ALMAZARAS, FÁBRICAS Y MOLINOS DE
ACEITE (I)
Es verdad que hoy día los sistemas
productivos no se definen por el predominio absoluto del sector primario como
acontecía en otros siglos. Pero juega un papel muy importante en el
mantenimiento de la población en la España Vacía, y, en nuestro caso, mundo
rural, que, a pesar de los avances tecnologías y movimientos migratorios y de
despoblamiento ,se han plasmado en catorce aldeas, unos seis núcleos rurales y
numerosos cortijos transformados en lugar de aperos, viviendas rurales de usos
agroindustriales. El cereal y el viñedo desempeñaron un papel decisivo en estas
tierras del Sur. Pero, desde hace más de dos siglos y medio, el mundo rural alcalaíno
puede concebirse sin la presencia del olivo. Como producto agrícola y como
industria agraria. Incluso, se reguló toda su actividad artesanal mediante unas
ordenanzas que recogían desde el vertido de la jámila hasta las pozas;
curiosamente, un regidor de origen italiana Pedro Veneroso la incorporó al
corpus legislativo de la ciudad de la Mota.
En el municipio alcalaíno hay constancia de un molino de
aceite a mediados del siglo XVIII, a las faldas de la Camuña, en contraste con
Castillo de Locubín, donde eran varios los que transformaban la aceituna en
aceite desde tiempo inmemorial. El alcalaíno era propiedad de la familia de
Marroun y Balboa, y compartía la transformación de los productos agrarios
juntamente con la molienda del zumaque; los molinos aceiteros del Castillo se
remontaban a siglos anteriores y llegaron a compartir la elaboración del aceite
con la de la harina, y el papel, de modo que destacaban los de la familia de
los Aranda y Montijano en el entorno del río San Juan. Los molinos solían
albergarse en los cortijos y en construcciones, que diseñaron un nuevo tipo de
vivienda que ampliaba las antiguas moradas. Junto a la habitación de la
molienda o nave de fábrica con las piedras, ruedas, prensas, o vigas, se
distribuían otros cuartos: la prensa con
su torre, el de la caldera, y el del pesebre del animal de tiro; en los cuartos
de los cosecheros, colocaban sus cargas diarias para reservar la elaboración
olivarera; también, existían los sitios de decante, y las bodegas del
almacenamiento en cántaras, las dolias romanas. No faltaban otros cuartos
auxiliares como las dependencias del encargado, el patio, y el lugar de peso de
las cargas de aceituna. La torre o un aposento más elevado albergaba el
mecanismo de la viga con una altura en torno a los cinco metros y albergaba
abrazaderas, rodillos, sombrerillo de aro y husillo, todos ellos de madera;
luego, con el uso del vapor las chimeneas se alzaron y se distinguieron entre
el paisaje de cereal y olivarero.
La
roturación de los montes enriqueció a sus propietarios con las primeras
producciones de trigo y demás cereales. Pero los campos fueron agotándose, y en
los terrenos de monte, el olivar sustituyó a los viñedos y encinares. Hasta los
terceros decenios del siglo XIX, el olivar alcalaíno quedaba reducido a su
carácter disperso y de riego escaso y concentrado de las Riberas, Palancares
algunos pagos con fuentes, y al olivar de secano a la zona de Charilla, Santa
Ana, Caserías, Grajeras y la Rabita. El molino fue la única industria artesana
que distinguió a las aldeas alcalaínas. Al primer molino de la Acamuña se
añadieron por doquier nuevas industrias aceiteras por todas las tierras del Sur
de Jaén. La industria molinera comenzó a
propagarse en estos decenios con dos molinos, una en Alcalá y otro en Santa
Ana, pero debieron pasar varios decenios y extenderse los campos de olivar para
que ya en 1854 nuevas maquinarias y políticas desamortizadores coadyuvaran a
que nacieran otros nuevos molinos, mientras pervivía el de dos vigas de la
familia Romero en las Grajeras, y los de prensa comenzaron a impactar de la
mano de Antonio León y Antonio Serrano
en Santa Ana, y José María Cano en Ermita Nueva.
A finales del siglo XIX y principios del XX, se produjo una
gran salto cualitativo y cuantitativo del mundo olivar pasando de la trilogía
cereal, olivar y viñedo al binomio olivar y cereal en detrimento de viñedo. Los
grandes propietarios de cortijos fueron los primeros que levantaron sus
fábricas de aceites en sus propios terrenos, o, en las aldeas con nuevas
tecnologías y fuentes de energía, la de vapor y la electricidad. De los cuatro
o cinco molinos se pasa a los catorce, y se extiende a nuevas zonas: el de la
Casería del Águila de Miguel Siles en la zona de la Pedriza y Cantera Blanca,
dos en Charilla, de los González y García Taheño, uno en las Riberas de la
familia Jiménez Cuenca, dos en Alcalá el de José Oria y Buenaventura Sánchez
Cañete en Tejuela; manteniéndose el de la Grajeras con extensión a la Rábita y
Fuente Álamo. Los había desde el de prensa de torrecilla, o de hierro, hasta el
de máquina de husillos, pasando por el de prensa antigua de viga, de modo que
los usuarios podían ser de carácter público o de propia cosecha. Su tipología
respondía a unas fachadas blancas, que solían estar rodeadas de varios patios
receptores del trasiego diario; la mampostería y aparejo de cantería en las
partes nobles caracterizaba la elevación de sus muros. Se distinguían los de la
ciudad de los de las aldeas en la hacienda rural, donde se albergaban el horno
de pan y el molino aceitero con su prensa, torrecilla y todos los otros útiles. en invierno el olor a jámila y aceite se
extendía por sus derredores aldeanos. A principios de siglo, el sello
modernista imprimió una huella especial a los molinos alcalaíno con el empleo
del ladrillo que distinguía a las chimeneas y algunas paredes de los distintos
cuartos. Las fachadas se enriquecieron con una rejería de forja, sillares y
portadas en las partes nobles, cubierta de teja árabe, buena carpintera de sus
vanos, y bellos mosaicos que ilustraban las zonas dinteladas con los santos
de los patronos y que anunciaban la fundación y nombre del molino. Han quedado
muestras importantes de este patrimonio rural en la fábrica de las Caserías de
San Isidro y Santa Ana, otras se encuentran en ruinas o desparecieron como la
de san José de la Rabita o de Charilla. Manuel de la Morena, Domingo Sánchez
Velasco, los Granados, y los maestros de obras municipales como Alameda o Cándido López dejaron su
estilo y su huella en estos edificios del casco urbano y aldeas. Comenzaron a aprovecharse hasta los residuos
de la molienda, por eso dos nuevas fábricas de orujo nacieron en la zona.
Pero, este siglo acabó casi con todos
los cultivos salvo el monocultivo olivar, mientras se tomaron políticas para
asentar la población en las zonas rurales, pues no se habló hasta en los tiempos
actuales de la España Vacía, o la aldea vacía. Eso es otro capítulo. Más
molinos, fábricas y almazaras.
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