LA CASA DEL DUENDE DE
LA MOTA
Muchas
leyendas son verdaderas, o, al menos, tienen viso de realidad. Y esta es una de
ellas. Es un relato, con elementos de ficción. Hace de ello casi cuatrocientos
años, había una casa lujosa, de señores, lindera a la casa del corregidor;
debajo de la Plaza Alta, en dirección hacia la muralla
de la Puerta Nueva y la torre de la Especería; en concreto esta mansión
era propiedad y cobijo de una famosa e hidalga familia, los
Aranda Méndez de Sotomayor. Nobleza y alcurnia no le faltaban, pero todos los
vecinos se referían a esta casa como la casa del
misterio. Hacía tiempo que su familia la había abandonado a duras
penas. La había recibido Leonor Méndez de Sotomayor como el último eslabón de
la herencia paterna por ser descendientes de las familias de los conquistadores
de la
ciudad.
Pasaron
algunos años y nadie les quiso alquilar aquella casa. El ama, una devota y
señora emprendedora, huérfana de padre y madre, pensó fundar un convento.
Cedió su casa, buscó personas influyentes y poderosas entre los notables y
ayuntamiento de la ciudad para que le ayudaran a hacer realidad el proyecto. No
tuvo, al principio, muchas dificultades, porque la mayoría de los regidores y jurados fueron
familiares suyos. Su plan contribuía con la defensa municipal de que no se
abandonara la privilegiada fortaleza, y, por otra parte, sabía que le era
imposible fundarlo en otro sitio, porque a nadie se le permitía edificar edificios
religiosos en los bajos de la ciudad moderna.
El prelado dominico dio el visto bueno al proyecto; el abad hizo lo mismo dentro de su
jurisdicción, también a Leonor se le aceptaron todas las cláusulas de su
contrato con el nuevo convento: dos monjas reservadas a la familia y
privilegios de enterramiento para los miembros de la familia en la capilla
mayor del templo. Se trajeron monjas de Almagro y Jaén para constituir la
cédula inicial de aquel convento. Cada día, con el crecimiento
de miembros del convento se renovaban la ilusión y la alegría de Leonor Méndez
de Sotomayor, porque continuamente se veía obligada a acudir a los
escribanos de la plaza alta para recibir las dotes de las novicias. y aún más, se
comprometió con los mejores canteros de la familia Bolívar a
renovar aquella casa con un claustro porticado, una capilla y dormitorios para
las hermanas; en pocos años, aquella casa albergó a más de veinte monjas.
Pero,
pronto, comenzaron a surgir raros inconvenientes, acontecimientos extraños
e inesperados sobresaltos. Las primeras monjas, procedentes de otros lugares,
como no sabían nada de la historia reciente de aquel convento, tan
solo se quejaban de las malas condiciones que ofrecía aquella casona al sotavento y
frío del cerro de la Mota. Pero, con la entrada de las nuevas inquilinas
de Alcalá, muchas de ellas, procedentes de famosas familias hidalgas de la
ciudad, comenzaron a revivir las antiguas habladurías que corrían,de boca
en boca,a lo largo de la ciudad. Comenzaron a levantar los más inesperados
comentarios sobre la salubridad del convento. De común acuerdo, solían
achacarlo al aljibe de la casa que cambiaba el color del agua
convirtiéndola en una especie de vidueño rosado. Para colmo,
aquellos desarreglos provocaban una anemia corrosiva de los
cuerpos que afectaba hasta la voluntad de sus almas. La mente se les
turbaba, veían visiones a su alrededor.
Entre
ellas, de nuevo reapareció en sus conversaciones la antigua figura del
duende de la casa. En medio de aquel desconcierto, comenzó a trastornar
las mentes de algunas monjas. Por días, se enrarecía cada vez más el
ambiente, hasta tal punto que la priora se vio obligada a comunicarlo al confesor
y capellán del convento. Por eso, acordaron traer un
fraile exorcista para aplicar a aquellasmonjas unas sesiones de quitarle
la posesión del duende. Llegó en secreto, de noche y se albergó
en el mesón de la Plaza. Alta. Convocó a la priora y realizo el
rito exorcista.
