Es curioso que
el santoral cristiano se presenta como una muestra cultural que ilustra sobre
el devenir de los tiempos. En la comarca de la Sierra Sur, a partir de la
segunda semana de mayo, se comienza con las fiestas dedicadas a la Virgen de
Cova de Iría y se acaba con la llegada de los romeros del Rocío. San Isidro,
por su parte, se erige patrón de los agricultores entre anhelos de lluvias y
súplicas divinas de inminentes riegos.
En medio de un nutrido programa de actos, las personas comparten
espacios y vivencias, rememoran tiempos pasados y ejercitan su paisanaje y su
disfrute del paisaje. Curiosamente, en estos actos se celebran el ritual de
compartir los últimos años de la niñez con el banquete de la comunión; el
sentimiento de colectividad con las comidas romeras, familiares y grupales y
las manifestaciones públicas de expresar sentimientos de patria chica. No hay rincón familiar ni aldea que no se
hayan visto, en menos de un siglo, transformados en todos los aspectos
socioeconómicos, salvo la vertiente festiva, que parece como si su historia se
remontara a siglos. Y, sin embargo, la Virgen de Fátima no alcanza ni siquiera
un siglo; y no digamos la tradición romera del Rocío que por estos lares solía
estar representada por los romeros del Cabezo y celebra su XXX Aniversario.
Este mes de
mayor es un crisol de las culturas que conviven en los pueblos, aldeas y todos
los rincones de la Sierra Sur. Si nos remontamos a los orígenes de estos
núcleos rurales, la fiesta de san Isidro se remonta al siglo XVII, y se
convierte en la adalid de las celebraciones rurales. No es de extrañar que sus
ermitas se erigieran en medio de los campos de los partidos rurales, primordialmente
los del Palancares y el de las Caserías; este, en concreto en el caserío
administrado por la familia de los Biedma herederos del legado del abad Pedro
de Moya; clara muestra de ello es el escudo del abad alcalaíno colocado en la
fachada de la ermita. Tampoco es una simple curiosidad que los cartujos
promocionaran la devoción al Santo de la Villa y Corte de Madrid en todas las
ermitas de sus posesiones de las tierras de frontera, que se remontan a los primeros años de su compra de amplios
territorios en la comarca comprendida
entre Alcalá la Real y la ciudades de
Moclín e Íllora. Todavía, San Isidro se mantiene con sus cultos en el poblado
abandonado de la Cartuja de la carretera de Iznalloz y recibe las plegarias en
Ermita Nueva, como un testigo traspasado desde el antiguo cortijo del Menchón,
donde el patrón del campo se albergó hasta muy entrado el siglo XVIII, hasta su
actual ubicación en la ermita de Cequia. Y la pervivencia de la fiesta de San
Isidro no se celebra por casualidad, está sumamente relacionada con una comarca
de casi total predominio agrícola, del mundo del PAC, de las experiencias como
el cultivo de la cereza, el espárrago, alcaparrones y otros cultivos, del mundo
de las sementeras en retroceso y de los huertos familiares complementarios como
recurso alimentario. Es la fiesta de los hombres que miran todos los días de
mayo al cielo para mejorar su economía familiar.
Fátima y Rocío
son expresiones de otros tiempos. La primera parte su difusión en los añ1os del
subdesarrollo, de los años del hambre, de estraperlo, del nacionalcatolicismo
como núcleo vertebrador de la gente. Sin embargo, la llegada de la devoción del
Rocío, más tardía, se entronca en otros momentos cruciales de un pueblo
conformado con otros parámetros, en los que el sector primario deja paso al
sector servicios y lo rural se
complementa con los progresos industriales. Las dos se complementan, porque es
el paso del mundo de la misión al de la vivencia romera sin convocatorias programadas;
refleja el cambio del mundo telar a la fábrica de tejidos; el recorrido de las
distancias andadas a lomos de acémilas al trasporte colectivo y de automóviles;
el cambio de las enseñanzas de los zahoríes y santeros al de la globalización
por las nuevas tecnologías. Y, cómo no, Fátima es el mundo de Francisco y
Lucía, los hijos de la evangelización aldeana que conectaba como anillo al dedo
con los más de catorce nácelos dispersos de nuestra comarca; mientras Rocío
significa traspasar las fronteras de la cotidianidad y de no verse el ombligo
pueblerino para alcanzar la
universalidad, relacionarse con otros mundos,
ahondarse en otras formas y en otros ritos, es un canto del mundo
simbólico de alcanzar lo perseguido con el esfuerzo entorno al sitio y tiempo
más lejano, el de los romeros que colocan el camino como un modo de llegar a su
santuario y no les importa nada para conseguirlo.
Y, entre las
fiestas, los grupos humanos de nuestro entorno se debaten a veces discutiendo
con el seso de los ángeles, y no se dan cuenta de que hay otro tablero de
juego, fátimas y rocieros juegan los papeles invirtiéndose su protagonismo y
los isidros siempre andan zumbones con el escenario del cielo.
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