I
CRISTÓBAL GALLEGO Y PEDRO PINEDA
Cuentan que llegó a Alcalá la Real un soldado cautivo
que había sido liberado de las mazmorras de Granada e informó al cabildo
municipal sobre una expedición que iba a trasladar a la princesa Fátima, pretendida por el wasir
de Tetuán hasta tierra africanas.
Encontrándose por aquel tiempo en la
fortaleza el conde de Tendilla, partió
con sus huestes hacia Pinos Puente, donde toparon con la comitiva de la
princesa, que fue raptada junto con otros tres musulmanes. Se la llevaron a la
fortaleza de la Mota, donde fue el
motivo de atracción de la mayoría de los caballeros de la ciudad. Días más tarde,
llegaron varios emisarios de Granada proponiendo un intercambio de prisioneros
para rescatar a Fátima. Los alcalaínos no querían dejar marchar tan bella
mujer, pero, al fin, cedieron a las
peticiones. Antes de soltarla, acordaron celebrar una fiesta de sarao para despedirla en la torre
del Homenaje de la fortaleza de la Mota, ofrecida por el alcaide don Pedro
Fernández de Aranda.
En medio de la danza, dos caballeros, Cristóbal
Gallego y Juan de Aranda, alcalaínos
porfiaron por bailar con la princesa. Y
llegaron a las manos hasta tal punto que se retaron en un duelo en la Cruz del
Cristo de la Piedra, una cruz levantada como voto de acción de acción de
gracias antes de la toma de la Mota.
Acudieron al lugar, y comenzaron a batirse con sus espadas.
En medio del silencio de la noche, se escuchó una voz lúgubre como si
proviniera de ultratumba. Al principio, no le hicieron mucho caso y mantuvieron, tan sólo, las armas en alto.
Ante el apagón del farol de la Cruz del Cristo de la Piedra y la tercera
repetición del mismo sonido, la última en forma lastimera acompañada de un
fuerte trueno como si provinieran de la cara del Cristo, dejaron, al instante,
de luchar y volvieron a la fortaleza. A
la mañana siguiente, acompañaron a la comitiva de Fátima junto a la corte del reino nazarí. Tras su
regreso, se trajeron los cincuenta cautivos prisiones y se celebró una misa de laúdes, en la que juraron
no volver a pelear entre ellos. Cristóbal Gallego juró y perjuró no combatir más y levantó un
monasterio trinitario para rescate de cautivos; y, por su parte, Juan de Aranda
acompañó a los Reyes Católicos para culminar la conquista de Granada luchando
por implantar la fe cristiana en todo el
territorio nacional.
II
REGRESO DE CUBA
A principios del año 1880, se llevó a
cabo una leva de soldados, la que solía recaer siempre en los más desgraciados,
porque no conseguían liberarse de la milicia al no disponer de recursos. Antonio
era un vecino de la calle Cava que fue alcanzado con esta mala suerte y tuvo
que alistarse al cuerpo de Fusileros del Ejercito Nacional con destino a Cuba.
Antes de partir, se encontraba locamente enamorado de su vecina Isabel.
Antonio,
inmerso en muchos combates y en miles de amoríos durante su estancia
americana, pronto olvidó la fidelidad prometida a Isabel. Pasaron varios años
en aquellas tierras y las armas le borraron los recuerdos de su anterior amor.
Sin embargo, Isabel, por el contrario, mantenía la promesa dada como si fuera
un tesoro escondido. En cierta ocasión corrieron el rumor de que su amante
había causado baja en una refriega con los cubanos. Pero ella no se lo creía.
Cierto día, Antonio volvió a España tras
licenciarse del ejército. Pero regresó físicamente, porque en su espíritu se
había quedado como si fuera una tabula rasa. Por el itinerario de vuelta y con la
hoja de servicios, llegó desde Cádiz hasta Alcalá la Real. Y, como si hubiera
estado imbuido de una mala hierba, no recordaba nada de su vida anterior. Pasó
por la casa de su antigua novia y no se percibió del saludo de su antigua
amante, que le esperaba tras la celosía de su ventana.
Con la ayuda de
un antiguo amigo que lo reconoció a pesar de su aspecto deprimente y lánguido,
llegó a casa de sus padres. Ellos le comentaron que le estaba esperando
ansiosamente Isabel en su casa de la
calle del Cristo de la Piedra.
A duras penas, cedió ante las súplicas de la palabra de sus padres para
visitar a su antiguo amor. Ante la presencia de Isabel, no se inmutó, se mantuvo en una nebulosa que
le impedía reconocer a aquella muchacha, y cumplir las palabras dada de
matrimonio quebrantadas por la Guerra de Cuba.
Salieron a la puerta los dos juntos y pararon ante el Cristo
de la Piedra. Algo cambió en el rostro de Antonio, pero se quedó parado y con
una actitud terca sin darle visos de esperanza a su antigua amante. No
obstante, se citaron para el atardecer ante la misma cruz.
Allí repitieron el mismo escenario, con los mismos
personajes y con la primera declaración de amor. Y cual fue la sorpresa, cuando
Isabel le dirigió esta oración al Cristo:
“Señor, aquí
nos juramos nuestro amor. Si es verdad que esto aconteció hace años, baja tus
brazos, mueve tu cabeza, y dile que me amaba
y me juró el amor”.
El soldado hacía tiempo que se había pasado al terreno
de la incredulidad y al de la indiferencia religiosa. Pero cual fue la sorpresa
cuando el Cristo de la Piedra extendió v los brazos y les dijo que allí se habían jurado amor
eterno.
A los pocos días, un ósculo de amor duradero selló el
matrimonio prometido en la iglesia del Rosario.
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