CAPÍTULO XIII
Tras
la misa, Antón y su esposa salieron de la iglesia y se juntaron con otros
vecinos en una amena tertulia
intercambiando algunas frases del sermón del abad. Despidieron al
sacristán que en el claustro enseñaba la
doctrina cristiana a unos niños sentados en un
banco.
Por las escalinatas de la plaza, escucharon el sonido de una trompeta
convocando con su ronca llamada a los que estaban dispersos por la Plaza
Alta casi desértica y por las calles
adyacentes; llegaron un regidor, un portero de cabildo y un ministril que hacía de pregonero
aprovechando el mayor concurso de gente. Abrió un folio enrollado en forma de
cilindro y, en voz alta, a todos pidió que
se hiciera silencio. Con voz ronca y algo desgarrada por el sobreesfuerzo de
anteriores intervenciones y los fríos de invierno, leyó la última ordenanza que
había aprobado el cabildo municipal del viernes. Muchos de los tenderos daban
su anuencia a lo que escuchaban desde sus tiendas, porque obligaba a los
playeros, los mercaderes del pescado de la Costa, a vender sus mercancías en la
Plaza Baja de la Mota. Pues, hasta ahora, muchos vecinos se habían bajado al
llano abandonado la fortaleza y habían
abierto tiendas y talleres fuera del
recinto fortificado. Incluso, en los mesones que se hallaban en la
primera línea de los arrabales nuevos se
comercializaba muchas mercancías que venían destinadas al tradicional mercado;
entre ellas, la que más se escapaba de este rigor y control era esta de la venta del pescado de modo que , al
final, quedaban las muestras más deterioradas para las tiendas de la Plaza
Baja.
Bajaron
Entrepuertas, un tramo de la calle Real y , por los Mesones Altos, dejándolos a
la izquierda, se adentraron por la Puerta del Arrabal del barrio de Santo Domingo. Dieron varias
veces de bruces en el suelo al escurrirse por entre las piedras ígneas hasta
que llegaron a su casa. La llave chirrió y, con gran esfuerzo, finalmente Antón
abrió la cerraja. Leonor colocó la mesa y, aquel día, un guiso de asadura y
cabezas sació el apetito del matrimonio.
Tras la comida, limpió la mesa de las
migajas del pan y de algunos trocitos de
carne que habían quedado; luego, se trajo de nuevo el legajo titulado "Gómez de Mesía" y los
papeles con estrella de ocho puntas aludiendo al reino nazarí. Lo
abrió de nuevo por el mismo lugar que
lo había dejado antes de ir a misa.
Comenzó leyendo que, como era propio de su cargo, el corregidor compartía la
responsabilidad gubernativa con la
ciudad de Alcalá la Real, la capital del corregimientos, y con todos los pueblos del corregimiento, Loja y Alhama,
representados respectivamente por un alcalde mayor en su ausencia.
Releyó
la carta conjunta para las tres ciudades
avisando sobre el estallido de la guerra, al mismo tiempo que recibió,
específicamente, otra personal que
contenía el mismo mensaje y mandamiento con términos más
expeditivos al alcalde mayor. Primero, se fijó en el
folio en el que contenía la actividad bélica en tierras de Loja. Por estar más
cercana esta ciudad al frente de
batalla, el alcalde mayor dividió la ciudad en varios barrios, repartiendo la
vigilancia entre cuadrillas dirigidas por los regidores que formaban una
compañía de cien soldados para hacer rondas de noche, pues esperaban asaltos, imprevistos y a traición, de los moriscos amparados en la oscuridad del invierno. También tenía
apuntado que, el día 28 de diciembre,
salieron de Loja doscientos hombres en
dirección hacia la Alpujarra bajo las órdenes del marqués de Mondéjar.
Para
fortalecer la ciudad lojeña, al mismo tiempo, se realizaron muchos reparos
de muros y portillos abiertos, así como gran número de obras de fortificación
de la Alcazaba . Entre el mes de
febrero y mayo, el peligro del ataque de los moriscos
rondó, en varias ocasiones, las ciudades de Alhama y
Loja. Pero el escribano guardaba solamente estos
datos de estas dos ciudades del corregimiento de los
primeros momentos de la guerra; o, en algunos momentos, si trataban deL
corregidor Gómez de Mesía, que se había trasladado inmediatamente al frente de
batalla entre las ciudades de Loja y Alhama, donde había un peligro mayor e inminente, dejando en
Alcalá la Real al alcalde mayor Francisco Téllez.
Había dividido en dos capítulos la participación de las tropas alcalaínas en
esta guerra: desde el principio hasta finales de febrero; y, un segundo capítulo, relacionado con
la llegada de don Juan de Austria. Del primer capítulo, copió dos títulos tenía
apuntados : " que las tropas del
corregimiento de Alcalá la Real, se pusieron bajo las órdenes del marqués de Mondéjar". "Y este formó su campo contra los
rebeldes". Y había copiado literalmente algunos párrafos de Diego Hurtado de Mendoza y de otros cronistas para ampliar la secuencia histórica, como
veremos a lo largo del relato con citas textuales o adaptaciones de los relatos.
Este
era el
escenario bélico entre los dos
contendientes. Los vecinos de
Granada estaban muy perturbados por las nuevas que cada hora
venían de las muertes, robos e incendios cometidos los moriscos en las tierras
sublevadas. y solamente pensaban en la venganza. El marqués
de Mondéjar daba priesa a las ciudades que le enviasen gente para salir en
campaña, porque en la ciudad no había tanta que bastase para llevar y dejar,
certificándoles que de su tardanza podrían resultar grandes inconvenientes y
daños, si los rebelados, que estaban hechos señores de la Alpujarra y Valle, lo
viniesen también a ser de los lugares de la Vega, por no haber cantidad de
gente con que poderlos oprimir, antes que sus fuerzas fuesen creciendo.
Para
enlazar con lo anterior, Antón releyó los escritos primeros y fue resumiendo la lectura de la
mañana sobre los
preparativos de la guerra en la ciudad de Alcalá : el día 26 de diciembre se reunieron dos veces por la mañana y por la
tarde para el nombramiento del capitán y su estado mayor (un alférez, un sargento y cuatro cabos de escuadras), fijaron 500 ducados para el desempeño de la jornada, se ordenó
al jurado Pedro de la Peña que alistara
inmediatamente los soldados del Castillo
de Locubín, el alcalde mayor en Alcalá
declaró el estado de guerra, añadiendo el envío del regidor Rodrigo de Góngora
para darle de nuevo dinero cuando se juntaran en la ciudad, emitió otra orden
militar para que estuvieran preparadas con sus sillas y
pertrechos todas las personas que
tuvieran caballos y yeguas con el fin de
que lo pusieran a disposición de las autoridades en algún momento del conflicto
bélico. El capitán Juan de Figueroa
nombró todos los cargos de la compañía de caballeros en la tarde del día 27 de
diciembre: como alférez Francisco de Leiva Aranda, como sargento Antón García de Rivilla , y cabos de escuadra
Juan Gallego, Juan de la Blanca, Martín
de la Fuente y Hernán Ruiz de Cuenca y Cristóbal para los soldados de la villa del Castillo.
En la mañana del miércoles 29 , se reunió solemnemente el cabildo municipal y,
bajo la presidencia del señor alcalde
mayor, representando al rey Felipe II, se llamó al capitán, y se le dijo:
-Le entregamos la bandera y todos los instrumentos de guerra
para que acuda a las órdenes del señor Marqués de Mondéjar, capitán
general, al servicio de su Majestad.
-Lo acepto- respondió el capitán.
-Jura rendir
pleitesía y homenaje al rey en el nombre de mi, alcalde mayor.
-Lo juro.
A
continuación, el señor alcalde mayor le entregó la bandera de la ciudad con su
asta y trapo para que defendiera al rey en tierras granadinas. Y , él a su vez,
se al entregó al alférez. El alcalde
mayor le cogió a Juan de Aranda una mano con otra y metió la suya en medio,
mientras el capitán dijo esto:
-Juro pleito homenaje y , como caballero notorio, según el fuero de España, tener la
dicha bandera e los demás instrumentos
de guerra de esta ciudad para
servir a Su Majestad Felipe II por la
orden que le está dada por las cédulas del Ilustrismo señor Marqués de
Mondéjar, capitán general , que la tornaré a esta ciudad a poder de la Justicia
e Regimiento del de quien la recibe, y
en todo haré fiel que al servicio de Dios Nuestro Señor e Su Majestad Real convenga como bueno y leal capitán sopena de traición me conlleve
y de las otras penas establecidas contra
los capitanes que quebrantan sus fees y pleitos homenajes y la fe debida
su Re Nuestro Señor.
