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domingo, 19 de julio de 2015

MUJERES DEL BARRIO DE SAN JUAN. VICENTA CANTERO MESA

MUJERES DEL BARRIO DE SAN JUAN. VICENTA CANTERO MESA



            Hace unos años, iniciamos una serie de artículos dedicados a las mujeres del barrio de san Juan. Por razones de espacio, estos fueron  interrumpidos en algunos programas de nuestra hermandad. De nuevo, este año nos ponemos manos a la obra con una mujer que no pasó en modo alguno desapercibida  entre el pueblo de Alcalá o en el anonimato de la oficialidad del refrendo popular,  sino que  fue un claro exponente de la  sabiduría y maestría  autodidacta  de los años cuarenta a los setenta. Y, no fue un caso aislado, sino que se encuadra  dentro de la profesionalidad y las buenas formas de muchas mujeres  que  han jugado un papel muy importante en la vida social, económica y cultural de  la historia de Alcalá la Real.
            Pues, como manifestábamos  por el mes de mayo en una conferencia sobre la mujer en  la Asociación de Mujeres Sendero, la mujer desempeñó una labor fundamental en el mundo cultural y, sobre todo, en el  sistema productivo, pues,  en todos los oficios, junto con el hombre,  destacó en fomentar la riqueza de Alcalá. Si no,  adentrémonos en  la sociedad alcalaína, fijémonos cómo cooperaba con el marido en las tareas del campo, o en la artesanía-ya fuera tejedora de tafetanes y seda, o en la industria agroalimentaria como molinera y hornera-, y en la vida comercial regentando tiendas, mesones,  o posadas.  Esto, sin olvidar su participación en actividades culturales. Claro ejemplo fue  María Pilar Contreras, maestra, profesora de la escuela de magisterio y poetisa a caballo entre los siglos diecinueve y veinte, y, un poco más atrás en el túnel del tiempo,  sor Inés de la Cruz, la  hija del médico Godoy en el siglo XVII.  Y como broche final, en el sector de  los servicios,   manifestar que  ya hubo  matronas reconocidas oficialmente  desde el siglo XV, y mujeres  entregadas intensamente  a los muy celebrados  servicios religiosos cultos- las famosas beatas o santeras-, y , algunas con gran inquietud, como las fundadoras de conventos  en Alcalá- dominicas o trinitarias- o en Granada- dominicas de la ciudad del Alhambra.
            Dentro del mundo de la medicina, a partir de los años cuarenta, vivió en Alcalá una mujer, que no podemos soslayar entre sus vecinos de barrio ni puede ser olvidada dentro del anonimato de la historia, aunque sea la historia con letra pequeña  de la vida cotidiana de Alcalá. Tan importante y , actualmente, tan reconocida para una visión integral de la sociedad y del tiempo de los personajes. Y no lo digo esto, porque su nieto Manolo Ramírez me la haya traído a colación y me haya trasladado el interés de la población alcalaína para que se recogiera una moción del pueblo, muy aplaudida, para que una calle se intitulase con el nombre de Vicenta "La Cantera" . Concretamente, se trata de Vicenta Cantero Mesa. Vivió en nuestro barrio de San Juan  y no fue una mujer de tantas, sino que impactó en el alma de muchas personas de Alcalá y de la comarca. Con su porte oblongo, que soportaba más de cien kilos  comprendidos en una estatura que se aproximaba a los uno noventa, parecía más una hidalga   con el refrendo del pueblo sencillo  que una agraciada por la herencia de una familia gentilicia. La conocimos y era de esas mujeres que inspiraban confianza y respeto. Su palabra  era de peso, y su obrar, una tarjeta de crédito con calidad y visa de oro.
