LEYENDA DE LA FUENTE DEL ESPINO
El doctor había realizado el último empaste de los pacientes de la
mañana del sábado y se disponía a despedirse de sus auxiliares de clínica.
Había preparado en una bolsa su cámara
de fotografías, unos prismáticos y unas picotas
para visitar algún rincón de la comarca alcalaína. Estaba cansado, y
quería relajar sus extremidades, tensionadas por la concentración
que le habían deparado las diversas odontológicas de todo el día, y por la sobrecarga de las visitas de la semana.
Sonó el timbre. Una de sus auxiliares abrió la puerta. Al instante, saludó al amigo del doctor y lo pasó a la
sala de operaciones.
-Doctor, tu amigo de los tejoletos.
-
Entra, entra.
-
Buenos días, esta tarde, doctor, ¿a dónde vamos?
-
Buenas, hombre; por
sitios, no digamos. Pues nuestro particular cartulario está incompleto de
verificar muchos lugares abandonados y, tan
sólo, reconocidos en el papel por referencias de personas o de libros antiguos.
-
Pero, me han dicho que la
comarca de Alcalá era más extensa que actualmente. Hace menos de doscientos
años, llegaba hasta el término de Alcaudete. Esta parte del territorio está
virgen de nuestras prospecciones. Y, un paciente castillero me ha contado ciertas historias, que me
gustaría comprobar in situ.
-
¿Cuales son esos sitios?
-
Pertenecían a los baldíos
y a las zonas comunales del Castillo de Locubín, cuando era villa de Alcalá la
Real. Dicen que se las repartieron a Los vecinos del Castillo para fomentar el
desarrollo agrícola y fomentar la riqueza.
-
-Buenos parajes. Quieren
convertirlos en Parque Natural de la Sierra Sur. Pero, me gustaría que
concretáramos para no andar perdidos toda la tarde, dando vueltas de un sitio
para otro.
El doctor saca su libreta de apuntes y aquel mapa elaborado
artesanalmente. Y le señala al amigo el itinerario que iban a emprender. En
coche, se desplazarían por la antigua carretera del Castillo, al llegar
la antigua villa, la dejarían a
su derecha, pasarían por Triana...En
este momento, el amigo, les interrumpe:
-Sí, donde estaban los molinos y el batán de la familia de los
Aranda, el más rico en otros tiempos de aquellos lugares. Bonitos paisajes,
junto al a ribera del río san Juan y en las fértiles huertas castilleras.
-No, nos vamos adentrar, camino antiguo de Martos, pasaremos cerca
del cerro de Acebuchar, y , en vez de dirigirnos a las Salinas de Filique,
subiremos hacia el Cerro Madroño, por el camino que va entre los cerros de Los
Lobos y Gallardo. Desde este lugar, nos dirigiremos a Cerro el Espino. Allí,
está cercano el cortijo de mi último paciente. Dice que se divisa la Laguna, la
Alfavila, los Rasillos, cerro Pelado, y lo que más me ha llamado la atención, algo que por sus datos me parece
que es un antiguo villar.
Almuerzan en sus respectivas casas. Y a las tres y media, se citan en
Sacamoños. Ni cortos ni perezosos, colocan los bártulos en el maletero y
emprenden la ruta programada. Al cabo de una media hora, se encontraban en la
falda acudiendo a la cita que había acordado con el amo del cortijo. Al
principio, se sintieron decepcionados porque aquella vivienda se encontraba muy
restaurada, en el paraje del Espino. Paran el motor. Y se acercan al dueño.
- Otra vez, con usted. ¿Cómo está del dolor de muelas?
- Medicina santa, sus manos son
un prodigio. Aquí tienen su casa. Un cocinón, y el resto para los aperos
de labranza: mi vibradora, mi mulilla mecánica, mi sierra de talar, y lo que
ustedes saben cuatro azadas, los fardos, las espuertas y otras herramientas del
campo. Hoy, todos tenemos nuestro todoterreno y remolque. Esto se diferencia
del cortijo de antes.
-¿Cómo era?
- Muy diferente. Un primer cuerpo de
diez o quince varas de longitud de fachada, y siete de profundidad,
donde en el primer piso, había una sala, la cocina, y el horno. Arriba,
habitaciones para el casero y Los
gañanes y pastores. Tras este cuerpo, un corral, y, en su parte extrema, el
tinado para los animales, los zahurdones y las caballerizas (son aquellas
paredes que están en desuso). Junto a la casas, el pajar, y más allá, a lo
largo de la finca algunos chozones de mampuesto y retama, donde se refugiaban
Los pastores durante el día.
