LAS RELACIONES ENTRE LOS ESTAMENTOS RELIGIOSO
Y MUNICIPAL
El abad Pedro de Moya
La importancia de la Abadía radicaba en el
nombramiento de importantes personalidades relacionadas con la Corte. Muchos de
ellos delegaban sus funciones en provisores y vicarios emparentados o
relacionados con otras diócesis, que habían estudiado con ellos en las
facultades universitarias. En el año 1632 se nombró al inquisidor general fray
Antonio de Sotomayor que delegó en don
Lorenzo Bella porque otros cargos de
atención al futuro rey le impedían incorporarse a la seda alcalaína[1].
En estos primeros años del
reindado, tuvo lugar un acontecimiento especial en la ciudad y en la abadía con
el nombramiento del alcalaíno Pedro de
Moya como abad en el mes de julio del año 1621, recomendado por el cabildo
municipal en 1614 a la Corona. El pueblo
alcalaíno lo recibió con gran alegría enviando misivas de agrdecimiento a la
Corte y celebrándolo con fiestas de
toros y juegos de cañas. Conocedor de la ciudad por nacimiento y haber ejercido cargos importantes de provisor en
tiempos del Abad Alonso de Mendoza, dió un gran impulso a la renovación y
reconstrución de todas las iglesias, entre ellas la del Castillo de Locubín y
finalizó la Iglesia Mayor Abacial, al mismo que nacieron otras nuevas como la
de San Blas.
También, gracias a su gestión,
trató de adaptar la institución abacial a los nuevos tiempos convocando un
sínodo en el que se aprobaron las Constituciones que hubieron de regir durante
varios siglos a la abadía. A pesar de que mantuvo algunas diferencias con
algunos miembros del cabildo municipal al retirarle varios privilegios
referentes a la creación de las capellanías, en el sínodo convocado el veintiséis
de junio de 1623, el cabildo asistió con la presencia de cuatro caballeros
regidores( Francisco de Salazar y Mendoza, Pedro de Frías, Pedro Vazquez y
Mesía y Cristóbal Méndez Zamorano) y dos jurados ( Martín Fernández Cantarero y
Gaspar de Jérez) que tuvieron la
posibilidad de ejercer el voto consultivo hasta el punto, que, al final de este concilio
abacial, el abad logró la concordia
entre los dos estamentos. Para ello, la participación del regidor Rodrigo de
Sotomayor fue muy significativa, porque no estaba de acuerdo con los nuevos
capítulos de la fundación de capellanías. Pues
las tasaron en 20 ducados, obligó a la residencia de los capellanes en la iglesia local y renovó los aranceles y
emolumentos de las velaciones y obvenciones. Ademças su postura fue apoyada por la mayor parte de los regidores y jurados.
No esperaba tal posición el
cablido eclesiástico que provocó la salida airada del abad del sinodo en el 29 de junio de 1623. Los pareceres de
los regidores se dividieron entre los partidarios del abad, formados por su
hermano Alonso de Moya y su tío Nuño Fernández de Valladolid, que se opusieron
a la postura mayoritaria de contradecir los artículos mencionados, encabezada
por Rui Díaz de Mendoza. Días más tarde, mediaron en la concordia cuatro
clérigos de prestigio Antonio Blázquez, Juan de Aranda Leyva, Pedro del
Castillo y Juan de Alvaro.
En el mes de septiembre,
incluso, el asunto trascendió la
demarcación abacial y se apeló ante el obispo de Jaén. El ayuntamiento llegó a
enviar como delegado a Rui Díaz de Mendoza para que defendiera las posturas de
los vecinos, de los patronos y clérigos
locales sin renunciar tampoco a la normativa de los diezmos del Sínodo Viejo de
Juan de Ávila. En este contexto, el primer incidente aconteció en un acto
protocolario del día de la Puerificación. Pues el abad se permitió la licencia
de llevar la silla de tras de sí y el acompañamiento
de dos criados con motivo de la
procesión de esta fiesta, como si se tratara de sede episcopal, lo que no sentó
nada bien por las preeminencias a los
caballeros hidalgos. Aunque el deseo de la ciudad no era otro que el
compararse en el parangón con otras
ciudades como Granada, el abad accedió a las peticiones del cabildo y en un
clima de cordura, se compaginaron las dos jurisdicciones, permitiendo al
comisario de fiesta el bastón dorado de regirlas y abundando en las
pretensiones de portar silla.
Este mismo interés común los
unió ante la petición de convertir la iglesia mayor abacial en sede colegial,
que se trasladó altas instancias de la audiencia y arzobispado de Granada,
presidencia de Estado y Castilla. El principio de la petición provenía de
tiempos de Felipe II, en la que se tuvo como embajador del cabildo al
regidor Juan de Aranda Góngora: Más tarde, participó en las gestiones el
miembro del Consejo de Estado Fernando de Alarcón. Con el abad Moya se renovaron y dirigieron las negociaciones
los regidores Antonio de Gamboa y el alférez de Fernado de Sotomayor. Otros abades
y el propio ayuntamiento persistieron en la demanda que no llegó a consumarse.