            Y, su porte se conjugaba con el reconocimiento social  adquirido y  con la experiencia  y enseñanzas de su abuelo Juan Cantero, que le impartió las primeras artes en la cura de las fracturas, tanto de  los animales como de las personas. Vivió en los primeros años de su vida en la Ventilla, a la salida de Alcalá, donde su padre labraba la tierra con el dominio de los buenos campesinos  y la maestría de los labradores alcalaínos, los que habían roturado y puesto en labor tantos montes. Años más, tarde emigró y vivió la aventura de nuevas tierras conviviendo con su familiares que trabajaron un cortijo en Morón de la Frontera. Se casó  con Manuel Ramírez y tuvo varios hijos. Las tierras del Puerto Castillo, propiedad del bueno de Pablo Batmala, todavía recuerdan los golpes de azada de su marido. Vivió en la calle del Puerto, en un barrio, que le enseñaba la caridad por convencimiento y no por obligación, ayudando con la comida de sus casa a los niños del barrio sumidos en la pobreza de los años del hambre. Pero lo que distinguió a esta mujer fue la gracia recibida en  saber curar las muchas afecciones ocasionadas por quebraduras de huesos, torceduras de muñecas y tobillos, salidas de sitio del hueso de  la cadera  y de otros huesos como los de las extremidades superiores. Y digo gracia, porque estas mujeres, que algunos llaman "santas", "santeras", "curanderas", "médicas", son las herederas de aquellos zahoríes tan prolíficos en el mundo rural, donde ejercen sus miles de saberes y conocimientos y, al mismo tiempo, se encuentran dirigiendo a la sociedad con el don  natural de saberlo todo y ser los lideres de su entorno sin el aprendizaje académico. La intuición y la experiencia han sido los pasos y los cursos de sus  carreras más que científicas. Se encuadran en lo artesanal, pero  alcanzan la categoría de lo profesional.
            De ahí que Vicenta era reconocida popularmente en su labor médica, como si se tratara de un auténtico especialista en traumatología. Pues tenía la sabiduría de sacar a mucha gente de los apuros, más simples y al mismo tiempo más embarazosos. Que cuenten las veces que  supo atender al parto de aquella mujer ciegecita de su barrio que no dejaba de traer niños al mundo por los años sesenta. Pues no acudir a ella, era vivir un conjunto de trances en una ciudad. donde lo más que podía resolverse era el cuidado de las enfermedades terminales en el hospital del Dulce Nombre de Jesús y Santa Ana, situado en la calle Rosario. Y, como paso siguiente, los traslados en coches de línea-tardíos y lentos-, las esperas en un hospital de la beneficencia de las capitales cercanas y, en la mayoría de las ocasiones, el lento y prolongado dolor  hasta  que se hiciera crónica la torcedura o la quebracía.  Los propios médicos aconsejaban a esta mujer y  no le ponían reparos, porque ella les correspondía con la prudencia de saber hasta dónde podía prestar sus servicios. Claro exponente de esta mujer sabia y no la aventurera que se refugia en fórmulas mágicas. Pues, sus manos eran las herramientas  más válidas de sus operaciones traumáticas; su mesa camilla-amplia y redonda-, por otro lado, se convertía en  el quirófano más limpio y sano, que uno se podía  imaginar, y  para las intervenciones de los niños , que habían caído jugando a masculillo y culón o los jóvenes que se habían desprendido desafortunadamente desde lo alto de un muro de las murallas del arrabal en las ficticias batallas con los vecinos del barrio del centro; las vendas, el aguarrás, el agua sal  y las tablillas eran los elementos con los que sus manos completaban la labor del enderezamiento de  muñecas, la destorcedura de una pierna y la puesta de una cadera en su sitio. Parecía como si Catón, el Censor,  se lo hubiera enseñado a través de su célebre libro epistolario  o hubiera leído los manuales de medicina natural de los antiguos griegos y romanos. Y, esta claro que algo de ello debía haber ocurrido entre los antepasados de la comarca como  Antoñico, el de la Joya, la charillera Adoración Ruiz Coca o la señora  Torres- esta segunda tan afamada por la cura de las quebracías interiores. Respondía a los antiguos protomedicatos que alcanzaban el diploma oficial por medio del refrendo popular y la práctica con los animales y los cadáveres sin que se enterase la oficialidad  en altas horas de la noche, como hacían los médicos judíos. Por eso, la frase de sus pacientes era repetitiva. ¡Cómo no confiar en personas que no usaban sino lo que nos da la santa naturaleza! Una mujer que había nacido en el año 1893 y respondía al prototipo de un matriarcado que predominaba en todo lo que significaba enseñanza y buenas costumbres.             