-¡Qué extraño! Pues todo está plantado de olivos.
.-Fijaros bien, ahora predomina el monocultivo del olivar, pero sus
castas difieren unas de otras.
El doctor no era muy experto en
la agricultura, y, apenas, llegaba a comprender qué significado tenía
aquella palabra tan rancia y castiza.
-¿Qué es eso de las castas?
- Castas, castúos, son términos, propios de la gente del campo. Me
parece que se refieren a las distintas clases de olivos. De mis abuelos aprendí el gordal del manzanillo,
el picúo del marteño, el cordobés del
redondal, y, no digamos, entre Los silvestres, el cornichuelo del acebuche.
Además, en otros siglos, predominaban todas estas variedades frente al nevado,
que aquí le llamaban marteño, y no picual como se está imponiendo por la gente
de pluma.
Ilustraba aquel dueño las explicaciones, señalando y marcando cada uno
de aquellos tipos de olivos que iba refiriendo. Y apostilla.
-Ese cornichuelo, sí, que tiene año, Es centenario. Ten en cuenta de
que aquí parte el origen del desarrollo
del olivar de la comarca alcalaína. Me
han referido que, hasta los romanos, lo
trajeron para plantarlo en sus cortijos.
-Sí, lo que ellos llamaban villas rústicas.
Al doctor, con aquellas palabras se le pusieron los ojos de bolilla.
-¿Los romanos?
-Sí, sí, los romanos. No observa que esos trozos de cerámica están
cocidos y grabados de distinta manera a Los cántaros que comprábamos en el tejar
de los Collado de la Tejuela de su
pueblo.
El doctor se había aficionado tanto a la arqueología que se ya sabía
distinguir las principales etapas de la cerámica de Andalucía Oriental. Recogió
algunos trozos y le hizo unas breves explicaciones a su amigo:
_-Son dos trozos de lucerna de
sigilata hispánica; hay mucha cantidad en todos Los alrededores, casi aseguro
que es del Bajo Imperio.
-Está claro, eran los años, -le interrumpió el amigo -, en los que
vecinos de las grandes ciudades se fueron a vivir junto a sitios más productores de agricultura junto a las riberas del río o
las fuentes, aprovechando las tierras más feraces.
-Claro que sí, - aclaraba el
casero- , pues en estos parajes se
distinguen varias plantaciones que corresponden a diferentes momentos de la
historia. Los hay que se remontan a
siglos remotos, los que llamaba castúos; otros olivares son de mediados del siglo
veinte, y los más recientes, los marteños son Los que proliferan.
- Maestro, gracias por sus lecciones del olivar pero a mi gustaría
conocer la historia remota de estos
lugares.
-No sé si le responderé con exactitud, pero este lugar
se llamaba Majagrande.
Se fijó el doctor la montura de
las gafas. Cuchicheaba con su amigo, diciéndole que era una deformación de dos
palabras Majada Grande. Este, presto a razonar todo Los insólito, le comenta que
las majadas eran sitios de pastoreo. Pero, como siempre era previsor
ante cualquier observación, sacó del maletero un diccionario y encontró la palabra sitio de monte donde se albergan los rebaños de noche.
-Claro que sí, eso era. Pues los antiguos dueños me referían una
antigua anécdota para entretener a los niños relacionada con estos parajes de
pastores.
-Sí, cuando estos olivares eran tierra baldía, cubierta de encinares y
la ganadería predominaba sobre la
agricultura.
- ¿Cómo? Leyenda de pastores.
Cuéntenosla.
El dueño, sin darle importancia, comienza entonces una larga
exposición, mientras Los dos amigos se quedan embebidos con su riqueza de
vocabulario y la sencillez de la narración.
........................
Estos terrenos, que rodean la Alfávila,
comprenden una serie de cerros y cerrillos, donde los llanos escasean;
de vez en cuando, se alzan algunas lomas de gran extensión, que son fruto de la
depresión que forman los ríos de san Juan y Salado. En estos montes pasaron
muchos años, en los que el único árbol que crecía en sus vertientes era la
encina. En tiempos de lluvias, el arroyo
de la Piedra y su fuente y algunos arroyuelos consiguieron que, en algunas tierras, se plantaran frutos de la huerta
como tomates, berenjenas, maíz, y, a
trechos, árboles frutales. En algún que otro altozano solía otearse un cortijo
blanco, como este de la Fuente del Espino
En él, el casero, los gañanes y los pastores, mis antepasados, se
despreocupaban completamente del tiempo, tan sólo aspiraban a que el amo, residente en la villa del Castillo, les
surtiera de la comida, pan, vino, queso, carne de su ganado y pocas cosas más.
