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domingo, 5 de agosto de 2018

EL EL DIARIO JAÉN. LA SEMANA. MI ARTÍCULO.



LA CASA DEL DUENDE DE LA MOTA

         Muchas leyendas son verdaderas, o, al menos, tienen viso de realidad. Y esta es una de ellas. Es un relato, con elementos de ficción. Hace de ello casi cuatrocientos años, había una casa lujosa, de señores, lindera a la casa del corregidor; debajo de la Plaza Alta, en dirección hacia la muralla de la Puerta Nueva y la torre de la Especería; en concreto esta mansión era propiedad y cobijo de una famosa e hidalga familia, los Aranda Méndez de Sotomayor. Nobleza y alcurnia no le faltaban, pero todos los vecinos se referían a   esta casa como la casa del misterio.  Hacía tiempo que su familia la había abandonado a duras penas. La había recibido Leonor Méndez de Sotomayor como el último eslabón de la herencia paterna por ser descendientes de las familias de los conquistadores de la ciudad.                   
          Pasaron algunos años y nadie les quiso alquilar aquella casa. El ama, una devota y señora emprendedora, huérfana de padre y madre, pensó fundar un convento. Cedió su casa, buscó personas influyentes y poderosas entre los notables y ayuntamiento de la ciudad para que le ayudaran a hacer realidad el proyecto. No tuvo, al principio, muchas dificultades, porque la mayoría de los regidores y jurados fueron familiares suyos. Su plan contribuía con la defensa municipal de que no se abandonara la privilegiada fortaleza, y, por otra parte, sabía que le era imposible fundarlo en otro sitio, porque a nadie se le permitía edificar edificios religiosos en los bajos de la ciudad moderna.

El prelado dominico dio el visto bueno al proyecto; el abad hizo lo mismo dentro de su jurisdicción, también a Leonor se le aceptaron todas las cláusulas de su contrato con el nuevo convento: dos monjas reservadas a la familia y privilegios de enterramiento para los miembros de la familia en la capilla mayor del templo. Se trajeron monjas de Almagro y Jaén para constituir la cédula inicial de aquel convento.  Cada día, con el crecimiento de miembros del convento se renovaban la ilusión y la alegría de Leonor Méndez de Sotomayor, porque continuamente se veía obligada a acudir a los escribanos de la plaza alta para recibir las dotes de las novicias. y aún más, se comprometió con los mejores canteros de la familia Bolívar a renovar aquella casa con un claustro porticado, una capilla y dormitorios para las hermanas; en pocos años, aquella casa albergó a más de veinte monjas.
         Pero, pronto, comenzaron a surgir raros inconvenientes, acontecimientos extraños e inesperados sobresaltos. Las primeras monjas, procedentes de otros lugares, como no sabían nada de la historia reciente de aquel convento, tan solo se quejaban de las malas condiciones que ofrecía aquella casona al sotavento y frío del cerro de la Mota. Pero, con la entrada de las nuevas inquilinas de Alcalá, muchas de ellas, procedentes de famosas familias hidalgas de la ciudad, comenzaron a revivir las antiguas habladurías que corrían,de boca en boca,a lo largo de la ciudad. Comenzaron a levantar los más inesperados comentarios sobre la salubridad del convento. De común acuerdo, solían achacarlo al aljibe de la casa que cambiaba el color del agua convirtiéndola en una especie de vidueño rosado.   Para colmo, aquellos desarreglos provocaban una anemia corrosiva de los cuerpos que afectaba hasta la voluntad de sus almas. La mente se les turbaba, veían visiones a su alrededor.
        Entre ellas, de nuevo reapareció en sus conversaciones la antigua figura del duende de la casa. En medio de aquel desconcierto, comenzó a trastornar las mentes de algunas monjas. Por días, se enrarecía cada vez más el ambiente, hasta tal punto que la priora se vio obligada a comunicarlo al confesor y capellán del convento.  Por eso, acordaron traer un fraile exorcista para aplicar a aquellasmonjas unas sesiones de quitarle la posesión del duende. Llegó en secreto, de noche y se albergó en el mesón de la Plaza. Alta.  Convocó a la priora y realizo el rito exorcista.      

