Podía
elegirse una torre de cualquier aldea, más bien una espadaña de las que abundan por
doquier de la comarca de la
Sierra Sur , porque no llegaron a ser parroquias o viceparroquias
hasta muy avanzado el siglo XIX. Antes y ahora, eran ermitas que prestaban los
servicios religiosos a muchos vecinos de los campos alcalaínos; ante sus
puertas, era el lugar de encuentro de los campesinos para recibir edictos
municipales y celebrar acontecimientos festivos; e, incluso, sus capellanes y
ministros ejercieron como los antiguos
zahoríes: de consultores, maestros,
relatores, tutores, cuentacuentos y de leyendas, avalistas, notarios fideitarios, sobresalientes y hasta recaudadores. Hasta que no se nombraron los alcaldes
pedáneos o los vocales de barrios, tuvieron que comunicarse con el poder
municipal de Alcalá la Real
mediante estos capellanes, que dejaron el paso a los ministros de la justicia
reconvertidos por decisión del cabildo municipal en sus legados a la misma
altura y nivel de los de la ciudad de la Mota.
Estas
torres o espadañas son testigos, claros y notorio, del devenir histórico del
mundo rural de la comarca de la Sierra Sur
; desde el campanario, muchos vecinos contemplaron el vasallaje de los grandes
rentistas- antiguos caballeros o familias hidalgas- sometidos al trabajo diario
del sol a sol como gañanes, pastores, jornaleros a sueldo o soldada, luego algunos
labradores conquistaron los terrenos menos fértiles y montañosos, y con sus
yuntas roturaron las sierras y las pendientes y se hicieron un hueco laboral en
el mundo rural, casi siempre disperso o a la vera de los caminos pecuarios,
reales o municipales, donde se les concedía un solar para levantar una choza
o una pequeña casa; finalmente, se asentaron constituyendo
los núcleos rurales concentrados en forma de las catorce aldeas alcalaínas
dando una nota especial al paisaje de la antigua Abadía.
Y
las Riberas surgieron molineras; Santa Ana conquistó el prado de los Llanos y
las huertas de las Fuente del Rey; Cantera Blanca pasó de la dispersión de los cortijos del Llano de los Muchachos, las Roturas y Villalobos a la concentración de La Pedriza ; Mures recogió los
roturadores de la dehesa de su mismo nombre; Ermita Nueva, hizo lo mismo con la
dehesa del Camello; la Venta
de los Bramaderos se hizo aldea de paso ocupando el lugar de las Peñas de
Majalcorón; desde la Cañada Membrillo
a la Venta Valero
, la Sierra de
la Solana ,
agrupaba los cortijos de la
Hortichuela y Fuente del Soto; nunca San Isidro llegó a
emular otras aldeas, porque quiso mantener el rol disperso de sus Caserías en
contraposición de Fuente Álamo que
recogió a los ganaderos de su dehesa en un aldea concentrada en torno al
fuente; Charilla mozárabe, hegemónica y poblada del XIX, fue la primera en
recibir los aires de libertad; y, por último, la
Sierra de San Pedro
se convirtió en la síntesis de
los partidos de campo alcalaíno: la
Rábita como populosa aldea al socaire de su dehesa; centro neurálgico de comunicación, San José¸ venta, lugar paso y antaño poblada recordando el antiguo ribat que labraba las
tierras de riego de la Laguna ;
las Grajeras emulando a las Caserías ; y muchos cortijos y casas de campo como
los Canales o el Veredón.
Y, desde el campanario de cada
una de las aldeas, se asistió en repetidos momentos de la historia a la
despedida de una diáspora de agricultores, que primero lo hicieron, allá por
los años cincuenta del siglo XX, a
muchos lugares del extranjero. y, por otra parte, los más pudientes al casco urbano o municipios
cercanos a finales del mismo siglo. Fueron dos fases del despoblamiento
del mundo rural que dieron lugar a que la
población de la ciudad de la Mota
se multiplicara casi por tres con respecto a la de aldeas en el siglo XXI.
Muchas espadañas sangrarían, por los años cincuenta y sesenta, con las lágrimas de muchos vecinos que
tuvieron que abandonar sus casas sin más recursos que sus propias manos para
trabajar en las fábricas alemanas o catalanas, o en los servicios que no
querían los aborígenes.
Y
menos mal que , a partir de los años setenta, y sobre toda, en los ochenta del
siglo XX, se produjo un renacimiento muy significativo en el mundo de las
aldeas y se cortó aquel éxodo rural. Gracias a las políticas municipales y el
PER, de lugares sin servicios, se pasó al disfrute de la electricidad, el agua,
el alcantarillado, la telefonía, las nuevas tecnologías, los consultorios
médicos, los centros sociales, el
asociacionismo y la dispersión escolar que se había abandonado tras la
concentración de los años setenta. Fue un torniquete que permitió emprender ilusionantes retos de su puesta en valor con
nuevos programas de turismo y viviendas rurales, renovación de las almazaras,
instalación de polígonos o naves industriales, servicios sociales, incluso
algunas bibliotecas y nuevos productos de la agricultura complementaria al olivo.
A
mi parecer, la torre de San José, como
símbolo rural, me recuerda el minarete
de su antiguo ribat, como si quisiera renacer de las cenizas, más bien de la
destrucción de la techumbre de su ermita, con un canto de esperanza a la población de su entorno de la Rábita y sus aledaños,
donde sus inquietos vecinos ofrecen una nueva fisonomía a una tierra que pasó
del vasallaje a la ciudadanía.
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