-¿Lo firma para ratificarlo?.
-Lo firmo.
Tras
solucionar los difíciles problemas
de financiación del traslado de las
tropas, marcharon los cien tiradores alcalaínos, en su mayoría
arcabuceros, hacia Granada, y lo mismo
lo hicieron las otras ciudades del corregimiento de Loja y Alhama con un número
similar de caballeros. El capitán Juan de Aranda Figueroa gozaba del apoyo
unánime del cabildo municipal porque era joven para el combate, tenía buenos antecedentes en otras lides
y prestigio y calidad humana para la tropa. Este, que
no Diego de Aranda como solía nombrarlo
Hurtado de Mendoza y le corregía con gran cabreo el oficial de escribanía Antón
en sus cuadernos, ganaba nada menos que dos ducados diarios por día de jornada,
el alférez Francisco de Leyva uno, el
aposentador y tamborilero que marcaba el paso, otros seis reales; ya cada uno de los
cien arcabuceros, tres reales por mes, elegidos entre los cuatrocientos peones
que fueron ala plaza por ser los más hábiles en su edad para afrontar esta
difícil campaña. Los del Castillo formaban una escuadra con doce ballestas,
diez arcabuces y tres sin armas; las
tres escuadras alcalaínas, surtida de hombres jóvenes de oficios artesanales campesinos y reemplazando a los padres para no dejar a las mujeres y niños sin
alimento, iban equipadas en su mayoría con arcabuces salvo tres o
cuatro ballestas, dos tambores y, sin armas, el furriel y aposentador Cristóbal
Jiménez. El capitán les previno que les
pagara cuarenta reales a cada soldado por el momento y estuviera a su cargo en
cada día del camino el avituallamiento , pero que no les diera todo el dinero,
porque ya sabía que muchos de ellos en otras ocasiones lo habían dedicado a
gastarlo en juegos de apuestas entre ellos y luego asaltaban todas las
alquerías por donde pasaban causando malestar entre los vecinos. Junto al
capitán, Juan de Aranda marchó a Granada
un comisario que se entrevistó con el Marqués de Mondejar comunicándole
que la ciudad estaba sin fondos. En este mismo día, esta compañía marchó a
Granada y se puso bajo las órdenes del marqués.
En
el día 30 se recibió una nueva carta del día anterior del Presidente de la Audiencia comunicando la
grave situación en que se encontraba la ciudad
con la rebelión de los moriscos del
reino de Granada, y pidiendo otros doscientos tiradores de Alcalá para
defender, bajo sus órdenes y como guarnición suya, el Albaicín, lo que dio lugar a que el
alcalde mayor Téllez convocase a cabildo, en su aposento de las torres de la Justicia, a los caballeros del cabildo municipal y se eligiera al
regidor Baltasar de Aranda para que
hablara con el presidente del Audiencia y aclarara el asunto ante la confusión
de noticias, órdenes y el nerviosismo reinante. No obstante para no caer en
olvido se tocó la campana mayor de la Mota anunciando un alarde ante la Casa de
Justicia de la Mota con el fin de que acudieran las personas útiles entre 20 y
40 años con sus armas y se previnieran
las cabalgaduras disponibles en la ciudad y su villa del Castillo de Locubín.
Una vez hecho el alarde para completar
la lista, el alcalde impidió salir de
la ciudad a cualquier persona requerida para esta leva, pues el último día de año no
contaba más que con catorce hombres en
la plaza.
El domingo día dos de enero de 1569, en medio
de dilaciones de los regidores y
requerimientos de los jurados para cumplir las órdenes superiores, el
alcalde mayor convocó un nuevo cabildo con la presencia de Baltasar de Aranda
recién llegado de Granada y con dos
cartas bajo la manga. El alcalde mayor leyó la primera, la del presidente de la
Chancillería, para que se le enviaran
tiradores sin capitán ni alférez y prometiéndoles buen sueldo, lo que fue
aceptado por todos los presentes. Pero sacó una nueva carta del marqués de
Mondéjar que les exponía la difícil situación por la que atravesaban en el
reino de Granada, al mismo tiempo que les daba el agradecimiento por el envío de los cien hombres bajo las
órdenes de Juan de Aranda. Pero el marqués alarmaba deque " los enemigos
se habían engrosado en gran número y se habían rebelado en toda la Alpujarra"
y solicitaba, con un nuevo
mandamiento, que enviaran para pelear en
la taha de Órgiva toda la gente útil a pie y caballo , que hubiera en Alcalá
sin reserva de ninguna persona al mando
de un nuevo capitán.
Como
sabía que la tarea era difícil , el alcalde mayor obligó a los vecinos con una
multa de 3.000 ducados en caso de deserción
al mismo tiempo que mandó al portero traer una caperuza, donde introdujo
los nombres de los cinco regidores presentes en el cabildo. Llamaron a un niño
de seis años y este sacó en suerte (
bueno, por lo que aconteció posteriormente, mala suerte) el nombre de Pedro
Serrano de Alférez para que se hiciera cargo
como capitán de llevar las tropas al marqués de Mondéjar .
Inmediatamente, pidió la palabra y
rechazó su nombramiento, pero , para paliar su negativa, propuso para este
encargo a su hijo Francisco de Aranda.
Todos lo rechazaron, y el muy testarudo trató de escabullirse de la
responsabilidad alegando que se sentía muy enfermo y con muchos achaques en los
pies. El alcalde mayor lo amenazó con una pena máxima para las Penas de Cámara
del Rey. Al día siguiente, por la tarde, le obligó a formar su equipo de mando
(el alférez y los oficiales) con la advertencia
de que lo mantenía preso en su casa.
Por
este día, no se habían enviado todavía los cien hombres al Presidente y el alcalde tomó cartas en el asunto convocando
un nuevo cabildo para las tres de la tarde y
amenazando a los desertores con una importante pena económica y al regidor Serrano de Alférez le obligó a asumir
el cargo de llevar los nuevos soldados
para Mondéjar. Como se resistía, llamó a los alguaciles y le
pusieron dos hombres de guarda en su casona de la fortaleza de la Mota. Al
final , todos llegaron a una acuerdo de
que se eximiera a Serrano de esta
misión, y que el jurado Lope de la Guardia trasladara a 75 hombres a Granada y
se los entregara a Juan de Aranda Figueroa, mientras Pedro Serrano quedara en Alcalá para la gobernación de la
ciudad en estos momentos difíciles atendiendo a su veteranía y experiencia.
Siguió
el oficial entremezclando leyenda de la crónica de cronistas y de Diego de Hurtado y anotando en medio las
actuaciones del cabildo alcalaíno. En Granada, habían llegado las compañías de caballos y de infantería del
corregimiento alcalaíno ( Loja, Alhama,
Alcalá la Real), Jaén y Antequera, y el
marqués pareciéndole tener ya número suficiente con que poder salir de Granada,
partió de aquella ciudad lunes a 3 días del mes de enero del año de 1569,
dejando a cargo del conde de Tendilla, su hijo, el gobierno de las cosas de la
guerra y la provisión del campo; y aquella tarde caminó dos leguas pequeñas, y
fue al lugar de Alhendín, donde se alojó aquella noche, y recogiendo la gente
que estaba alojada en Otura y en otros lugares de la Vega. A la mañana del
siguiente día, el ejército del marqués
caminó la vuelta del Padul, primer lugar del valle de Lecrín, pensando
rehacer allí su campo. Llevaba dos mil infantes y cuatrocientos caballos, gente
lúcida y bien armada, aunque nueva y poco disciplinada. Acompañábanle don
Alonso de Cárdenas, su yerno, que hoy es conde de la Puebla, don Francisco de
Mendoza, su hijo, don Luis de Córdoba, don Alonso de Granada Venegas, don Juan
de Villarroel, y otros caballeros y veinte y cuatros, y Antonio Moreno y
Hernando de Oruña, a quien Felipe II había mandado que asistiesen cerca de su
persona por la práctica y experiencia que tenían de las cosas de guerra, y
otros muchos capitanes y alféreces, soldados viejos entretenidos con sueldo
ordinario por sus servicios. De Jaén iba don Pedro Ponce por capitán de caballos,
y Valentín de Quirós con la infantería. De Antequera Álvaro de Isla, corregidor
de aquella ciudad, y Gabriel de Treviñón, su alguacil mayor, con otras dos
compañías. Capitán de la gente de Loja era Juan de la Ribera, regidor; de la de
Alhama, Hernán Carrillo de Cuenca, y de Alcalá la Real, Diego de Aranda ( borró
Diego y puso Juan de Aranda Figueroa).
