MUJERES DEL BARRIO DE SAN JUAN. VICENTA CANTERO MESA
Hace
unos años, iniciamos una serie de artículos dedicados a las mujeres del barrio
de san Juan. Por razones de espacio, estos fueron interrumpidos en algunos programas de nuestra
hermandad. De nuevo, este año nos ponemos manos a la obra con una mujer que no
pasó en modo alguno desapercibida entre
el pueblo de Alcalá o en el anonimato de la oficialidad del refrendo
popular, sino que fue un claro exponente de la sabiduría y maestría autodidacta
de los años cuarenta a los setenta. Y, no fue un caso aislado, sino que
se encuadra dentro de la profesionalidad
y las buenas formas de muchas mujeres
que han jugado un papel muy
importante en la vida social, económica y cultural de la historia de Alcalá la Real.
Pues, como manifestábamos por el mes de mayo en una conferencia sobre
la mujer en la Asociación de Mujeres
Sendero, la mujer desempeñó una labor fundamental en el mundo cultural y, sobre
todo, en el sistema productivo,
pues, en todos los oficios, junto con el
hombre, destacó en fomentar la riqueza
de Alcalá. Si no, adentrémonos en la sociedad alcalaína, fijémonos cómo cooperaba
con el marido en las tareas del campo, o en la artesanía-ya fuera tejedora de
tafetanes y seda, o en la industria agroalimentaria como molinera y hornera-, y
en la vida comercial regentando tiendas, mesones, o posadas.
Esto, sin olvidar su participación en actividades culturales. Claro
ejemplo fue María Pilar Contreras,
maestra, profesora de la escuela de magisterio y poetisa a caballo entre los
siglos diecinueve y veinte, y, un poco más atrás en el túnel del tiempo, sor Inés de la Cruz, la hija del médico Godoy en el siglo XVII. Y como broche final, en el sector de los servicios, manifestar que ya hubo
matronas reconocidas oficialmente
desde el siglo XV, y mujeres
entregadas intensamente a los muy
celebrados servicios religiosos cultos-
las famosas beatas o santeras-, y , algunas con gran inquietud, como las
fundadoras de conventos en Alcalá-
dominicas o trinitarias- o en Granada- dominicas de la ciudad del Alhambra.
Dentro del mundo de la medicina, a
partir de los años cuarenta, vivió en Alcalá una mujer, que no podemos soslayar
entre sus vecinos de barrio ni puede ser olvidada dentro del anonimato de la
historia, aunque sea la historia con letra pequeña de la vida cotidiana de Alcalá. Tan
importante y , actualmente, tan reconocida para una visión integral de la
sociedad y del tiempo de los personajes. Y no lo digo esto, porque su nieto
Manolo Ramírez me la haya traído a colación y me haya trasladado el interés de
la población alcalaína para que se recogiera una moción del pueblo, muy
aplaudida, para que una calle se intitulase con el nombre de Vicenta "La
Cantera" . Concretamente, se trata de Vicenta Cantero Mesa. Vivió en
nuestro barrio de San Juan y no fue una
mujer de tantas, sino que impactó en el alma de muchas personas de Alcalá y de
la comarca. Con su porte oblongo, que soportaba más de cien kilos comprendidos en una estatura que se aproximaba
a los uno noventa, parecía más una hidalga
con el refrendo del pueblo sencillo
que una agraciada por la herencia de una familia gentilicia. La
conocimos y era de esas mujeres que inspiraban confianza y respeto. Su
palabra era de peso, y su obrar, una
tarjeta de crédito con calidad y visa de oro.