Tan sólo, en primavera o verano, acudían
a la romería del Cristo de Chircales o la feria del Rosario del Castillo.
No eran muy sociables, pues vivían
enclaustrados en un mundo tan cerrado
que cualquier visita de un pastor o ganadero trashumante les alteraba su ritmo de vida. Y raro era el día que no se ocasionaba una riña entre ellos, ocasionándose la muerte en
un santiamén. La justicia
se temía tanto que siempre la bautizaban
con el nombre de la Inquisición. Pues sabían que caían con sus huesos en
la cárcel de Alcalá, al ser detenidos por el alcalde ordinario del lugar.
Los pastores se comunicaban por medio de un lenguaje de sonidos y silbidos acompañados de
señales de humo entre los diversos chozones de piedra y retama para citarse en
torno a la fuente, cuando el sol se marchaba por los cerros del Ahillo. O, para
aislar de la visita de algún intruso que
les mermara su pastizal.
Mientras los caseros
prosperaban con el reparto de
nuevas roturas que el rey Carlos III había llevado a cabo por los años
setenta del Siglo de las Luces, los gañanes
y pastores cada vez se veían más sumidos
en la miseria. Los primeros, al recibir las licencias y suertes de
terrenos, talaban los terrenos de los
cabezales de la montaña, quemaban los
encinares, plantaban vides y olivos sin
orden ni concierto, sembraban trigo y
cebada en las tierras de más suelo, y aumentaban su pequeño caudal; para
hortaliza cuidaban de la del amo, que les recompensaba, por esta labor,
con el jornal. Sin embargo, los pastores parecían que habían nacido en otro
mundo: Se sentían condenados por el
simple hecho de preceder de
familias abandonadas, y demasiado había
hecho el amo con recogerlos como pastores. Se conformaban estoicamente,
porque, al menos, podían comer todos los días. Y, ni siquiera, habían sentido en su lactancia el calor de
madre porque, en muchas ocasiones, procedían de niños expósitos o de viudas que
habían muerto en el parto.
Aquellos pastores les tomaban cierto amor y cariño a todos sus animales, que bautizaban
con nombres relacionados con la naturaleza
y el cielo. Al más blanco le gritaban
con el nombre de Lucero,
a su madre por Alba, al que tenía el
balido más dulce, Colorín ,.....Así
desbordaban su imaginación y podían
suplir el norme vacío de su soledad mediante un diálogo instintivo con sus animales, ya que la presencia humana le faltaba en la
mayoría de las horas del día. En este contexto,
vivió el pastor Antonio. Me lo refirió mi abuelo en más de una ocasión.
Antonio, sin embargo, era diferente, no podía soportar aquella soledad. Pues, en sus primeros años,
había vivido entre una familia numerosa, que
sólo se alimentaba de las limosnas y
de los repartos de panes, que,
por las fiestas, recogía de la casa de los párrocos en Semana Santa o
Navidad. Sin embargo, su madre murió
y de él se compadeció un amo
castillero, que se lo llevó de pastor de este cortijo hasta que se hiciera un
hombre.
Difíciles pasaron los años de su niñez y
adolescencia. Le invadió la melancolía. En su rostro las huellas de la tristeza
siempre se fijaban en su adusta faz,
pues no le gustaba sonreír. Tan sólo, de vez en cuando, algún corderillo le provocaba una abertura mayor de la comisura de su boca.
Incluso, a los machos zahería con
pedradas cuando lidiaban entre ellos. No
soportaba tantas horas contemplando
aquellos montes, los mismos encinares, el mismo arroyo y la misma fuente.
Mas, lo que más le irritaba y enojaba, era el
encuentro al atardecer con los otros pastores de los cortijos en la
fuente de la Piedra y de la Alfávila. Se reunían y se hacían chanzas unos
contra otros. Que si sus corderos tenían las patas más escuálidas. Que si el
cabrito de la mancha blanca parecía un viejo canoso, que si Antonio se comía el alimento de las cabras y así los tenía de
secos. Puras bromas. Pero, en su estado de ensimismamiento, creía que se burlaban de él.