Iba también cantidad de gente noble popular de la ciudad de Granada y su
tierra, y las lanzas ordinarias, cuyos tenientes eran Gonzalo Chacón y Diego de
Leiva y la mayor y mejor parte de los arcabuceros de la ciudad, cuyos capitanes
eran Luis Maldonado, y Gaspar Maldonado de Salazar, su hermano. Con toda esta
gente llegó el marqués de Mondéjar aquella noche al lugar del Padul, y antes de
entrar en él salieron los moriscos más principales a suplicarle no permitiese
que los soldados se aposentasen en sus casas, ofreciéndole bastimentos y leña
para que se entretuviesen en campaña, porque temían grandemente las desórdenes
que harían; y aunque el Marqués holgara de complacerles, no les pudo conceder
lo que pedían, porque el tiempo era asperísimo de frío, la gente no pagada, y
acostumbrada a poco trabajo, y se les hiciera muy de mal quedar de noche en
campaña; y diciendo a los moriscos que tuviesen paciencia, porque sola una
noche estaría allí el campo, y que proveería como no recibiesen daño, los
aseguró de manera, que tuvieron por bien de recoger y regalar a los soldados en
sus casas aquella noche, aunque no la pasaron toda en quietud, por lo que
adelante diremos.
Este
era el escenario de las tropas del marqués de Mondéjar. Pero, el de los
moriscos ofrecía, de oídas y por los mensajes de los espías y fugitivos
cristianos de aquellas tierras, varios frentes. El primero llevaba el camino de
Órgiba, lugar del duque de Sesa (que fue de su abuelo el gran capitán), entre
Granada y la entrada de la Alpujarra, al levante tierra de Almería, al poniente
la de Salobreña y Almuñécar, al norte la misma Granada, al mediodía la mar con
muchas calas donde se podían acoger navíos grandes. Sobre esta villa, como más
importante, se pusieron dos mil hombres repartidos en veinte banderas: las cabezas eran el alcaide de
Mecina y el corcení de Motril. Fueron los cristianos viejos avisados, que serían
como ciento y sesenta personas, hombres, mujeres y niños; recogiolos en la
torre Gaspar de Saravia, que estaba por el Duque. Mas los moros comenzaron a
combatirla; pusieron arcabucería en la torre de la iglesia, que los cristianos
saltando fuera echaron della: llegáronse a picar la muralla con una manta, la
cual les desbarataron echando piedras y quemándola con aceite y fuego;
quisieron quemar las puertas, pero halláronlas ciegas con tierra y piedra.
Amonestábalos a menudo un almuédano dende la iglesia con gran voz, que se
rindiesen a su rey Aben Humeya. Llamaron a un vicario de Poqueira, hombre entre
los unos y los otros de autoridad y crédito, para que los persuadiese a
entregarse; certificándoles que Granada y el Alhambra estaban ya en poder de
los moros: prometían la vida y libertad al que se rindiese, y al que se tornase
moro la hacienda y otros bienes para él y sus sucesores: tales eran los
sermones que les hacían.
La otra banda de gente caminó derecho a Granada a hacer espaldas a
Farax Aben Farax y a los que enviaron, y a recebir al que ellos llamaban rey, a
quien encontraron cerca de Lanjarón, y pasaron con él adelante hasta Dúrcal.
Pero entendiendo que el Marqués había dejado puesta guarnición en él, volvieron
a Valor el alto, y de allí a un barrio que llaman Laujar en el medio de la Alpujarra;
adonde con la misma solemnidad que en Granada, le alzaron en hombros y le
eligieron por su rey. Allí acabó de repartir los oficios, alcaidías,
alguacilazgos por comarcas (a que ellos llaman en su lengua tahas), y por
valles, y declaró por capitán general a su tío Aben Jahuar que llamaban don
Fernando el Zaguer, y por su alguacil mayor a Farax Aben Farax. (Alguacil dicen
ellos al primer oficio después de la persona del Rey, que tiene libre poder en
la vida y muerte de los hombres sin consultarlo). Vistiéronle de púrpura;
pusiéronle casa como a los reyes de
Granada, según que lo oyeron a sus pasados. Comenzaron por el Alpujarra, río de
Almería, Boloduí, y otras partes a perseguir a los cristianos viejos, profanar
y quemar las iglesias con el Sacramento,
martirizar religiosos y cristianos, que, o por ser contrarios a su ley, o por
haberlos doctrinado en la nuestra, o por haberlos ofendido, les eran odiosos.
En cuanto esto pasaba envió a Berbería a su hermano (que ya llamaban Abdalá),
con presente de captivos y la nueva de su elección al rey de Argel, la obediencia
al señor de los turcos; diole comisión que pidiese ayuda para mantener el
reino. Tras él envió a Hernando el Habaquí a tomar turcos a sueldo, de quien
adelante se hará memoria. Mas éste dejando concertados soldados, trajo consigo
un turco llamado Dalí ,capitán, con armas y mercaderes en una fusta. Recibió el
rey de Argel a Abdalá como a hermano del rey; regalole y vistiole de paños de
seda; enviole a Constantinopla, mas por entretener al hermano con esperanzas,
que por dalle socorro. En este mismo tiempo se acabaron de rebelar los demás
lugares del río de Almería.
En
Alcalá la Real, durante todo el día
cuatro se prepararon tres escuadras de
soldados a pie y se les asignaron a
cada cabo de estas, la mismo tiempo que los proveyeron de armas: la mayoría. de
la villa del Castillo , portaban
ballestas, espadas y rodelas y los de Alcalá, el resto, en menor cantidad, arcabuces.
También se pusieron a las órdenes del jurado Lope de la Guardia y marcharon a
Granada para juntarse con las tropas del capitán Juan de Aranda.
Estos
soldados vivieron unos momentos muy intensos hasta el día 8 de enero , como cuenta Hurtado,
refiriéndose al levantamiento que comenzaba a dar frutos de Aben Humeya en muchos territorios de la
Alpujarra: " Temía el Marqués, si grueso número se acercase a Granada, que
desasosegarían el Albaicín, levantarían las aldeas de la Vega, y tanto mayores
fuerzas cobrarían, cuanto se tardase más la resistencia; daríase ánimo a los
turcos de Berbería de pasar a socorrellos con mayor prisa, confianza y
esperanza; fortificarían plazas en que recogerse, y no les faltarían personas
pláticas desto y de la guerra entre otras naciones que les ayudasen, y
afirmarían el nombre de reino, puesto que vano y sin fundamento, perjudicial y
odioso a los oídos del señor natural, por grande y poderoso que sea; daríase
avilanteza a los descontentos, para pensar novedades. Estando las cosas en
estos términos vino Aben Humeya con la gente que tenía sobre Tablate, y
trabando con don Diego de Quesada una escaramuza gruesa, cargó tanta gente de
enemigos, que le necesitó a dejar la puente, y retirarse a Dúrcal. Estas
razones y el caso de don Diego fueron parte para que el Marqués, con la gente
que se hallaba, saliese de Granada a
resistirlos, hasta que viniese más número con que acometellos a la
iguala. Hay diferencias entre los cronistas, pues difieren en las cifras,
como acontece con Hurtado de
Mendoza" La gente que sacó fueron ochocientos infantes, y doscientos caballos;
demás de estos, los hombres principales que o con edad o con enfermedad o con
ocupaciones públicas no se excusaron, seguíanle, mirábanle como a salvador de
la tierra, olvidada por entonces o disimulada la pasión. Paró en el Padul pensando esperar allí la
gente de la Andalucía sin dinero, sin vitualla, sin bagajes: con tan poca gente tomó la empresa;
pero la misma noche a la segunda guardia oyéndose golpes de arcabuz en Dúrcal,
creyendo todos que los enemigos habían acometido la guardia que allí estaba,
partió con la caballería: halló que, sintiendo su venida por el ruido de los
caballos en el cascajo del río, se habían retirado con la escuridad de la
noche, dejando el lugar y llevando herida alguna gente; y el Marqués para no
darle avilanteza tornando al Padul, acordó hacer en Dúrcal la mesa. En tiempo
de tres días llegaron cuatro banderas de Baeza con que crecía el Marqués a mil
y ochocientos infantes y una compañía de noventa caballos; y teniendo aviso del
trabajo en que estaban los de Órgiba, y que Aben Humeya juntaba gente para
estorballe el paso de Tablate, salió de Dúrcal. Entre tanto el conde de
Tendilla recebía y alojaba la gente de las ciudades y señores en el Albaicín; y
porque no bastaba para asegurarse de los moriscos de la ciudad y la tierra, y proveer
a su padre de gente, nombró diez y siete capitanes, parte hijos de señores,
parte caballeros de la ciudad, parte soldados, pero todos personas de crédito:
aposentolos, y mantúvolos sin palas con alojamiento y contribuciones. El Marqués
dejando guardia en Dúrcal, paró aquella noche en Elchite, de donde partió en
orden camino de la puente; y habiendo enviado una compañía de caballos con
alguna arcabucería a recoger la gente que había quedado atrás, para que
asegurasen los bagajes y embarazos, y mandado volver a Granada los desarmados
que vinieron de la Andalucía; tuvo aviso que los enemigos le esperaban, parte
en la ladera, parte en la salida de la misma puente, y la estaban rompiendo Eran
todos cuasi tres mil y quinientos hombres, los más dellos armados de arcabuces
y ballestas, los otros con hondas y armas enhastadas: comenzose una escaramuza
trabada; mas el Marqués visto que remolinaban algunas picas de su escuadrón,
arremetió adelante con la gente particular de manera, que apretó los enemigos
hasta forzarlos a dejar la puente, y pasó una banda de arcabucería por lo que
della quedaba entero. Con esta carga fueron rotos del todo, retrayéndose en
poca orden a lo alto de la montaña. Algunos arcabuceros llegaron a Lanjarón, y
entraron en el castillo que estaba desamparado: reparose la puente con puertas,
con rama, con madera que se trajo del lugar de Tablate, por donde pasó la
caballería: el resto del campo se aposentó en él sin seguir los enemigos, por
ser ya tarde y haberse ellos acogido a lo fuerte, donde los caballos no les
podían dañar.
