ANTONIO GARCÍA PÉREZ
Hay barrios y calles que ofrecen un encanto especial, marcado por la singularidad de su paisaje urbano; otros los tienen de humanidad de algunas familias que convierten aquel entorno como si fuera una comunidad especial. La calle Abad Palomino de la ciudad de la Mota aúna estas dos ángulos, humano y natural; viene marcada por la devoción a San José, que se venera en una hornacina de la casa del Arretopa. Este sillar, procedente de la ciudad fortificada, que se incrusta en la esquina con las antiguas casas de don Eladio burlándose con los transeúntes mediante la cabeza esculpida de un macho cabrío entre la leyenda de Arretopa y Tu lo eres. Muchos vecinos trascendían la familia entre las luminarias de la víspera del esposo de María y de la fiesta de San Antón. Entre rejas de la Cárcel Real de la Mota y los sillares reutilizados de los muros de medianerías, compartían casas, productos del campo y se intercambiaban oficios domésticos. Sus corralones se regaban con los pozos del valle, y las hortalizas participaban de los solarines de las casas veteados con moreras, algún que otro olivo y pies de parral. En este entorno nació Antonio García. Su familia siempre soportó con espíritu senequista y generoso la tragedia de aquel familiar que fue víctima de un bombardeo de un día de la feria de San Mateo en el primer año de la guerra civil. Si hubiera que distinguir a alguna persona como prototipo de un campesino laborioso y versado en la economía agrícola, nadie dudaría de su padre Paco García que encarnaba al labriego docto de saberes de sus antepasados y esmerado hortelano. Sus predios eran besanas incomparables, olivares esmero de labor pujarera y sus huertos urbanos singulares para el resto de sus vecinos linderos con su amplia casa encerrada entre las familias de los López y de los Martín Gámez. Ser dechado de la virtud de la templanza y la mesura le convirtieron en llegar a ser centenario gracias a su inclinación paciente de saber afrontar todos los inconvenientes que le aportaron la vida desde su niñez con la muerte de su padre Antonio. Ascensión, su esposa y madre de Antonio, siempre se identificaba con la matrona alcalaína, llena de personalidad y la autoridad ganada por su buen carnet de virtudes entre sus familiares y vecinos. Sus hijos siempre, Rosarito, Antonio y Paco siempre fueron un calco de esta armonía familiar. Antonio era el centro amoroso de la familia y de los vecinos del segundo sector de la calle del abad sobrino del ministro de Carlos IV. A pesar de sus dificultades vitales, se ganaba la simpatía de todos, desde los niños que eran de su edad hasta los que peinaban canas. Su semiología dactilar siempre superaba las dificultades de su oralidad. Un simple trazo marcando el bigote en su cara le servía para identificar a una persona; tenía una memoria impresionante de tal modo que a un aspirante misacantano lo identificaba trazando un círculo de una coronilla, a un familiar cercano le comunicaba hasta los mínimos sentimientos, lo mismo que a un soldado de reemplazo, lo identificaba con el saludo a la frente. Se ganaba el favor de todos y no podía faltar el saludo siempre que se encontraba vestido de traje en los días de fiestas. Pasaron los tiempos de la calle de olor de vino. Y vinieron nuevos tiempos, entonces bajó a la residencia del paraje de las Azacayas, donde no le faltaba la visita de sus hermanos y se manifestaba con la misma alegría cuando esporádicamente se encontraba con algún amigo de la infancia. Se veía en el azul de sus ojos que te mostraban una angelical mirada, Antonio se nos fue. Y me quedó la imagen señalándome con el redondel sagrado de mi cabeza. La gente olvidó esta costumbre, pero él nunca olvidó la infancia de sus amigos y familiares. Descase en paz.
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