Cuando regresaba
al cortijo del Espino, el mundo se le venía encima. Otra vez, el casero le obligaba a ordeñar a los animales, a llevar
paja de la tina para repartirlo en los pesebres y en los rediles. En los
ratos libres, a apretar el cinturón
de esparto para la elaboración del queso casero Por la noche,
sin luz alguna, harto de la caminata,
con el hocino, tenía que cortar
la leña y la maleza para poderse calentar toda aquella familia que formaban el
casero, su mujer, tres gañanes, dos
pastores y el hijo pequeño .Y, eso lo tenía que hacer, tan sólo
para cenar un pan duro con algún tocino,
y, ocasionalmente, alguna gallina que había matado por la mañana la mujer del
casero. Aún más, se sentía completamente
alterado por que las perdices que cazaba se las quitaran para venderlas al día
siguiente en la plaza de la Villeta del
Castillo. No podía saborear alguna parte
de aquellos animales que había vigilado
durante todo el día hasta caer en sus trampas.
Cada vez más
aumentaban las diferencias entre el casero y Antonio, conforme avanzaba
en edad. Menos se hablaban, lo hacían casi monosílabos, y poco discutían. Le
había invadido la desidia, la apatía y el malhumor Parecía como si el pastor estuviera tramando
algún desenlace fatal para aquella forzada convivencia. Y eso que la mujer del casero trataba de atraerse al muchacho,
le preparaba el hato y el zurrón con gran esmero. Incluso, por la mañana,
le preparaba siempre algunas frutas secas
como pasas y pan de higo que
tanto le gustaban. Pero, no había modo de cambiar su actitud, parecía como
si estuviera hipnotizado o
embaucado por un ser extraño A escondidas, lloraba sobre su camastro de
hojas de farfolla. En su mente, le habían quedado unas imágenes que no podía
olvidar, la compañía de sus hermanos
menores acariciándolo y mimándolo ante la ausencia de su madre. .
Era lógico que
compartiera aficiones con los de
su misma condición. Pero, si antes se relacionaba con los gañanes, en los primeros años de su adolescencia cada vez
más los evadía. Se salía por el portón
del corral para no encontrarse con ellos cuando partían al campo. Madrugaba aún
más que los caseros, se vestía
rápidamente sus delanteras de paño
listado, el calzón corto, y la coña para cubrir la cabeza, y el abrigo de lana.
Tan pronto como se calzaba las abarcas de piel de toro sobre las pieles de
paño, se comía el primer bocado y por el
camino terminaba de desayunar. No esperaba a nadie, emprendía el camino con sus
ovejas y cabras, y , con su zurrón, se dirigía a parajes más alejados de la
Morenita con el fin de que no tuviera ni siquiera que almorzar con la familia
en el cortijo.
-Muy triste, amigo. Interesante para hacer un
estudio psicológico de este personaje.
En medio de un grupo tan pequeño
y con unas reacciones tan fuertes.
-Yo no entiendo de
eso. Pero, aquí se dan muchos de
estos casos.. Hay personas muy raras. Pues no me extraña que este fuera uno de
esos. No voy a contar más desgracias,
con estas os podéis haber hecho una imagen del retrato de este pastor
melancólico. Pues, la última merecería un capítulo aparte, le creció un pequeña
verruga, que trataba de disimularla con su manto de montea cuando se le acercaban los campesinos. Como
dicen los de estas tierras, a
perro flaco, todo son pulgas.
-Prosiga. Prosiga, que es muy interesante.
...........................
Antonio, sin embargo, en un día de primavera, cambió de
carácter Pronto, lo denotaron los
pastores de los otros cortijos al acudir a la cita. Ya bromeaba con ellos. Les
espetaba con frases de doble sentido.