El
día siete de enero marchó el alcalde Téllez
a Granada con 100 soldados solicitados por el presidente de la
Chancillería para proteger el
Allbaicín y se los entregó en persona, asignándolos al comisario Lorenzo de
Ávila, y pagándoles cierta cantidad, al mismo tiempo que le dio
una carta de agradecimiento para la ciudad . Mas el conde de Tendilla lo alojó en
casas pobladas, y no yermas; y los
soldados fueron regalados y muy bien
tratados ; y se les dio posadas y contribuciones, pues no había orden de
poderlos entretener de otra manera; que
al servicio de su majestad convenía que los moriscos no tuviesen libertad de
poder meter moros de fuera ni hacer juntas secretas en sus casas, sino que
estuviesen los soldados siempre delante para que viesen y entendiesen lo que
decían y hacían diez mil moriscos que había en el Albaicín para poder tomar
armas; y que si alguna desorden hiciesen, en tal caso lo remediaría castigando
a los culpados; pero aconteció que
"la licencia militar no soltase la
rienda con más cudicia y menos honestidad de lo que aquí podríamos decir. Pasó
este negocio tan adelante, que muchos moriscos, afrentados y gastados, se
arrepintieron por no haber tomado las armas cuando Abenfarax los llamaba, y
otros enviaron a decir a Aben Humeya que mientras el marqués de Mondéjar estaba
fuera de Granada se acercase por la parte de la sierra con alguna cantidad de
gente, y se irían con él. El conde de Tendilla en este tiempo, usando de la preeminencia
de capitán general, y viendo la necesidad que había de gente de ordenanza,
nombró siete capitanes y les dio sus conductas para que la hiciesen. Hizo
comisario y sargento mayor a Lorenzo de Ávila, que ya estaba sano de las
heridas que le dieron en Dúrcal, mandándole que se alojase en el Albaicín para
reparar las desórdenes de los soldados. No mucho después mandó su majestad ir a
Granada a don Antonio de Luna, señor de Fuentidueña, y a don Juan de Mendoza
Sarmiento, para las cosas que ocurriesen de la guerra, y el conde de Tendilla
dio cargo de la gente de guerra de a pie y de a caballo que se alojase en los
lugares de la Vega a don Antonio de Luna, y a don Juan de Mendoza dejó en
Granada,
En Alcalá la Real, el día ocho se reunió el
cabildo con mucha urgencia y bajo la presidencia del teniente de corregidor Martín Ruiz. Los miembros del ayuntamiento estaban enterados hasta el mínimo
detalle de que Aben Humeya y Aben Farax
habían sublevado muchos pueblos de la Alpujarra y habían conquistado muchos
terrenos divididos en dos partes. Con
este temor tras las orejas, declararon que se pregonaran un nuevo alarde general para
todos los vecinos y se
presentaran todo tipo de armas y , junto con del alcalde mayor, se hiciera
una lista por los comisarios Pedro
de los Ríos y Rodrigo de Góngora. Llegaba hasta tal punto inquietud y
miedo que los vecinos
asumieron aquella guerra como si fuera un ataque a la antigua frontera del
reino de Castilla y como cruzada en favor de la fe católica. Referían que a
aquellas fechas habían salido para luchar más de 800 hombres con orden
militar y sin órdenes. Además, para
evitar alguna incursión enemiga se
impidió la salida de cualquier vecino del Castillo y Alcalá.
El día diez, el cabildo alcalaíno
recibió una carta enviada desde el
frente de Alhama de su corregidor Gome Mesía de Figueroa, manifestando que
algunas alquerías de la jurisdicción de
Alhama, pertenecientes a su corregimiento, se habían levantado en armas y se habían llevado sus haciendas
retirándose al interior de la Alpujarra
y juntándose con los sublevados. Les decía también que Alhama se encontraba en
sumo peligro, pues, como se ha dicho anteriormente, su defensa militar se había quedado
mermada con el desalojo de dos compañía
de soldados que habían acudido de protección ante el llamamiento del Marqués de
Mondejar, como se ha visto anteriormente. Solicitaba nada menos que otros
cincuenta o sesenta soldados, para completar una compañía con los que pudiera alistar de la ciudad
Loja. Les requería sumamente que no se recataran esfuerzos, porque Alhama se
encontraba como paso de camino para la con conexión entre los sublevados de la
Alpujarra y la Serranía de Ronda y Málaga. A través de esta misiva, enviada el
día nueve de enero, también se
documentaba que Loja se encontraba muy mal pertrechada, porque habían salido ya
casi cuatrocientos soldados muy bien armados en la misma misión solicitada por
el marqués. Prometió darles un ducado a
cada soldado de socorro por la guerra.
Ante
tanto requerimiento de recursos humanos
y militares los regidores y jurados no
sabían como responder al corregidor, pues
se encontraban desbordados en todos los campos. Ya no daban para más. Se
habían enviado más de doscientos hombres al frente de Órgiva, otros doscientos
al Presidente de Chancillería ( hubo regidor que lo elevó a quinientos hombres);
la ciudad se había quedado sin armamento y
munición, y no quedaban más que
ancianos y desarmados en Alcalá y su villa del Castillo de Locubín. No obstante, ordenaron que se hiciera un
nuevo alarde general. Ya no le quedaba más recurso que ira a Sevilla y Córdoba
por comprar una remesa de arcabuces. Pero no podían quitarse las pulgas de
encima y le acosaba el tiempo y la responsabilidad . Por eso, no se salieron
del cabildo, sino que se citaron para proseguirlo en la casa de la Justicia o
posada del alcalde mayor.