            Sus axiomas morales se asemejaban a la sabiduría de la que lo aprendió todo con el paso de los tiempos. No nos extraña que su frases más frecuentes fueran “Haz el bien y no mires a quien” Haz el mal, y guárdate”,. También compartía con los pujareros el refranero para sus previsiones meteorológicas “ ¿Quien hizo el habal?, en abril, un temporal",  o "Junio, la hoz en puño”. Era buena cocinera, mejor madre de familia y sus nietos la adoraban como una heroína, porque todavía muchos trabajadores le recuerdan y le agradecen las señales del día que cayeron de un andamio y les curó su abuela. O no olvidan aquella travesura que les libró de una paliza, porque Vicenta les enderezó un hueso tras golpear a un amigo con el que jugaba y su madre los esperaba para reprenderle de la mala acción.
            Pero esto no sería si no una historia de un curandero más. Su pasión por los demás rozaba los límites de la heroicidad. Recuerdan algunos el día que llamó a Joseíllo  y  Juanele para que acudieran a la iglesia de san Juan, tocaran  la campana y avisaran de que la cueva de los gitanos, por encima de la iglesia de Santo Domingo, se había hundido con los churumbeles y los calés dentro. Fue en el año 1959, un año de intensas lluvias, y ella , en primera línea , sacando la tierra y curando a los pequeños. Lo mismo que en el año 1957, con la caída de la plaza  portátil de toros, cuando sus servicios fueron muy revalorizados en medio de aquel centenar de heridos, que quedaron sumidos entre las tablas y vigas de un coso que no debió existir.   
            Su generosidad se cimentaba en una religiosidad que sólo conocen las mujeres del barrio de san Juan. Muy básica. Pero esencial. La caridad y el amor se da entre ellos, y se aprende en los quinarios de septiembre, novenas de las casas familiares con motivo del día de la Cruz, las charlas de cuaresma, en la lecturas de la Pasión en el Vía Crucis, que por los años sesenta recorría las calles de Alcalá saliendo de la antigua iglesia de santo Domingo y se encerraba en las Angustias. Vicenta, majestuosa, acudía a la cita. Rezaba, escuchaba misa y con su sonrisa correspondía a las muestras de agradecimiento por alguna buena obra de sus manos. 
            En lo profano le gustaba cantar las canciones del Casaíllo o de Raimundo que satirizaban a personajes de los años treinta. Gozaban  de popularidad, tanto ella como su familia, ya que un hermano era municipal muy conocido por sus diversas anécdotas ocurridas  en la vida alcalaína.
            Su casa fue una despensa para muchos niños, a los que daba el pan de higo o la carne membrillo, y una clínica de lujo para los jornaleros y obreros de los tres primeros tercios del siglo veinte.
            Vicenta murió en el año 1977, su entierro fue de los sonados de Alcalá. No había sido un portento en la escuela ni una doctora en letras, porque no pudo y tuvo que ser sirvienta en los primeros años de su vida para poder comer. Había sido una sabia analfabeta- que no sabía leer ni escribir- como mucho genios desperdiciados de su época. Pero de su abuelo Juan Cantero aprendió la intuición de lo que Salamanca no le da a muchos, el saber de la experiencia de la vida  y la lección magistral del buen hacer y los buenos modales. El mejor agradecimiento y el mejor regalo de aquel día fueron  la cara de satisfacción de muchos vecinos que le acompañaban en su último adiós. Y, no sólo vecinos de Alcalá , sino también de Castillo, Alcaudete, Valdepeñas y aldeas.
            Como ahora echamos de menos a Sánchez  Fuente, el ayer se llamó Vicenta la Cantera, o la Patita sea, la maestra de la calle Trinidad  ....y otras que vendrán......

Francisco Martín Rosales



1 comentario:

  1. Me encanta esta historia que formó parte de mi infancia en casa de mi abuela "Milagros, la de los dulces", cuando vivia en la C/ Trinidad.

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