PROCLAMACIÓN DEL NUEVO REY
Salvo algunos casos en los que el
rey abdicó el rey en la historia de España, en la mayoría de las ocasiones, una vez muerto, se
le proclamó a través de un acto solemne, que tenía lugar en la Corte y en todas
las ciudades. Creo que de los casos más significativos de nuestra Historia
Moderna, la más conocida y famosa
abdicación fue la del emperador
Carlos I de España, en la
persona de Felipe II. Lo más normal
en la sucesión del monarca tras
la muerte de su antecesor, acontecimiento que daba lugar a una serie de actos
protocolarios con un alto significado simbólico en todos los rincones de España.
Si nos remontamos a muchos
actos de proclamación real del cabildo alcalaíno, podemos percibir que todos
ellos eran perfectamente organizados por
las autoridades municipales. Solían dividirlos en dos partes muy
significativas: un recuerdo por el anterior monarca, y por otra parte, la
proclamación del nuevo rey. Hasta el siglo XIX, ambas ceremonias se llevaron a
cabo en la ciudad fortificada de la Mota, como testigo de la Historia. La
memoria del anterior monarca se rendía a través de una serie de ceremonias, en
las que los cabildos municipales proclamaban pomposamente las exequias fúnebres con pregones de las exequias,
luto oficial y funciones religiosas funerarias, donde la arquitectura efímera de los catafalcos se contrataban a los mejores artistas. La segunda ceremonia consistía
en una fiesta auténtica, en la que el
pueblo participaba a la hora de proclamar el rey. Tras el desfile caballeresco
hacia la fortaleza, donde el alcalde se hacía el ignorante para abrir las puertas
simulando que su rey era el anterior, finalmente entraba toda la comitiva en la
plaza de Armas de la Mota junto con todo el pueblo. Subían el alcaide, el
corregidor y varios regidores a la parte alta de la torre del Homenaje, como si
se tratara de rendir pleitesía al nuevo Rey. Una vez, en la terraza, se blandía
el pendón real acompañados de vítores al
nuevo rey, añadiendo las palabras por
Castilla o España.
El
pueblo congregado gritaba con gran brío ratificando aquellos vítores y, ansioso y expectante,
esperaba las monedas (con simbología del nuevo rey y escudo de la ciudad) que solían repartirse entre los vecinos.
Estas fiestas se acompañaban con ceremonias religiosas, presentación del cuadro
del monarca en el balcón real, mascaradas, veladas musicales y desfiles de
gremios y comparsas sin olvidar un reparto de pan a los más desfavorecidos.
Hoy día, todo está mucho más
centralizado y supertelevisado. Es un momento crucial de la historia de España.
Y, sin embargo, nos es momento de fastos lujosos ni menos aún de derroche
insulso. Hubo una transición
democrática, y una Constitución que
aprobó la mayoría del pueblo español. También, un rey, Juan Carlos I que
contribuyó a que se formara el partido juancarlista. Ahora asistimos a un nuevo
reto en el futuro de la historia de
España. Todos esperamos como, en otros tiempos, aquel pueblo expectante de las plazas de los
ayuntamientos. Ahora, no ansiamos un pedazo de pan, sino que está en juego que no se destruya la sociedad
de bienestar.
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