Mientras
trataban sobre la inminente respuesta al corregidor, se hizo otro nuevo
alarde, donde se juntaron ante su puerta unos doscientos hombres, entre gente
sin armas, tullidos, deficientes y muy
ancianos. Se acordó comunicarle a Gome Mexía a través de regidor Rodrigo de Aranda, la situación en la que se
encontraba la ciudad por falta de personas para formar alguna escuadra hábil
y además
se aprobó que fuera acompañado de
dos soldados, uno a pie y otros a
caballo, para protegerlo de cualquier ataque en el camino. También se le describía como se encontraba la ciudad de soldados de
reserva.Y, en concreto, como la guerra
cada vez parecía más acercarse a
Alcalá y, para evitar cualquier ataque
nocturno e imprevisto, habían repartido y dividido a los últimos
alistados de esta alarde en seis
escuadras de 25 hombres para protección
de la ciudad de Alcalá con el objetivo
de que recorrer la ciudad, desde lo alto a lo bajo, cada noche de dos en
dos escuadras: una al mando del regidor el alcaide Pedro de los Ríos, otras dos de Rodrigo de Góngora y Pedro de la Peña; y
otras dos para Francisco Serrano Aranda y el jurado Luís de Villalobos,
que se encargarían de proteger a los
vecinos en caso de un ataque enemigo y de salvaguarda de la gente de lugar de
los muchos ladrones, porque habían numerosas casas abandonadas y se habían
retirado a Alcalá y sus alrededores algunos soldados desertores, enfermos y heridos. También se
encargaban de tener abiertas y cerradas las puertas de la ciudad. Fijaron
como sitio de reunión era la placeta de
la Mora, donde se colocaría una lumbre abastecida por la ciudad. Las mismas
medidas se tomaron para el Castillo de Locubín donde se repararon los boquetes
de su fortaleza. No olvidaron de fijar una contraseña para evitar intrusos.
También, se ordenó que un tambor tocara la queda para que la gente se encerrara
en las casas y aderezara los tres cañones de tiro, en palabras suyas encabalgar los tres tiros
de la fortaleza.
Los
soldados alcalaínos vivieron desde el día diez la toma de Órgiva. Así se
describe por los cronistas:
Toda aquella noche estuvieron las
tropas del marqués en Tablate con muchas
centinelas por los cerros al derredor,
por ser sitio dispuesto para poder hacer los enemigos cualquier acometimiento;
y otro día, martes 11 de enero,
dejando el marqués de Mondéjar en aquel presidio una compañía de infantería de
la villa de Porcuna, cuyo capitán era Pedro de Arroyo, para que la gente y las
escoltas pudiesen ir y venir seguramente, caminó la vuelta de Lanjarón, que
está legua y media más adelante, en el camino de Órgiba. Este día tuvo nuestra
gente algunas escaramuzas ligeras con los enemigos, que viendo marchar el
campo, bajaron de las sierras, y tentaron de hacer algunos acometimientos en la
vanguardia; mas luego se retiraron hacia una sierra que está a la parte de
levante del lugar en el propio camino real, donde se habían juntado muchos
dellos con propósito de defender un paso áspero y dificultoso por donde de
necesidad había de pasar nuestro campo el siguiente día. Teníanle fortalecido
con reparos de piedras y peñas sueltas, puestas en las cumbres y en las laderas
que venían a dar sobre el camino, para echarlas rodando sobre los cristianos
cuando fuesen subiendo la cuesta arriba. El marqués de Mondéjar llevaba tanto
deseo de socorrer la torre de Órgiba, que no quisiera detenerse aquel día; mas
húbolo de hacer, porque llegó la retaguardia tarde, y llovía y hacía el tiempo
trabajoso; y demás desto, no estaba determinado si pasaría adelante con la
gente que llevaba, o si esperaría que llegase la otra que venía de las
ciudades. Estuvo allí aquella noche a vista de los enemigos, que teniendo
ocupado el paso con grandes fuegos por aquellos cerros, no hacían sino tocar
sus atabalejos, dulzainas y jabecas, haciendo algazaras para atemorizar
nuestros cristianos, que con grandísimo recato estuvieron todos con las armas
en las manos. Al cuarto del alba llegó a la tienda de don Alonso de Granada
Venegas un soldado que venía de la torre de Órgiba, y dio nueva como los
cercados se defendían. Otro día miércoles, antes que amaneciese, mandó el
marqués de Mondéjar a don Francisco de Mendoza, su hijo, que con cien caballos y
doscientos infantes arcabuceros subiese una ladera arriba, donde había una sola
senda áspera y muy fragosa, y fuese a tomar las espaldas a los enemigos,
llevando algunos gastadores con picos y hazadones que la allanasen, porque se
entendió que puestos en lo alto, hallarían disposición en la tierra para
poderla hollar. Y siendo el día claro, partió el campo, yendo los escuadrones
proporcionados y bien ordenados, conforme a la disposición de la tierra, y dos
mangas de arcabuceros delante, que por las cordilleras de los cerros de una
parte y otra del camino que hacía el campo, iban ocupando siempre las cumbres
altas. Desta manera fue caminando nuestra gente la vuelta del enemigo, que
estuvo un rato suspenso entre miedo y vergüenza, no se determinando si
pelearía, o si, dejando pasar a nuestro campo, le sería más seguro romperle las
escoltas y necesitarle con hambre; mas aun esto no supieron hacer los bárbaros
ignorantes, porque en viendo que los caballos habían subido con la escuridad de
la noche por donde apenas entendían que pudiera andar gente de a pie,
entendiendo que no habría sierra, por áspera que fuese, que no hollasen,
perdieron la esperanza de lo uno y de lo otro, y determinaron de tentar otra
fortuna retirándose a la aspereza de las sierras, donde no les pudiese enojar
la caballería; mas no lo pudieron hacer tan presto, que dejasen de recibir daño
de los que ya les iban en el alcance; y dejando el paso y el camino desocupado,
pasó nuestro campo a Órgiba, y aquella tarde se alojó en el lugar de Albacete
con grande alegría de todos, mayormente de los cercados, que habían estado diez
y siete días peleando noche y día con grandísimo trabajo y peligro. Habíales
faltado ya el bastimento, y si no fuera por algunos moros padres y maridos de
las mujeres que el alcaide había metido en la torre, que secretamente le habían
dado agua y otras cosas de comer, poniéndolo de noche en parte que los
cristianos lo pudiesen recoger, hubieran perecido muchos de hambre. También les
habían traído munición de Motril, que les hubiera faltado si un animoso soldado
natural de Órgiba, llamado Juan López, no se aventurara a ir por ella; el cual
aprovechándose de la lengua árabe, en que era muy ladino, y del hábito de los
moros, salió a media noche secretamente de la torre, y pasando por medio de su
campo, fue a la villa de Motril y trajo un gran zurrón de pólvora y cantidad de
plomo y cuerda a cuestas, con que se defendieron de aquellos lobos rabiosos
ciento y sesenta almas cristianas, y entre los otros, cinco sacerdotes. El
marqués de Mondéjar dio muchas gracias a Dios por tan buen suceso, y despachó
luego correo con la nueva, que no fue menos bien recibida que la de Tablate. Y
pareciéndole tener suficiente número de gente para allanar la tierra, escribió
a don Francisco Hurtado de Mendoza, conde de Montagudo, asistente de Sevilla,
que no le enviase la gente de aquella ciudad ni la de la milicia de Sevilla,
Gibraltar, Carmona, Utrera y Jerez, que ya se había juntado para hacer la
jornada. Esta carta llegó estando en Alcalá de Guadayra, y con él Juan
Gutiérrez Tello, alférez mayor de Sevilla, con dos mil infantes arcabuceros con
que servía la ciudad a su costa; y Gonzalo Argote de Molina, alférez mayor de
la milicia de la Andalucía, con los capitanes y gente della. Luego despidió el
Conde los dos mil arcabuceros de Sevilla, y mandó a Gonzalo Argote que con la
gente de la milicia fuese a embarcarse en las galeras del cargo de don Sancho
de Leiva; para guarnición dellas; de cuya causa no acudió la gente de Sevilla
mientras el marqués de Mondéjar estuvo en campaña, hasta que adelante se le
envió nueva orden para que la enviase, como se dirá en su lugar.