Competía y porfiaba en el cuidado de sus
animales., Para él no había
en toda la sierra uno mejor que su Lucero. Su Alba era la diosa
de la fecundidad, no sólo por los cabritos que paría sino porque eran los mejores. Y,
a los corderos les había enseñado un curioso ritmo que parecía una ruda sinfonía musical con sus
balidos. Sus compañeros de rebaño
estaban desconcertados. Unos y otros se
preguntaban cómo se había producido aquel cambio en unos pocos días. Lo achacaban a que este las
flores habían brotado antes y con mayor
floración. Otros, a que el agua había convertido aquellos pastos con un verdor irradiante al que nadie podía soslayarse de su fuerza natural. Otros se preguntaban si
había recibido a escondidas la visita de alguna persona forastera. Unos decían
que habían visto un fraile de paño catorceno cruzar el camino de Alcaudete
hablar con unas mujeres y les había adoctrinado hasta tal punto que habían
cambiado también de vida. Lo mismo le podía haber pasado a Antonio. Otros
creían que hubiera acudido a algún santero
del entorno para que le sanara. Pero, esto no se lo
podían creer. Ni tampoco se figuraban que hubiera sido adoctrinado por
el cura que cobraba los tercios de
los animales, pues llevaba ya tiempo sin venir a hacer el recuento.
En aquellos días, había renacido su afición por el tallado de la madera. Les
regaló a todos sus compañero unas cucharas de palo con un dibujo en la parte
ancha del asa simulando unas crines de
caballo. Estaban sorprendidos, no se creían que aquel rudo pastor, como ellos,
pudiera tallar con su navaja
aquellos trazos tan acertados. Parecían como si hubieran sido tallados
por un artista consagrado o tuviera un modelo ante su presencia. A los
corderillos les colgó unas patas de un
estilizado caballo. Tan delgadas, esbeltas, que se asemejaban a las de una
sirena por su perfección. Todos le preguntaban si había descubierto su modelo en alguna
figurilla de las ruinas que antes os
comentaba.
A nadie quería desvelar cual había sido el revulsivo
para que ya no fuera ni por asomo el triste Antonio. Hubo quien le preguntó si se
había asaetado por un algún dardo
amoroso, un cupido de alguna moza de los cortijos cercanos. El sonreía con
socarronería, y, les contestaba si habían visitado en la venta a la mesonera.
Lo curioso de la situación radicó en que no aconteció en un solo día. Tampoco, en unas
semanas, pues se prolongó un mes y otro mes. Cada vez, la cara le cambiaba. El mismo sustituyó los
desgastados vestidos de invierno por una
blusa y un calzón de cáñamo recién
estrenados, y se cubrió con un esbelto
sombreo de paja, elaborado por el mismo. Los otros cortijeros también notaron
que su saludo no era huidizo, sino mucho más efusivo.
No podía olvidar el día que, por una cosa del
destino, cambió la ruta diaria de llevar
el ganado desde el cerrillo del
Espino hacia el de la Majada, y quiso adentrarse a la zona de Martos, justo en el límite de aquellos
abruptos suelos. Iba divisando las mojoneras, que unos días antes el corregidor
había marcado con cruces blancas en los robles,
o de palo hincadas en medio de varios peñones. Vadeó el mojón de
Mingo Sancho, que habían colocado los arcabuceros, al que curiosamente llamaban
Los pastores el ciento uno; detuvo la vista en el de Salobres, que dividía por
entonces los términos de Alcalá, Alcaudete y Martos; mientras pacía el rebaño,
fijó su atención en un coscoja, colocada en una quebrada de dos peñascos donde los alguaciles habían señalado
otra cruz del límite, y, ya no pudo más
resistirse, se acercó a unas ruinas, que llamaban de los Villares Grandes. Le llamaron la atención los restos de unos muros de mampostería, y
una gran cantidad de trozos de tejas y ladrillo, diferente a los que había en
el cortijo del Espino.
En medio de
aquellas piedras, se sentó en un pequeño
prado, disponiéndose a descansar. Sin apenas esperarlo dio varias cabezadas,
mientras las ovejas balaban y las cabras
rozaban la hierba. Al despertarse, en
medio de una nube se le presentó un
hermoso animal. Era un caballo joven, un potro de pocos meses, recién parido,
blanco como la nieve. Sus ojos pusieron obnubilados. No fue diferente su primera
reacción. Se quedó completamente
estupefacto. No era un caballo como Los demás, se le acercaba a su lado.
Como un amigo, retozaba y jugueteaba para
llamarle la atención. Dio varias coces al aire y todo su alrededor vibró con sus fláccidos escorzos. Parecía como si quisiera agasajarlo
o, si fuera un enamorado, tratar de pretenderlo. Poco a poco despertaba de
aquel sueño, si aquello no lo era. Se dirigió al caballito blanco, y le llamó con varios gritos, similares con Los que se dirigía a
las ovejas. Este, sumiso, se dejaba acariciar. Le hacía caso a todas sus
lisonjas. Se agachaba para que le
pasara sus manos sobre el lomo. Salvaje como se había presentado, cada vez más
se asemejaba a una persona humana. Estaba a punto de hablar. Pero se dejaba resistir. Si le preguntaba por su amo, el animal le respondía con un
movimiento negativo de su cabeza,
dándole entender que el era el único que mandaba y
podía disponer de su propiedad.