Y, su porte se conjugaba con el
reconocimiento social adquirido y con la experiencia y enseñanzas de su abuelo Juan Cantero, que
le impartió las primeras artes en la cura de las fracturas, tanto de los animales como de las personas. Vivió en
los primeros años de su vida en la Ventilla, a la salida de Alcalá, donde su
padre labraba la tierra con el dominio de los buenos campesinos y la maestría de los labradores alcalaínos,
los que habían roturado y puesto en labor tantos montes. Años más, tarde emigró
y vivió la aventura de nuevas tierras conviviendo con su familiares que
trabajaron un cortijo en Morón de la Frontera. Se casó con Manuel Ramírez y tuvo varios hijos. Las
tierras del Puerto Castillo, propiedad del bueno de Pablo Batmala, todavía
recuerdan los golpes de azada de su marido. Vivió en la calle del Puerto, en un
barrio, que le enseñaba la caridad por convencimiento y no por obligación,
ayudando con la comida de sus casa a los niños del barrio sumidos en la pobreza
de los años del hambre. Pero lo que distinguió a esta mujer fue la gracia
recibida en saber curar las muchas
afecciones ocasionadas por quebraduras de huesos, torceduras de muñecas y
tobillos, salidas de sitio del hueso de
la cadera y de otros huesos como
los de las extremidades superiores. Y digo gracia, porque estas mujeres, que
algunos llaman "santas", "santeras",
"curanderas", "médicas", son las herederas de aquellos
zahoríes tan prolíficos en el mundo rural, donde ejercen sus miles de saberes y
conocimientos y, al mismo tiempo, se encuentran dirigiendo a la sociedad con el
don natural de saberlo todo y ser los
lideres de su entorno sin el aprendizaje académico. La intuición y la
experiencia han sido los pasos y los cursos de sus carreras más que científicas. Se encuadran en
lo artesanal, pero alcanzan la categoría
de lo profesional.
De ahí que Vicenta era reconocida
popularmente en su labor médica, como si se tratara de un auténtico
especialista en traumatología. Pues tenía la sabiduría de sacar a mucha gente
de los apuros, más simples y al mismo tiempo más embarazosos. Que cuenten las
veces que supo atender al parto de
aquella mujer ciegecita de su barrio que no dejaba de traer niños al mundo por
los años sesenta. Pues no acudir a ella, era vivir un conjunto de trances en
una ciudad. donde lo más que podía resolverse era el cuidado de las
enfermedades terminales en el hospital del Dulce Nombre de Jesús y Santa Ana,
situado en la calle Rosario. Y, como paso siguiente, los traslados en coches de
línea-tardíos y lentos-, las esperas en un hospital de la beneficencia de las
capitales cercanas y, en la mayoría de las ocasiones, el lento y prolongado
dolor hasta que se hiciera crónica la torcedura o la quebracía. Los propios médicos aconsejaban a esta mujer
y no le ponían reparos, porque ella les
correspondía con la prudencia de saber hasta dónde podía prestar sus servicios.
Claro exponente de esta mujer sabia y no la aventurera que se refugia en
fórmulas mágicas. Pues, sus manos eran las herramientas más válidas de sus operaciones traumáticas;
su mesa camilla-amplia y redonda-, por otro lado, se convertía en el quirófano más limpio y sano, que uno se podía imaginar, y
para las intervenciones de los niños , que habían caído jugando a masculillo
y culón o los jóvenes que se habían desprendido desafortunadamente desde lo
alto de un muro de las murallas del arrabal en las ficticias batallas con los
vecinos del barrio del centro; las vendas, el aguarrás, el agua sal y las tablillas eran los elementos con los
que sus manos completaban la labor del enderezamiento de muñecas, la destorcedura de una pierna y la
puesta de una cadera en su sitio. Parecía como si Catón, el Censor, se lo hubiera enseñado a través de su célebre
libro epistolario o hubiera leído los
manuales de medicina natural de los antiguos griegos y romanos. Y, esta claro
que algo de ello debía haber ocurrido entre los antepasados de la comarca como Antoñico, el de la Joya, la charillera
Adoración Ruiz Coca o la señora Torres-
esta segunda tan afamada por la cura de las quebracías interiores. Respondía a
los antiguos protomedicatos que alcanzaban el diploma oficial por medio del
refrendo popular y la práctica con los animales y los cadáveres sin que se
enterase la oficialidad en altas horas
de la noche, como hacían los médicos judíos. Por eso, la frase de sus pacientes
era repetitiva. ¡Cómo no confiar en personas que no usaban sino lo que nos da
la santa naturaleza! Una mujer que había nacido en el año 1893 y respondía al
prototipo de un matriarcado que predominaba en todo lo que significaba
enseñanza y buenas costumbres.