En
los días siguientes a la toma de Órgiva,
los alcalinos se dedicaron a hacer
gestiones para arreglar zonas aportilladas en los muros, preparar las piezas de
artillería, buscar fondos para hacer frente a los gastos y llevar a cabo el envío de Pedro
Serrano de Alférez a la Corte para gestionar fondos para la ciudad. Además vendieron 100 fanegas de trigo de propios para pagar las necesidades más perentorias de
la guerra. Los soldados alcalaínos acompañaron al marqués de Mondéjar en su campaña de entrada
en la Alpujarra. Los cronistas abundaron en pequeños enfrentamientos y asaltos
a diversos sitios. Así lo resumen e
ilustraban el itinerario militar "
El marqués de Mondéjar pasó a la tahá de
Poqueira y la ganó. Siendo avisado el marqués de Mondéjar por
algunas espías como Aben Humeya y Aben Jouhor juntaban a gran priesa los moros
de la Alpujarra y los que se habían retirado del paso de Lanjarón para defender
la entrada de la taa de Poqueira, aunque llevaba la gente fatigada del camino,
otro día de mañana, que fue jueves a 13 días del mes de enero, salió de
Albacete de Órgiba, dejando de presidio en aquel lugar al capitán Luis
Maldonado con cuatrocientos soldados, para que recogiese los bastimentos y
municiones que viniesen de Granada, y los fuese enviando al campo. Llevaba el
marqués de Mondéjar su campo copioso de gente muy lucida y bien armada, porque
habían llegado a él muchos caballeros. Sacó la infantería en tres escuadrones y
la caballería a los lados, de manera que podía salir y acometer sin turbar las
ordenanzas: las mangas de los arcabuceros iban de un cabo y de otro ocupando
las cumbres, y delante iban las cuadrillas de la gente del campo suelta
descubriendo la tierra. De esta manera caminaba nuestro campo con paso lento y
reposado, cuando llegaron a él cuatro caballeros veinticuatros de Córdoba con
cuatro compañías de gente de aquella ciudad, las dos de caballería y las dos de
infantería, que enviaba el conde de Tendilla desde Granada. De las primeras
eran capitanes don Pedro Ruiz de Aguayo y Andrés Ponce, y de las otras dos
Cosme de Armenta y don Francisco de Simancas. Habiendo pues caminado las
escuadras tres cuartos de legua, y llegado a un llano que llaman el Faxar Ali,
los moros, que dejando atrás los pasos y lugares fuertes donde estaban, se
habían puesto en tres emboscadas para recebir a nuestro ejército en la
angostura de las sierras, cuando les pareció tener bien tendidas sus redes,
salieron a las mangas de los arcabuceros que iban de vanguardia, y acometieron
la que iba más alta tan determinadamente, que fue necesario reforzarla
con más número de gente. Pasando pues el marqués de Mondéjar adelante para
guiar algunos caballos que se hallaron en la vanguardia, le convino hacer alto,
y formar escuadrón a tiro de arcabuz de los enemigos, y desde allí socorrió a
todas partes, porque cargaban de manera, que en todas era bien menester
socorro.. Ganáronse las cuatro alcarías de aquella taa, sin hallar quien las defendiese,
siendo la disposición de la tierra tan favorable a los moros, que si tuvieran
ánimo de defenderla, fuera menester más tiempo y mayor número de gente para
ganárselas. Llegado el campo a Bubión, los soldados subieron en cuadrillas por
la sierra arriba, y captivando muchas mujeres y niños, mataron los hombres que
pudieron alcanzar, y les tomaron gran cantidad de bagajes cargados de ropa y de
seda, que llevaban a esconder por aquellas breñas. Cobraron la deseada libertad
en Bubión el vicario Bravo y ciento y diez mujeres cristianas, que tenían
aquellos herejes captivas. El
siguiente día, viernes 14 de enero, estuvo el campo en aquel alojamiento, y
desde allí envió el marqués de Mondéjar una escolta con los heridos y enfermos
a Granada, con orden que a la vuelta acompañase los bastimentos y municiones
que había en Órgiba, y envió a dar aviso al capitán Luis Maldonado del camino
que pensaba hacer, para que de allí adelante supiese por dónde había de
encaminar la gente y el bastimento que viniese al campo. Díjose aquel día misa
con grandísima solenidad, y oyéronla todos los cristianos con mucha devoción
puestos en sus ordenanzas debajo de las banderas; que cierto era contento
verles glorificar al Señor por la vitoria y por la libertad de tantas almas
cristianas como se habían redimido.
El marqués de Mondéjar dejó de presidio en Tablate al capitán Pedro de
Arroyo con la compañía de infantería de la villa de Porcuna, para asegurar
aquel paso a las escoltas que fuesen de Granada, con orden que no dejase pasar
los soldados que se iban del campo sin licencia. Pudiendo pues hacer algún
reducto donde meterse de noche, y tener su cuerpo de guardia y centinelas, como
es costumbre de gente de guerra, estuvo tan descuidado, que los moros de la
comarca tuvieron lugar de ofenderle a su salvo, porque su fin solo era salir al
paso a los soldados que se iban del campo sin licencia, para quitarles por de
contrabando los ganados, las esclavas y los bagajes que llevaban.Viendo el
descuido de los nuestros, juntaron mil y quinientos moros, y los acometieron a
media noche por tres partes; y entrando el lugar y la iglesia, degollaron todos
los soldados que allí había, y los despojaron de armas y vestidos y de todas
las cosas que tenían ellos tomadas por de contrabando; y no se teniendo por
seguros entre las viles tapias de las casas, se tornaron a subir a la sierra.
Esta nueva llegó a un mesmo tiempo a Granada y al campo del marqués de
Mondéjar, y fue volando a la corte de su majestad, y con ella se aguó algún
tanto la vitoria de aquellos días, porque juzgaban los contemplativos el daño y
el peligro harto mayor de lo que era, diciendo que había sido ardid de guerra
del enemigo dejar pasar nuestro campo a la Alpujarra, y cortar a las espaldas
el paso por donde les había de entrar el bastimento, para necesitarle a que se
retirase o pereciese de hambre. Mas luego cayó esta quimera, y se supo como
Tablate estaba por los cristianos, porque el marqués de Mondéjar, sabiendo que
los moros no habían osado parar allí, ordenó que la primera compañía que
llegase, quedase en el lugar de presidio; y llegando Juan Alonso de Reinoso con
la gente que enviaba la ciudad de Andújar, guardó la orden del Marqués y el
paso con mucho cuidado; y hallando a Pedro de Arroyo caído entre los muertos
con muchas heridas mortales, le hizo curar; mas él estaba tan debilitado, por
haber estado tres días sin refrigerio, que llevándole a Granada murió en el
camino. No se descuidó el conde de Tendilla en este socorro, porque luego que
supo la rota de Tablate, aquella mesma noche envió a llamar a don Álvaro
Manrique, hijo del conde de Osorno, caballero del hábito de Calatrava, que
estaba alojado en una alcaría de la Vega con ochenta caballos y trecientos
infantes de las villas de Aguilar, Montilla y Pliego el cual llegó antes que
fuese de día a la puente Genil, donde ya el Conde le estaba aguardando con
ochocientos infantes y ciento y veinte caballos; y entregándole toda aquella
gente, le envió a poner cobro en aquel paso, con orden que, dejando buena
guardia en él, pasase a juntarse con el campo del Marqués su padre; el cual
partió luego, y hallando el lugar desembarazado, cumplió la orden del Conde, y
se fue a juntar con nuestro campo en Juviles. El tiempo nos llama ya a que
volvamos al marqués de los Vélez, que dejamos en el lugar de Tavernas.
El
día 14 el regidor Rodrigo de Aranda volvió a Alcalá con una carta del corregidor, desmontándole
los argumentos de su fingida inacción en
ayudarles con varias escuadras de soldados, pues consideraba que Alcalá estaba
fuera de cualquier sospecha de ataque de la gente de los moriscos e importaba
mucho la defensa y guardia de la ciudad
de Alhama. Al mismo tiempo, insistía que había que enviar los soldados
requeridos y que no había
inconveniente en que les pagaría la
ciudad de Alhama.
Convencidos
los regidores de la necesidad urgente de soldados solicitada por el corregidor,
acordaron enviar otros 25 hombres al
mando de n Rodrigo de Góngora y se ordenó hiciera una leva general por los cortijos para formar la
escuadra sin alistar a los labradores ni propietarios. Se envió
a Martín del Campo para que se lo anunciase al corregidor.
N
o sólo la ciudad estaba cansada de la sangría de hombres y de la muerte de sus
soldados, sino que se veía obligada, por una provisión real, a enviar todo tipo
de provisiones para sustentar al
ejército que había acudido contra el levantamiento, aunque se le pagara las personas particulares con precio
razonable y justo. Pero esto no era óbice para que se desabasteciera a Granada de trigo
en forma de pan amasado o harina, aceite, cebada para las caballerías, cecinas,
queso, ganados para la carne , leña y
carbón. Además se obligaba con la
amenaza de un castigo y multa cien mil
maravedíes si no cumplían este mandato, y, para dar más rango a la misión se
usó por destinatario al Presidente de la Chancillería Real y con el compromiso
que lo devolverían a los pósitos de cada ciudad. En un papel aparte,
el alguacil Pedro Nuño trajo la carta, donde venían anotadas las cantidades fijas para sacar del Pósito ( de Alcalá y de Loja,
de 1000 fanegas, 500 de Alcaudete
y Martos, 100 de Porcuna y 2000 de Jaén ).