Cada uno de
los gestos, realizados
por el caballo, aumentaba la confianza
del pastor. Pues, ya no se sentía
un siervo cualquiera. Aquel caballo leo estaba
convirtiendo en un ser privilegiado. Pero, la sorpresa ya no
pudo ser mayor si no cuando el
caballo inició una conversación con él.
No se lo podía creer. Pensaba que se encontraba
todavía en sueños o había sido fruto de algún conjuro. Al instante el
caballo, tras relinchar dos o tres veces, le preguntó:
-¿ Porqué estás
triste y apenado? Eres joven,
todavía te espera un gran porvenir. No creas que tu vida va a ser tan
solitaria para ti. Vendrán mejores tiempos.
-No sé. No veo sino
la melancolía y la tristeza a mi
alrededor desde que me trajeron a estos lugares. Todos se ríen de mí. No tengo
padres.
-No te preocupes. Te acompañaré siempre que
salgas a los prados. De noche
seré tu vigía y compañero, cuando vayas a
Majada Grande a guardar el ganado. Ya nunca te encontrarás en soledad
alguna. Seré tu fiel compañero, a quien le puedes contar tus penas, compartir
tus alegrías o proponerle tus proyectos de futuro.
El pastor ya no creía que fuera un ser imaginario,
con aquellas palabras lo consideró como
su único y auténtico amigo de verdad.
Era una experiencia insólita la que le
acontecía aquel día , y, al mismo tiempo, distinta de la que, algunos , en otras ocasiones, le habían ofrecido su ayuda.
Aquel bello animal no se anclaba en el pasado, sino que le despertaba en cada
momento del recorrido nuevas sensaciones de felicidad. Con él, los rayos
del sol, al pasar por la Boca del Álamo,
iluminaban con más brillo
aquellos sitios umbríos, Su presencia le
hacía deleitarse del ruido de las
corrientes de aguas de las fuentes de aquellos alrededores. Aquella pareja
despertaba la curiosidad de muchos
animales que rondaban por aquellas sierras. Se detenían al verlos, parecían
como si quisieran saludarlos. Las
plantas silvestres, y la albahaca derramaban unos olorosos
perfumes que aventajaban a cualquier incienso celestial.
Sin embargo, el momento más triste resultó la
despedida, a la vuelta desde Majada
Grande al cortijo de los años. El caballo blanco le prometió que siempre le
daría su amistad. Tan sólo, un solo
condicionante le impuso como muestra de
fidelidad recíproca. Se lo dijo solemnemente y con estas palabras.
- Ya nunca te invadirá la tristeza, la melancolía es
una etapa pasada de tu vida, gozarás de la amistad de tus compañeros de
trabajo y de la familia que te ha acogido. Tan sólo, te pido una cosa.
- Dímela, por favor. Te lo prometo, que la cumplo
sin rechistar. Tus órdenes son para mí mi salvación.
El caballo, de nuevo, relinchó, avisando de su despedida. Por el camino, con voz clara, le dijo:
- No se lo cuentes a
nadie lo que te ha sucedido. Mientras
estés con los demás, mi sombra te
invadirá de felicidad, y tu compostura será diferente a la que hasta ahora, has
mantenido con ellos. Ya lo notarás.
- Contigo, al fin del mundo. Tus palabras son órdenes.
Como veníamos contando, el pastor no le decepcionó
al caballito blanco. Incluso, en el cortijo, a partir de entonces, ya no mostraba aspavientos con
nadie. Con el hijo del casero, se divertía contándole historietas. Le encantaba
una canción de la casera, cuando entonaba aquellos versos de amor que decían:
Cortijo de Llano,
De larga besana,
Había una señora,
Todo lo sembraba.
Un día de aquellos
Que se puso mala,
Todos los gañanes
Fueron a llevarla.
-A esta
mujercita
de
mandil de seda,
la
cama está hecha
que
se acueste en ella.
Y su maridito,
Que
se esté con ella.
Tu
maridito,
Me si tu me quisieras
A
la tuya madre
Llamarla
fueras.