Tras
la visita del fraile exorcista, la comunidad pasó varios días y meses en medio
de una gran tranquilidad y paz interior. Pero, de nuevo, sobrevino la
recaída en la misma posesión. La llegada del duende se producía ahora con mayor
ansiedad y provocando mayores desasosiegos; de
nuevo, hubo abandono de otro grupo de monjas; en vano
quedaron las prevenciones tomadas, de nuevo aparecieron el agua
rosada, las enfermedades, las alucinaciones, los desvaríos de
conversaciones en lenguas extrañas y los forcejeos imposibles de dominar por la
superiora hasta el punto que a esta se le colmó la paciencia y,
secretamente, habló con varios señores de la ciudad para urdir un plan . Lo
hizo con un regidor, familiar suyo, que le sugirió un cambio de residencia del
convento aprovechando que el abad había condescendido a que casi se convirtiera
en parroquia una iglesia del llano de la ciudad.
La
priora llamó a un escribano y arrendó una casa; trasladó de noche a
toda la comunidad a una casa de la calle Real fuera de la fortaleza
de la Mota. No estaban muy conformes los miembros del ayuntamiento
que mantenían sus casas en la fortaleza para no perder los privilegios; también
la reacción del abad como autoridad eclesiástica no se hizo esperar. Y, así,
todas las monjas recibieron un decreto de excomunión por haberse trasladado de
domicilio sin licencia abacial. Pero, pronto quedó sin efecto aquella
excomunión, pues obedientes y a regañadientes regresaron al
convento. Y, a volver al convento del misterio, a la casa aduendada
de la Mota, de nuevo se repitieron los mismos acontecimientos. Y, así
llegó el 1602, esta vez el plan se hizo con mayor sigilo. Se buscaron de
valedor al regidor Sotomayor. Aprovecharon la ausencia del abad fuera de
la ciudad, pues había marchado a Valladolid para arreglar asuntos familiares y
personales de su estancia como abad de esta ciudad castellana. Como un reguero
de pólvora se extendió que las mojas habían intentado pasarse a las casas de
Cristóbal de Ibáñez junto a la ermita de la Veracruz para reubicar su convento, esto sin habérselo advertido al abad ni
tener el beneplácito del ayuntamiento de la ciudad. Este convocó su
cabildo, y se dividieron los pareceres: el viejo alcaide y los hidalgos de
sangre opinaron que no se podía permitir el traslado del convento, porque iba
en contra de los intereses de la fuerza y conservación de la Mota. Días
después, de Valladolid regresó el abad mayor y mantuvo la
excomunión de todas las monjas, al mismo tiempo que les tramó un ardid
jurídico muy complicado. Convirtió en parroquia la ermita de la Veracruz,
con lo que conseguía que no se pudieran levantar iglesia y convento cercano a sus alrededores.
Las
monjas no podían aguantar más. Habían derrotado la casa de los duendes. Y ahora
se veían rotas por los abandonos, deshechas por los sinsabores de la
ciudad y arruinadas porque no podían afrontar la destrucción económica de
sus bienes. Pero, como si se tratara un milagro, a primeros de
año 1602, nació un rayo de esperanza en la comunidad dominica. No podían
levantar un convento, pero sus patronos le sugirieron que podían comprar y
trasladarse a un recinto en forma de convento. Se buscó un lugar casi
religioso, un hospital que, por supuesto, tuviera un oratorio; y lo
consiguieron, en el Llanillo, junto a la iglesia de la
Veracruz. Le llamaban Hospital del Dulce Nombre de Jesús, donde se
albergaba la imagen de la Coronada, patrona de los Desamparados y Madre
de la Caridad. Aquel amplio recinto de casas tenía
capacidad para albergar aquella numerosa familia religiosa, Tan sólo, debían buscarle
traslado al hospital y les compraron las casas de enfrente, las que estaba
anejas a la ermita de la Veracruz. La jugada era perfecta.
Además,
le favorecieron las circunstancias, el cambio de criterio de las autoridades y
hasta el tiempo. La peste intensa que azotaba a la ciudad fomentó la
marcha de la fortaleza de muchas personas y los regidores cambiaron
de opinión con respecto a las monjas. Consideraban que los nuevos barrios de la
ciudad necesitaban de servicios religiosos y, si el abad había permitido
la instalación de la parroquia en la ermita de la Veracruz, no creía
que fuera un obstáculo que estos se realizaran, como en otros lugares y
obispados, en las nuevas dependencias del monasterio. No hizo
falta más. Se trasladó el convento al Hospital, el duende quedó en la
Mota, en la casa vendida en 1603 a un tal Francisco de Córdoba;
que sepamos años después se abandonó todo el recinto fortificado y con
ella su casa. Por un encanto especial de aquel rincón los cernícalos y las aves migratorias
solían posar en los recovecos de las bodegas y planta baja de la casa del
misterio, del duende, pretendían tal vez matar al duendecillo.
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