Para llevar a cabo esta labor de
intendencia, el alcalde mayor ordenó
pregonar, durante varios días y en varias sesiones y plazas de la ciudad, que los vecinos entregasen en la misma ciudad de granada, pan
vino y tocino donde se les abonaría el
importe . Y el mayordomo del Pósito no tuvo más salida que entregar las1000 fanegas al alguacil .
En
el campo de batalla, con el marqués de Mondéjar
se adentraron a
Pitres de Ferreira, y partió de la taa
de Poqueira, para ir en seguimiento de Aben Humeya y del Zaguer; y dejando el
camino derecho, tomó la cordillera alta de una sierra que se hace, entre estas
dos taas, llevando la artillería y los bagajes, no sin grandísimo trabajo, por
hacer el tiempo áspero de frío y estar las sierras cubiertas de nieve. Mas
entrando en la tahá de Ferreira, no halló enemigos con quien pelear; y lo que
hubo notable en este camino fue que, pasando por junto al lugar de Pórtugos, se
vio un gran humo que salía de la iglesia, y era que unos cristianos cautivos,
queriéndolos matar sus amos, se habían recogido y hecho fuertes en la torre del
campanario, y los herejes le habían puesto fuego para quemarlos dentro. Luego
sospechó el Marqués lo que debía ser, y mandó a don Luis de Córdoba y a don
Alonso de Granada Venegas que con doscientos infantes y cincuenta caballos
fuesen a ver qué era; los cuales llegaron a la iglesia sin impedimento, porque
los moros se habían ido huyendo en viéndolos asomar. En este tiempo caminaba
nuestra gente la vuelta de Pitres, lugar principal de aquella taa, el cual
habían dejado los moros despoblado, y en la iglesia estaban ciento y cincuenta
cristianas captivas, que fueron puestas en libertad, no habiendo consentido
Miguel de Herrera, alguacil de aquel lugar, que los monfís y gandules las
matasen. Había entre estos algunos hombres nobles de buen entendimiento que no
deseaban más que la paz y quietud de sus casas, y así hacían algunas obras que
entendían serles provechosas algún día. El que hacía más instancia en que la
tierra se apaciguase era don Hernando el Zaguer, a quien Aben Humeya había
hecho su capitán general; el cual, viendo que los moros se habían retirado del
paso de Lanjarón, y después de Poqueira, sin dar batalla a nuestro campo, y
conociendo su perdición, juntó los alguaciles y hombres principales de las taas
que tenía por amigos, y queriéndoles persuadir a que, pues no eran poderosos
contra su majestad, buscasen algún buen medio para que los perdonase. Y aprobando su considerado parecer los ancianos
que allí estaban, llamó a Jerónimo de Aponte y Juan Sánchez de Piña, a quien
dijimos que había salvado las vidas en Ugíjar, y dándoles parte de lo que
tenían acordado, les rogó que fuesen a tratar el negocio de la reducción con el
marqués de Mondéjar, y le informasen del arrepentimiento que tenían los
moriscos de la Alpujarra, y le suplicasen de su parte intercediese con su
majestad para que perdonase aquel yerro, y se hubiese piadosamente con aquellos
pueblos que humildemente se querían poner en sus manos; y que mientras esto se
negociaba, rendirían las armas y las banderas, dándole una cédula firmada de su
nombre, por la cual le asegurase su persona y familia. Con esta embajada, y una
carta del Zaguer para el Marqués, en que se despulpaba de lo hecho y cargaba la
culpa a los monfís, partieron Jerónimo de Aponte y Juan Sánchez de Piña de
Juviles, y llegaron a Pitres el mesmo día que entró el campo, y dieron su
recaudo al marqués de Mondéjar; el cual, para responder a ella y dar orden en
enviar las cristianas a Granada con escolta, por el estorbo que hacían, y poder
informarse de los adalides del campo cómo se podría desechar un paso
dificultoso que tenía por delante en el camino de Juviles, se hubo de detener
en aquel alojamiento el día siguiente. La respuesta que dio a Jerónimo de
Aponte fue que tornase al Zaguer y le dijese que, rindiendo las armas y las
banderas, como decía, y dándose llanamente a merced de su majestad, holgaría de
ser su intercesor para que se hubiese misericordiosamente con ellos; mas que se
resolviesen, porque no suspendería un solo momento la ejecución del castigo que
llevaba comenzado. Y disimulando la cédula de seguro que pedía, le despachó
luego.
Luego que en
Pitres tuvieron un ataque nocturno de las tropas de Aben Humeya, donde no
pudieron intervenir los arcabuceros alcalaínos, estos tuvieron una gran
participación en el siguiente asalto. Pues, el siguiente día, que fue lunes 17 de enero,
partió el marqués de Mondéjar del alojamiento de Pitres, y con un temporal
recio de agua y nieve, dejando el camino derecho que iba a Juviles, tomó la
vuelta de Trevélez. No había caminado legua y media, cuando se descubrió el campo de los moros que iban hacia Juviles
por la cordillera del cerro de la otra parte del río, donde había estado
alojado aquella noche; los cuales entendiendo que nuestra gente hacía el mesmo
camino y que les tomaría la delantera, enviaron seiscientos hombres con tres
banderas, que entretuviesen con escaramuzas mientras se adelantaban los demás.
Viéndolos venir el marqués de Mondéjar, mandó a los capitanes Diego de Aranda (
don Juan de Aranda, corregía de Alcalá la Real) y Hernán Carrillo de Cuenca que
fuesen con sus compañías a darles carga. Los moros, pareciéndoles que era poca
gente, hicieron rostro, y los nuestros, aunque hacían muestra de ir hacia
ellos, no se alargaron todo lo que era menester. Entonces el Marqués envió a
don Hernando y don Gómez de Agreda, hermanos, vecinos de Granada, y otros
gentile sombres que se hallaron par dél, a que reforzasen las dos compañías con
quinientos arcabuceros; mas luego advirtió que era entretenimiento que
procuraba el enemigo, para tener lugar de ponerse en salvo; y haciéndolos
retirar, caminó con los escuadrones a paso largo, enviando delante a los
capitanes Gonzalo Chacón y Lorenzo de Leiva, y Gonzalo de Alcántara con sus
caballos y algunos peones sueltos, a que atajasen el campo de los moros, que
iban a más andar por aquella loma. La caballería pasó el río y fue tomando lo
alto; mas por mucha priesa que los capitanes se dieron, cuando llegaron arriba
ya habían pasado, y solamente pudieron alancear algunos que se quedaron
rezagados, y porque cerraba la noche, dejaron de seguirlos. Llegó nuestro campo
a alojarse por bajo del lugar de Trevélez entre unos chaparros, cerca de un
alcornocal y del río, por la comodidad del agua y de la leña tan necesaria para
guarecer la gente del frío que hacía. Los moros tomaron lo alto de la sierra, y
no pararon hasta meterse en la nieve, donde perecieron cantidad de mujeres y de
criaturas de frío, y aun de los cristianos amanecieron helados a la mañana tres
o cuatro, y algunos caballos reventaron de comer una maldita yerba que hallaron
por aquellos valles.