Sin embargo, a pesar de las
buenas intenciones, las relaciones se tensaron en muchas ocasiones. Ante los
distintos intentos de la ciudad a que contribuyeran los eclesiásticos en los
arbitrios del vino, vinagre y aceite, el estamento eclesiástico se oponía
continuamente y alegaba que no estaban
obligados a pagarlo. Hubo que hacer refacción concordada con ellos ( dos maravedís por carne y pescado y un
maravedís por el aceite vendido). También,
los eclesiásticos, como eran grandes productores, no querían verse
agravados por dicha imposición. Por eso, no era fácil muchas zanjar la
resolución del conflicto.
En 1624, el clero obligó al
cabildo municipal a rectificar su posición anterior mediante la presentación de
la Bula In coena Domini, por la
que logró que también se le hiciera la refacción del impuesto que había pagado
de la carne y pescado. Aunque el ayuntamiento la había reconocido con el clero
regular de los conventos de monjas y frailes, se resistió ante el clero
secular, y dió lugar a que todos los
regidores fueran excomulgados. Al final, en medio de pleitos y provisiones
reales, se hacía el concierto entre los
dos cabildos, cosa frecuente, que en esta ocasión se redujera a la entrega anticipada de 120 ducados y a la
donación de una lámpara para el Santísimo Sacramento, valorada en 300 ducados.
No obstante, la propia Santa Sede en el 1627 obligaba al pago del uno por
ciento del vino y aceite. En 1632 , ante un nuevo intento de imponer la sisa a los eclesiásticos, el
abad don Pedro de Toledo amenzazó con la excomunión.
Refacción
años cada año 100 ducados |
Cantidad |
Hasta el año 1622: Lámpara |
300 ducados.=112.500 ms |
1620-1626 |
600 ducados:225000 ms |
Resto |
3.025 ms |
Pero en una sociedad en la que
tenía una gran influencia religiosa no
ofrecía obstáculos en pagar a la iglesia los diezmos que era la fuente
obligatoria de contribución vecinal y en la que no hubo ningún tipo de
altercado.
Al mismo tiempo, se
multiplicaban las colaboraciones económicas a través de otras fórmulas como
capellanías, memorias, y fundaciones que enriquecieron el patrimonio local. En
este contexto, hay que entender que la ciudad asumiera la declaración y la
defensa de los dogmas como uno de los
puntos de la cruzada frente a otros movimientos religiosos que se apartaban del
domatismo cristiano. Así, desde el año 1628, se recibió un breve del papa en el
que proclamaba el dogma de la Limpia Concepción sin Pecado Original de la
Virgen, que la ciudad lo asumió, estableciendo el juramento de los cargos por
dicha adovocación y una fiesta importante
en la que se torearon ocho toros de garlocha y varios capeos en la
plaza, donde los regidores se distribuían las distintas ventanas de las Casas
del Cabildo para presenciar los distintos regocijos. La fiesta se institucionalizará, al
declararse patrona a la Inmaculada, que era el juramento obligatorio con el que
iniciaba su oficio todo tipo de cargo público.
Tambien era frecuente la
colaboración material en las distintas obras de la iglesias conventos mediante
limosnas y donativos, que partían de los recursos del cabildo municipal. A
veces, la colaboración no era muy significativa como la concesión de la madera
de los álamos o de las columnas de los
grandes catafalcos que se realziaban con
motivo a las grandes exequias de la familia real. Así sucedió con la
reutilización de las columnas del catafalco de Felipe IV para la capilla del
Santísimo Sacramento en el año 1622 o en el donativo de 100 ducados para la
fundición de la campana del reloj[2] . La
marcha del abad alcalaíno Pedro de Moya en el año 1631 dejó una profunda
huella, en la que se reconocía su labor como el mejor prelado por sus buenas
obras con las dotes de los pobres y huérfanas y haber culminado la obra de
la Capilla Mayor de la Iglesia Abacial y la Iglesia de san Pedro y la definitiva reconstrucción y asentamiento
de los conventos, sobre todo, el de los Capuchinos.
Aunque algunos abades no
llegaron ni a residir en la ciudad y no tuvieron incidencia en la ciudad, otros
en cambio que residieron fueron muy conflictivos, como el abad don Pedro de
Toledo volvió a renacer los mismos
conflictos. Estos se generaban con los privilegios del estamento eclesiástico
consistentes en la exención de sisas e impuestos hasta tal punto que se provocaron amenazas de excomunión en 1632.
Los abades, muchos de ellos ni
siquiera clérigos, obtenían todo tipo de prerrogativas y preeminencias en la
ciudad. No era extraño que se les reservara para ellos sólo las dehesas con
motivo de los ejercicios de la casa y como auténticos señores nobiliarios,
impedía la entrada a dichos sitios a los vecinos que se abstecían de la leña[3]
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