Sus axiomas morales se asemejaban a
la sabiduría de la que lo aprendió todo con el paso de los tiempos. No nos
extraña que su frases más frecuentes fueran “Haz el bien y no mires a quien”
Haz el mal, y guárdate”,. También compartía con los pujareros el refranero para
sus previsiones meteorológicas “ ¿Quien hizo el habal?, en abril, un
temporal", o "Junio, la hoz en
puño”. Era buena cocinera, mejor madre de familia y sus nietos la adoraban como
una heroína, porque todavía muchos trabajadores le recuerdan y le agradecen las
señales del día que cayeron de un andamio y les curó su abuela. O no olvidan
aquella travesura que les libró de una paliza, porque Vicenta les enderezó un
hueso tras golpear a un amigo con el que jugaba y su madre los esperaba para
reprenderle de la mala acción.
Pero esto no sería si no una
historia de un curandero más. Su pasión por los demás rozaba los límites de la
heroicidad. Recuerdan algunos el día que llamó a Joseíllo y
Juanele para que acudieran a la iglesia de san Juan, tocaran la campana y avisaran de que la cueva de los
gitanos, por encima de la iglesia de Santo Domingo, se había hundido con los
churumbeles y los calés dentro. Fue en el año 1959, un año de intensas lluvias,
y ella , en primera línea , sacando la tierra y curando a los pequeños. Lo
mismo que en el año 1957, con la caída de la plaza portátil de toros, cuando sus servicios
fueron muy revalorizados en medio de aquel centenar de heridos, que quedaron
sumidos entre las tablas y vigas de un coso que no debió existir.
Su generosidad se cimentaba en una
religiosidad que sólo conocen las mujeres del barrio de san Juan. Muy básica.
Pero esencial. La caridad y el amor se da entre ellos, y se aprende en los
quinarios de septiembre, novenas de las casas familiares con motivo del día de
la Cruz, las charlas de cuaresma, en la lecturas de la Pasión en el Vía Crucis,
que por los años sesenta recorría las calles de Alcalá saliendo de la antigua
iglesia de santo Domingo y se encerraba en las Angustias. Vicenta, majestuosa,
acudía a la cita. Rezaba, escuchaba misa y con su sonrisa correspondía a las
muestras de agradecimiento por alguna buena obra de sus manos.
En lo profano le gustaba cantar las
canciones del Casaíllo o de Raimundo que satirizaban a personajes de los años
treinta. Gozaban de popularidad, tanto
ella como su familia, ya que un hermano era municipal muy conocido por sus
diversas anécdotas ocurridas en la vida
alcalaína.
Su casa fue una despensa para muchos
niños, a los que daba el pan de higo o la carne membrillo, y una clínica de
lujo para los jornaleros y obreros de los tres primeros tercios del siglo
veinte.
Vicenta murió en el año 1977, su
entierro fue de los sonados de Alcalá. No había sido un portento en la escuela
ni una doctora en letras, porque no pudo y tuvo que ser sirvienta en los
primeros años de su vida para poder comer. Había sido una sabia analfabeta- que
no sabía leer ni escribir- como mucho genios desperdiciados de su época. Pero
de su abuelo Juan Cantero aprendió la intuición de lo que Salamanca no le da a
muchos, el saber de la experiencia de la vida
y la lección magistral del buen hacer y los buenos modales. El mejor agradecimiento
y el mejor regalo de aquel día fueron la
cara de satisfacción de muchos vecinos que le acompañaban en su último adiós.
Y, no sólo vecinos de Alcalá , sino también de Castillo, Alcaudete, Valdepeñas
y aldeas.
Como ahora echamos de menos a Sánchez Fuente, el ayer se llamó Vicenta la Cantera,
o la Patita sea, la maestra de la calle Trinidad ....y otras que vendrán......
Francisco Martín Rosales
Me encanta esta historia que formó parte de mi infancia en casa de mi abuela "Milagros, la de los dulces", cuando vivia en la C/ Trinidad.
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