CAPÍTULO XXI
EL ESCRIBANO PINTOR VA LA CASA DE LOS SARDOS
Aquella mañana,
tan fría que no podía sujetar la pluma entre sus manos, le impedía
trabajar a Gómez Muñoz. Le apetecía bajar a la nueva ciudad del valle
y hacer unas consultas en las
tiendas y talleres que se abrían
por las calles perpendiculares y
paralelas del Llanillo. Ya no quedaban
apenas solares edificados y estaban cubiertas muchas manzanas en torno a
los conventos y las nuevas ermitas.
Tan sólo unos pequeños huecos en la zona de Tejuela junto al convento de
Consolación, y en los alrededores del convento de las madres dominicas. Por la
Viñuela, algunos ganaderos guiaban
sus ovejas y cabras hacia las
dehesas circundantes y unos pocos
arrieros portaban cargas de trigo hacia
los caminos de Huéscar.
Emprendió la
marcha. Lo hizo por la puerta y calle del Postigo. Acudió a la iglesia de Santo Domingo, donde saludó
al licenciado Calvo y rezó ante la Virgen de la Antigua. A través de una calle
que desembocaba a la puerta del Arrabal.
En unas casas cercanas se encontró con
María López, esposa de pinto Nicolás Raxis. En una pequeña sillita, rodeada de
un mantón había colocado a su hijo Pedro para que tomara los primeros rayos de
sol. En el portalón y cuarto bajo, se encontraba su taller con un banco y una mesa llena de herramientas de esculpir.
una garlopa, una gubia, un juego de limas, hachetas,..; sobre unos estantes
varios modelinos de imágenes que no pudo identificar, y colgados con ramal
molduras de retablos, esquinas de
altares, rosetones, veneras; en el fondo varios escudos empezados a tallar;
unas láminas envejecidas y amarillentas colgaban de sus paredes con
grabados de Zuccaro y de otros artistas
italianos.
-Buenos días, María, ¿y tu esposo?
- Se encuentra
en casas de su padre, porque han acordando trabajar juntos y ponerse de
acuerdo, que ya es un gran paso. Ya era
hora.
-¿Tan mal
están las cosas?
-Alguna desavenencia ha habido entre los
hermanos. Tantos y tan artistas son difíciles de concertar entre ellos.
Tras despedirse, Gómez Muñoz pasó por debajo del arco de la
puerta del Arrabal y saludó al mayordomo del Pósito, que tomaba el sol en una esquina de edificio.
-Entre, don
Gome.
-¿Para qué me
solicita?
-Para que vea
, si llevo bien las cuentas..
Traspasada una
puerta adintelada, atravesó una
habitación bajo de la balanza de las pesas, colgadas a la viga s de la segunda
planta. Desde lo alto de las escaleras, se divisaban varias trojes y baldas de
estanterías llenas de trigo. Luego, entraron a una pequeña habitación y se sentaron en un banco
junto a una amplia mesa y un bufete, de donde sacó una
arquilla, y, dentro de ella, un libro
de anotaciones. En un lado, anotaba las
entradas y en otro, las salidas: en las primeras especificaba bien las partidas
de los cortijos de los bienes propios y de las compras de trigo. Lo leyó
detenidamente el escribano y ratificó las cuentas de varias partidas traídas a
través de los arrieros y bajo el control de algún regidor desde varios puntos de Castilla y de la
Campiña andaluza, escasas eran las que provenían de tierras italianas a través
de barcos. En las salidas, se
acrecentaban y descompensaba con el número de las hojas de las entradas, había cantidad de
prestamista por los meses de la sementera, pues abundaban los agricultores y
labradores que venían a recoger el trigo para sembrar; en otro sitio el trigo
podrido y las cargas entregadas a las panaderías
por la carencia y para distribuirlos entre los pobres de solemnidad. Revisó un préstamo
pequeño de dinero a un particular y al cabildo para la obra de la casa.
-Me quedo
tranquilo, don Gome. Mañana debo rendir cuentas al diputado del Pósito y
siempre se le puede a uno escapar un
error.
-Quede
tranquilo, mayordomo. Están tan limpias
como una patena.
Saludó a varios
posaderos en las calles de los Mesones,
la alta y la baja, mientras despedían a
los arrieros que emprendían el viaje de vuelta. Lo
hizo primero con uno que atendía a un playero; este tenía
cargada la burra con algún trigo de la comarca comprado
a un particular y que le había compensado al trueque con la venta de los bacalaos, sardinas y
arenques vendidos el día anterior en la plaza baja.
Al llegar a la
calle Real, miró a su derecha el convento de San Francisco que comenzaba a edificarse y tan sólo, tenía levantados los muros de los
cimientos del templo. Cerca de la calle de los Sardos, también andaban en obras en el convento trinitario, Al llegar al penúltimo tramo de la calle Real, saludó al escribano Contador,
que había salido de la puerta de su casa para estirar los pies. Entró en la
casa de Pedro Sardo. Un caserón enorme, con portada dintelada de piedra de
cantería; una fachada isodoma en la que
se abrían unos pequeños ventanales en cada unos de sus tres cuerpos. Se
distinguía aquella casa de entre las demás por su altura, sus dimensiones y su
grandiosidad, parecía un palacete de un señor y era de unos forasteros
avecindados en Alcalá. No podía de ser de otra manera. Aquella casa había dado
de comer a 12 hijos vivientes y a otros que no habían llegado a la
adolescencia.
Con una nariz
muy pronunciada, pero embotada como es típica de los legionarios romanos, aquel
pintor de Cerdeña denotaba en su hablar el acento italiano y las maneras de un
orador del foro boario de la capital del Imperio. Con sus gestos, casi parecía
que declamaba un texto de poesía, y con sus tonalidades cantaba más que
hablaba. A estas horas de la mañana, se encontraba con su mujer Catalina
González esperando la llegada de sus hijos que habían acudido a las tiendas de
las escribanías para cerciorarse de algunos puntos.
-Buenos días,
Pietro, ¿Para qué me ha solicitado?
-Algo urgente
y necesario en mi familia.
-Un
testamento.
-Ni mucho
menos.
-Una dote de
una hija.
-Menos aún.
En este
preciso momento, entró su hija Leonor. Parecía que tendría unos treinta años y
con seguridad soltera. Muy desenvuelta, pero le afeaba la misma nariz y una
mirada torva. Se acercó al padre y le dijo:
-Padre, este hombre es el mismo
que hace unas noche bajaba con La Comadre. Ten cuidado,-le musitó al oído.
El
escribano se sonrojó, porque creía que no le había visto nadie en la noche del
conjuro. Y, sin embargo, se dio cuenta de que era la comidilla de las mozas
alcalaínas. “¿Acaso habrán averiguado que tengo alguna moza en secreto? Y es mentira
¿Cómo se entere mi mujer y esposa? Salgo
apaleado por la puerta falsa de mi casa” se decía balbuceando y entre dientes
para disimular la situación embarazosa. .Como distraído, cambió el punto de
mira de sus ojos y se fijó en un
crucificado que estaba colgado en la pared y se santiguó. Le rezó : “Miserere
mei”. Amen”
No hay comentarios:
Publicar un comentario