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jueves, 23 de julio de 2015

DESDE LA TORRE DE LA IGLESIA DE SAN JOSÉ DE LA RÁBITA. En Alcalá la Real. Ideal.



 

            Podía elegirse una torre de cualquier aldea, más bien una espadaña de las que abundan por doquier de la comarca de la Sierra Sur, porque no llegaron a ser parroquias o viceparroquias hasta muy avanzado el siglo XIX. Antes y ahora, eran ermitas que prestaban los servicios religiosos a muchos vecinos de los campos alcalaínos; ante sus puertas, era el lugar de encuentro de los campesinos para recibir edictos municipales y celebrar acontecimientos festivos; e, incluso, sus capellanes y ministros  ejercieron como los antiguos zahoríes:  de consultores, maestros, relatores, tutores, cuentacuentos y de leyendas, avalistas, notarios fideitarios, sobresalientes y hasta recaudadores. Hasta que no se nombraron los alcaldes pedáneos o los vocales de barrios, tuvieron que comunicarse con el poder municipal de Alcalá la Real mediante estos capellanes, que dejaron el paso a los ministros de la justicia reconvertidos por decisión del cabildo municipal en sus legados a la misma altura y nivel de los de  la ciudad de la Mota.
            Estas torres o espadañas son testigos, claros y notorio, del devenir histórico del mundo rural de la comarca de la Sierra Sur ; desde el campanario, muchos vecinos contemplaron el vasallaje de los grandes rentistas- antiguos caballeros o familias hidalgas- sometidos al trabajo diario del sol a sol como gañanes, pastores, jornaleros a sueldo o soldada, luego algunos labradores conquistaron los terrenos menos fértiles y montañosos, y con sus yuntas roturaron las sierras y las pendientes y se hicieron un hueco laboral en el mundo rural, casi siempre disperso o a la vera de los caminos pecuarios, reales o municipales, donde se les concedía un solar para levantar una choza o  una pequeña  casa; finalmente, se asentaron constituyendo los núcleos rurales concentrados en forma de las catorce aldeas alcalaínas dando una nota especial al paisaje de la antigua Abadía.
            Y las Riberas surgieron molineras; Santa Ana conquistó el prado de los Llanos y las huertas de las Fuente del Rey; Cantera Blanca pasó de la dispersión de los cortijos del Llano de los Muchachos, las Roturas y Villalobos a la concentración de La Pedriza; Mures recogió los roturadores de la dehesa de su mismo nombre; Ermita Nueva, hizo lo mismo con la dehesa del Camello; la Venta de los Bramaderos se hizo aldea de paso ocupando el lugar de las Peñas de Majalcorón; desde la Cañada Membrillo a la Venta Valero , la Sierra de la Solana, agrupaba los cortijos de la Hortichuela y Fuente del Soto; nunca San Isidro llegó a emular otras aldeas, porque quiso mantener el rol disperso de sus Caserías en contraposición de Fuente Álamo que  recogió a los ganaderos de su dehesa en un aldea concentrada en torno al fuente; Charilla mozárabe, hegemónica y poblada del XIX, fue la primera en recibir los aires de libertad; y, por último, la  Sierra de San Pedro  se convirtió en  la síntesis de los partidos de campo alcalaíno: la Rábita como populosa aldea al socaire de su dehesa;   centro neurálgico  de comunicación, San José¸ venta, lugar  paso y antaño poblada  recordando el antiguo ribat que labraba las tierras de riego de la Laguna; las Grajeras emulando a las Caserías ; y muchos cortijos y casas de campo como los Canales o  el Veredón.
Y, desde el campanario de cada una de las aldeas, se asistió en repetidos momentos de la historia a la despedida de una diáspora de agricultores, que primero lo hicieron, allá por los años cincuenta del siglo XX,   a muchos lugares del extranjero. y, por otra parte,  los más pudientes al casco urbano o municipios cercanos a finales del mismo siglo. Fueron dos fases del despoblamiento del  mundo rural que dieron lugar a  que  la población de la ciudad de la Mota se multiplicara casi por tres con respecto a la de aldeas en el siglo XXI. Muchas espadañas sangrarían, por los años cincuenta y sesenta,  con las lágrimas de muchos vecinos que tuvieron que abandonar sus casas sin más recursos que sus propias manos para trabajar en las fábricas alemanas o catalanas, o en los servicios que no querían los aborígenes.
            Y menos mal que , a partir de los años setenta, y sobre toda, en los ochenta del siglo XX, se produjo un renacimiento muy significativo en el mundo de las aldeas y se cortó aquel éxodo rural. Gracias a las políticas municipales y el PER, de lugares sin servicios, se pasó al disfrute de la electricidad, el agua, el alcantarillado, la telefonía, las nuevas tecnologías, los consultorios médicos, los centros sociales,  el asociacionismo y la dispersión escolar que se había abandonado tras la concentración de los años setenta. Fue un torniquete que permitió emprender  ilusionantes retos de su puesta en valor con nuevos programas de turismo  y viviendas  rurales, renovación de las almazaras, instalación de polígonos o naves industriales, servicios sociales, incluso algunas bibliotecas y nuevos productos de la  agricultura complementaria al olivo.

            A mi parecer, la torre de San  José, como símbolo rural,  me recuerda el minarete de su antiguo ribat, como si quisiera  renacer de las cenizas, más bien de la destrucción de la techumbre de su ermita, con un canto  de esperanza a la población de su entorno de la Rábita y sus aledaños, donde sus inquietos vecinos ofrecen una nueva fisonomía a una tierra que pasó del vasallaje a la ciudadanía.        

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