-Levántate,
madre
de
dulce dormir,
que
la luz del día,
ya
quiere venir.
La
blanca paloma
Ya
quiere parir.
-Que
para o no para,
que
para un varón,
reviente
la sangre
por
el corazón-
-Mujercita
mía,
qué
triste desgracia,
que
a la mía madre
no la encuentren en casa.
-
Maridito mío,
si tu me quisieras,
a la mía madre
llamarla
fueras.
-Levántate,
suegra,
de
dulce dormir,
que
la luz del día
ya
quiere venir.
La
blanca paloma
Ya
quiere parir-
-Apérate,
yerno
un
rato en la puerta,
que
ya me estoy dando
la
última vuelta,
que
ya mismo voy
a abrirte la puerta.
Aquella melodía tan
dulce, los adjetivos de blancura dedicados a la paloma, le rememoraban a
su madre y, también al caballo, que se
le había parecido. Le obligaba a la ama a que se los volviera a repetir una y
dos veces. Se Levantaba con el mismo buen humor que se había acostado tras el
canto al calor del fogón. Aún más, renovaba las cargas de leña para que durara
más la fogata. Muchas veces, se quedaba a solas con su ama. Parecía que le iba
a desvelar el secreto. Pero, al final se levantaba de la silla saludándola
afectuosamente.
No se había producido
el cambio anímico con los familiares más cercanos, sino que con sus compañeros
los pastores se ponía de acuerdo en
acudir a la despedida de las fiestas de Los cortijos, donde al son de algunos
instrumentos de percusión recitaban romances fronterizos y jugaban con las
mozas a unos burdos sainetes, que acababan con algunos bailes bajo la mirada de
Los padres y dueños de los cortijos Nadie se creía que aquel fuera el pastor Antonio. Se adecentaba. Con
los pocos ahorros se había apañado un
camisón blanco, unas medias de cáñamos, y unas calzas negras, un
sombrero de Jaén, un chaleco de paño y un calzón corto con botones de metal y
zapatos de becerro blanco; para protegerse del frío un capote con cuello con el que se protegía
la garganta mientras se trasladaba desde
los cortijos de la Alfávila hasta su cortijo. Los nuevos roturadores de tierras
comenzaron a apodarle por Antonio, el de la Alegría.
Sin
embargo, siempre acababa la conversación
con él tratando de que desvelara el secreto de su nueva forma de ser. Lo atosigaban y le hacían
miles de preguntas. ¡Qué bien te encuentras , Antonio! No eres el mismo. Te han cambiado. ¿No se te
ha aparecido la Santa Faz? ¿Has comido hierbas exóticas? ¡Qué bálsamo te dio el
viajero de Martos¡
Al principio, eran meras insinuaciones. Pero otros
querían experimentar lo mismo. Lo perseguían. Lo seguían sus pasos. El desviaba
el ganado de los sitios conocidos. Al instante, su amigo, el caballito blanco
aparecía, le acompañaba en medio del ganado. Se divertían. Porfiaba con él a la
barra, jugaba a los dados que el se
había fabricado con los juegos de animales. A veces cantaban canciones de amor
y tarareaban romances de ciego o villancicos. Si tenía hambre, le buscaba,
frutas silvestres, acerolas, ciruelas,
manzanos tempranos o peras.
Cuando se
cansaban de corretear, simulando carreras entre ellos, se dirigían a Los
arroyos y bebían de las aguas
cristalinas. El caballito le apartaba los insectos y el pastor, formando un
cuenco con sus dos manos, recogía el agua para llevarla a la boca. No le
gustaba al caballito que cazara a animales, sino que le pidió que hiciera una
jaula para encerrar a Los que se veían más desvalidos. Allí, metió dos jilgueros, un colorín y un
ruiseñor. Se divertían, el caballo y el pastor, fingiendo sus trinos.
Fue un día de fiesta., se habían juntado por la
cruz, varias familias del cortijo del Espino, la Alfávila, de la Majada, Hoyo de Piedra. Cerro Gallardo, de los Rasillos, de los Arrayanes. la
Rabitilla, del Madroño y de los Lobos. Antonio era el centro de la conversación
de todos Los invitados, le ofrecían una pretendiente para casarse, un nuevo
trabajo de gañán; Los había que le querían elevar a la categoría de jornalero.
Corrían las escudillas de vino de la tierra, amenizado con garbanzos tostados.