                     Tras la visita del fraile exorcista, la comunidad pasó varios días y meses en medio de una gran tranquilidad y paz interior.   Pero, de nuevo, sobrevino la recaída en la misma posesión. La llegada del duende se producía ahora con mayor ansiedad y provocando mayores desasosiegos; de nuevo,  hubo  abandono de otro grupo de monjas; en vano quedaron las prevenciones tomadas, de nuevo aparecieron  el agua rosada, las enfermedades,  las alucinaciones, los desvaríos de conversaciones en lenguas extrañas y los forcejeos imposibles de dominar por la superiora hasta el punto que a esta se le  colmó la paciencia y, secretamente, habló con varios señores de la ciudad para urdir un plan . Lo hizo con un regidor, familiar suyo, que le sugirió un cambio de residencia del convento aprovechando que el abad había condescendido a que casi se convirtiera en parroquia una iglesia del llano de la ciudad.

                   La priora llamó a un escribano y arrendó una casa; trasladó de noche a toda la comunidad a una casa de la calle Real fuera de la fortaleza de la Mota. No estaban muy conformes los miembros del ayuntamiento que mantenían sus casas en la fortaleza para no perder los privilegios; también la reacción del abad como autoridad eclesiástica no se hizo esperar. Y, así, todas las monjas recibieron un decreto de excomunión por haberse trasladado de domicilio sin licencia abacial. Pero, pronto quedó sin efecto aquella excomunión, pues obedientes y a regañadientes regresaron al convento.  Y, a volver al convento del misterio, a la casa aduendada de la Mota, de nuevo se repitieron los mismos acontecimientos. Y, así llegó el 1602, esta vez el plan se hizo con mayor sigilo. Se buscaron de valedor al regidor Sotomayor. Aprovecharon la ausencia del abad fuera de la ciudad, pues había marchado a Valladolid para arreglar asuntos familiares y personales de su estancia como abad de esta ciudad castellana. Como un reguero de pólvora se extendió que las mojas habían intentado pasarse a las casas de Cristóbal de Ibáñez junto a la ermita de la Veracruz para reubicar su convento, esto sin habérselo advertido al abad ni tener el beneplácito del ayuntamiento de la ciudad. Este convocó su cabildo, y se dividieron los pareceres: el viejo alcaide y los hidalgos de sangre opinaron que no se podía permitir el traslado del convento, porque iba en contra de los intereses de la fuerza y conservación de la Mota. Días después, de Valladolid regresó el abad mayor y mantuvo la excomunión de todas las monjas, al mismo tiempo que les tramó un ardid jurídico muy complicado. Convirtió en parroquia la ermita de la Veracruz, con lo que conseguía que no se pudieran levantar iglesia y convento cercano a sus alrededores.
         Las monjas no podían aguantar más. Habían derrotado la casa de los duendes. Y ahora se veían rotas por los abandonos, deshechas por los sinsabores de la ciudad y arruinadas porque no podían afrontar la destrucción económica de sus bienes.   Pero, como si se tratara un milagro, a primeros de año 1602, nació un rayo de esperanza en la comunidad dominica. No podían levantar un convento, pero sus patronos le sugirieron que podían comprar y trasladarse a un recinto en forma de convento. Se buscó un lugar casi religioso, un hospital que, por supuesto, tuviera un oratorio; y lo consiguieron, en el Llanillo, junto a la iglesia de la Veracruz. Le llamaban Hospital del Dulce Nombre de Jesús, donde se albergaba la imagen de la Coronada, patrona de los Desamparados y Madre de la Caridad.  Aquel amplio recinto de casas tenía capacidad para albergar aquella numerosa familia religiosa, Tan sólo, debían buscarle traslado al hospital y les compraron las casas de enfrente, las que estaba anejas a la ermita de la Veracruz. La jugada era perfecta.

         Además, le favorecieron las circunstancias, el cambio de criterio de las autoridades y hasta el tiempo. La peste intensa que azotaba a la ciudad fomentó la marcha de la fortaleza de muchas personas y los regidores cambiaron de opinión con respecto a las monjas. Consideraban que los nuevos barrios de la ciudad necesitaban de servicios religiosos y, si el abad había permitido la instalación de la parroquia en la ermita de la Veracruz, no creía que fuera un obstáculo que estos se realizaran, como en otros lugares y obispados, en las nuevas dependencias del monasterio.  No hizo falta más. Se trasladó el convento al Hospital, el duende quedó en la Mota, en la casa vendida en 1603 a un tal Francisco de Córdoba; que sepamos años después se abandonó todo el recinto fortificado y con ella su casa. Por un encanto especial de aquel rincón los cernícalos y las aves migratorias solían posar en los recovecos de las bodegas y planta baja de la casa del misterio, del duende, pretendían tal vez matar al duendecillo.


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