tu fiel amigo que te acompañaré en todos los
sitios de este cortijo. Tendrás muchos amigos.
Se quedaron encantados sus
compañeros que observaban la conversación escondidos tras las matas. Pues, no
veían nada y notaban que Antonio había cambiado de aspecto. Sonreía, saltaba,
bailaba. Y recordaba las últimas palabras del caballo:
-No se lo digas nadie,
porque perderás a este amigo, si no cumples esta condición.
Ellos se dieron prisa, no fuera que los
descubriera el joven Antonio.
Antonio
regresó al cortijo, abrazó a sus padres, y, cada día, tenía más amigos.
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