Al final, una copa de arresoli le
calentó la lengua. No pudo resistir más
ante tantas provocaciones. Uno de sus amigos le hizo un aparte, y le preguntó
quien era lo que le había cambiado de
vida
- El caballito blanco.
- Estás loco,
le respondió sorprendido su interlocutor..
- Sí, sí el caballito blanco, de Majagrande.
Volvió a casa, mientras en
su interior algo le remordía la conciencia. Nunca creía que le pudieran haber
arrancado aquel secreto. Al día siguiente, se arrastraba por los mismos lugares
donde se le presentaba el caballito blanco: Los Villares le parecían un suelo
lunar Por aquel camino, no se topaba más que con espinos y abrojos. Se le
secaba continuamente la boca. Al llegar a Majada Grande, llamó varias veces al
caballito. No le respondía. De repente, le invadió de nuevo la tristeza y la
melancolía. Y así pasaron varios años con el mismo estado de ánimo.
-..................
El doctor, conmovido
por el lirismo de la narración, quería
sacar más datos de la vida de aquel pastor y le preguntó al nuevo amo del
cortijo:
-¿Murió Antonio?
- No se sabe si
murió de pena, o si ya no volvió
a recuperarse de la nueva recaída. Han
pasado tantos años que el
desenlace de esta leyenda se ha
perdido por la transmisión oral. Lo cierto
es que los pastores siguieron visitando estos parajes. Buscaban el caballito blanco, se asustaban
cuando se encontraban solitarios en
estos cerros por si pudiera presentarse
de improviso aquel espíritu. Además,
tildaron de un hálito espiritual a
aquel paraje de Majagrande, a los Villares, y a la Alfávila.
- En verdad que usted lleva razón, pues no hay más topónimos musulmanes en toda la comarca
que en este lugar: Alfávila, arrayanes, rabitilla, majada,... e, incluso,
romanos, los villares.
El amigo trataba de razonarles toda aquella historieta al doctor y a l amo por medio de la comparación
histórica.
- Debió ser una
villar tardorromana, y muy importante; ubicada en este lugar, donde el
agua se encuentra en el Hoyón de Piedra, las Lagunas y la fuente del Espino..
se transformó en una alquería Además,
era un paso de camino y de vías
pecuarias desde el reino de Granada hacia Martos, por donde los pastores y las tropas entraban a pastar y guerrear. Debieron acudir muchos más
pastores en la época en la que por aquí tan sólo se señalaba la marca de la
frontera.
:- Yo no entiendo de eso, pero que el caballito o lo que sea,
pero si le aseguro que este ser imaginario debió calar en el alma
profunda de las gentes de aquí. Pues, hace
sesenta años, todavía recordaban
los que me vendieron el cortijo, que otro casero se encontró una pequeña
figura blanca en el Villar Bajo, que es como le llaman actualmente.
- De mármol.
-¡Qué importa! Pero de gran valor, sí, se lo puedo
asegurar. Pues, se fueron a Madrid, la vendieron a unos anticuarios y compraron
una casa en la capital de España y otra, en el Castillo. Se hicieron ricos.
Alguno me comentó que podría ser.
- El caballito blanco.
- No sé, no sé. Pero, la pinta la tendría. Pues, no
otra cosa puede cambiar la vida de las personas. Si no, se lo pregunten a
algunos amigos de la Alfávila.
-¿Porqué?
- Porque andan como locos buscando otro tesoro.
Dicen que, hace unos años, murió Daniel el Chorrón de Piedra, el más hacendado
del lugar. Viudo, pero sin hijos. Sus sobrinos se repartieran todas estas
tierras que desde aquí contemplamos. Pero, raro es el día que no los sorprenden
a uno de ellos o a un lugareño, cavando
en los sitios más inhóspitos e insospechados.
-¿Qué buscan? ¿Otro caballito blanco?
- No, no, esto es más rayano a la vida real. Dinero,
mucho dinero. Lo tenía escondido en un escondrijo, y nadie ha dado con su paradero.
El amigo, sonriente,
no sabía cómo se podía ligar toda aquella sarta de historias y leyendas.
Le daba vueltas a la cabeza. Miraba y
remiraba todos aquellos cerros. En un
mundo tan reducido, bucólico, casi virgiliano, no esperaba que la imaginación se desbordara tanto. Con la mente
ida, el doctor, le llamó la atención:
- No te montes otro caballito blanco. Aterriza. Pues
el hambre y la pobreza siempre han creado
fantasmas en toda la comarca.
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