Los moros que iban huyendo delante de nuestro campo fueron a parar
aquella noche a Juviles, donde tenían recogidas las mujeres y la riqueza de
aquellas taas, pensando defenderse en
el sitio de aquel castillo antiguo que dijimos, el cual era asaz fuerte para
cualquier batalla de manos Está el castillo de Juviles en la cumbre de un cerro
muy alto, arredrado de las casas a la parte de levante; y aunque tiene los muros
por el suelo, es sitio en que los enemigos se pudieran defender si su
desconformidad no se lo estorbara. Caminando pues nuestra gente hacia él, a la
media ladera del cerro bajaron tres moros ancianos con bandera de paz delante;
y siendo asegurados para poder llegar, dijeron al marqués de Mondéjar como los
caudillos con la gente de guerra se habían ido huyendo, y que ellos por sí y
por los que dentro del castillo estaban, le suplicaban los quisiese recibir a
merced. Entonces mandó a don Alonso de Cárdenas, y a don Luis de Córdoba, y a
don Rodrigo de Vivero y a otros caballeros, que se adelantasen y se apoderasen
del castillo y de lo que hallasen en él; los cuales lo hicieron luego, no sin
murmuración de los soldados, pareciéndoles que lo aplicaría todo para sí; mas
el Marqués les dio a saco todo el mueble, en que había ricas cosas de seda,
oro, plata y aljófar, de que cupo la mejor y mayor parte a los que habían ido
delante. Fueron los rendidos trecientos hombres y dos mil y cien mujeres; y
porque tenía aquel sitio algunas veredas por donde poderse descolgar los que
quisieran de parte de noche sin ser vistos, mandó que bajasen los captivos al
lugar, y metiendo las mujeres en la iglesia, pusiesen los hombres por las
casas. Esto se comenzó a poner luego por obra; y como el cuerpo de la iglesia
era pequeño, y la gente mucha, de necesidad hubieron de quedarse fuera más de
mil ánimas en la placeta que estaba delante de la puerta y en los bancales de
unas hazas allí cerca, poniéndoles gente de guerra al derredor. Sería como
media noche, cuando un mal considerado soldado quiso sacar de entre las otras
moras una moza: la mora resistía, y él le tiraba reciamente del brazo para
llevarla por fuerza, no le habiendo aprovechado palabras; cuando un moro
mancebo, que en hábito de mujer la había siempre acompañado, fuese su hermano o
su esposo u otro bien queriente, levantándose en pie, se fue para el soldado, y
con una almarada que llevaba escondida le acometió animosamente y con tanta
determinación, que no solamente la moza, mas aun la espada le quitó de las
manos, y le dio dos heridas con ella; y ofreciéndose al sacrificio de la
muerte, comenzó a hacer armas contra otros que cargaron luego sobre él.
Apellidose el campo, diciendo que había moros armados entre las mujeres, y creció
la gente, que acudía de todos los cuarteles con tanta confusión, que ninguno
sabía dónde le llamaban las voces, ni se entendían, ni veían por dónde habían
de ir con la escuridad de la noche. Donde el airado mancebo andaba, acudieron
más soldados, y allí fue el principio de la crueldad, haciendo malvadas muertes
por sus manos; y ejecutando sus espadas en las débiles y flacas mujeres,
mataron en un instante cuantas hallaron fuera de la iglesia; y no quedaran con
las vidas las que estaban dentro, sí no cerraran presto las puertas unos
criados del Marqués que se habían aposentado en la torre, por ventura para
mirar por ellas. Hubo muchos soldados heridos, los más que se herían unos a
otros, entendiendo los que venían de fuera que los que martillaban con las
espadas eran moros, porque solamente les alumbraba el centellar del acero y el
relampaguear de la pólvora de los arcabuces en la tenebrosa oscuridad de la
noche; y estos eran los que mayor estrago hacían, queriendo vengar su sangre en
aquellas cuyas armas eran las lágrimas y dolorosos gemidos. En tanta desorden
el Capitán General envió a gran priesa los capitanes Antonio Moreno y Hernando
de Oruña y los sargentos mayores a que pusiesen algún remedio, y todos no
fueron parte para ponerlo, por haberse movido ya todo el campo a manera de
motín, indignados los soldados por un bando que se había echado aquel día, en
que mandaba el Marqués que no se tomase ninguna mujer por captiva, porque eran
libres. Duró la mortandad hasta que, siendo de día, los mesmos soldados se
apaciguaron, no hallando más sangre que derramar los que no se podían ver
hartos della, y conociendo otros el yerro grande que se había hecho. Luego
comenzó a proceder el licenciado Ostos de Zayas, auditor general, contra los
culpados, y ahorcó tres soldados de los que parecieron serlo por las
informaciones. Este mesmo día el Zaguer, que se había retirado a Bérchul, envió
a decir al marqués de Mondéjar que se quería reducir; el cual envió a don
Francisco de Mendoza y a don Alonso de Granada Venegas con un estandarte de
caballos y una compañía de infantería a recoger los que quisiesen venir; mas
después se arrepintió el Zaguer, temiendo que se haría algún riguroso castigo
en él, y se embreñó en las sierras; y don Francisco de Mendoza llevó consigo a
su mujer y hijas y familia, y obra de cuarenta cristianas captivas que estaban
con ellas; y con esto se volvió a Juviles, informado que Aben Humeya se había
ido a meter en Ugíjar.
Luego mandó el marqués
de Mondéjar dar sus salvaguardias a los moros reducidos que habían venido con
el beneficiado Torrijos, y les ordenó que fuesen a los lugares y hiciesen de
manera que los vecinos se volviesen a sus casas, no consintiendo que se les
hiciese mal tratamiento, porque otros se animasen viendo el acogimiento que se
hacía a estos, y el rigor de que se usaba con los demás que estaban en su
pertinacia. Esto que el General hacía no placía a los capitanes y soldados
enemigos de la paz ni a los que se veían ofendidos de las tiranías de aquellos
rebeldes, pareciéndoles que era demasiada misericordia la que usaban con ellos;
y quien más lo sentía eran las cristianas que habían sido captivas, que con
lágrimas y sollozos tristes contaban las crueldades que habían hecho, los
regocijos con que habían apellidado el nombre y seta de Mahoma, y el escarnio y
menosprecio con que habían tratado las casas de nuestra santa fe delante
dellas; mas todo lo atropellaba el marqués de Mondéjar, entendiendo ser aquello
lo que más convenía. Habiendo pues de pasar el campo adelante, porque iba en él
mucha gente inútil, envió a Tello de Aguilar con la compañía de caballos de
Écija y dos compañías de infantería a Granada, con las cristianas captivas y
con los heridos y enfermos. Detuviéronse seis días en el camino, porque iban
las mujeres a pie y eran ochocientas almas. Al entrar de la ciudad metió la
infantería de vanguardia y los caballos de retaguardia, y ellas en medio a
manera de procesión; los escuderos les llevaban cada dos niños en los arzones y
en las ancas de los caballos, y algunos tres, dos en los brazos y el mayor en
las ancas. Salió gran concurso de gente a verlas entrar por la puerta de
Bibarrambla, y entre alegría y compasión, daban todos infinitas gracias a Dios,
que las había librado de poder de sus enemigos. Llegándolas a saludar, había
muchas que en queriendo hablar les faltaban las palabras y el aliento: tan
grande era el cansancio y congoja que llevaban. Había entre ellas muchas dueñas
nobles, apuestas y hermosas doncellas, criadas con mucho regalo, que iban
desnudas y descalzas, y tan maltratadas del trabajo del captiverio y del
camino, que no solo quebraban los corazones a los que las conocían, mas aun a
quien no las había visto. Desta manera toda la ciudad hasta el monasterio de
Nuestra Señora de la Victoria, que está encima de la puerta de Guadix, donde
llegaron a hacer oración, y de allí fueron a la fortaleza de la Alhambra a que
las viese la marquesa de Mondéjar. Y volviendo a las casas del Arzobispo, las
que tenían parientes las llevaron a sus posadas, y las otras fueron hospedadas
con caridad entre la buena gente, y de limosna se les compró de vestir y de
calzar.
El 20 de enero, se recibió una carta del capitán Juan de
Aranda en la que señalaba que ya no les quedaba arcabuces ni ballestas, tan
sólo espadas y lanzas y se encontraban
en el fragor de los combates de las Alpujarras y solicitaba que se les
proveyera de cien arcabuces por el bien de la república con sus municiones ya aderezos. Se convocó un
cabildo, donde relataron que fueron a Málaga y no encontraron armamento para
comprar- Librando 700 ducados de los bienes de propios, se enviaron
a Juan de Frías y Pedro de la
Peña a Sevilla y Cádiz para comprar arcabuces .
Se les pusieron varios acompañantes
y guardas para protegerlos en caso de ser asaltados por bandoleros
monfíes en los peligrosos caminos.
Unos
días después de la toma del castillo de Jubiles desertaron muchos soldados alcalaínos y abandonaron
el campo de batalla detal manera que se recibió el día
24 de enero una cédula real exponiendo la grave situación de las tropas
cristianas en la Alpujarra porque se habían producido varias deserciones de
solados, entre ellas las de los soldados
alcalaínos y obligaba a que volvieran bajo la bandera del marqués.
Además, el marqués
de Mondéjar ordenó al capitán
Juan de Aranda traer a Granada en cabalgada varias compañías de
cristianos y monfíes . Desde la capital de la Alhambra se trasladó a Alcalá la Real. Pues, antes del
día 29 de enero, el maques le dio
licencia a que acudiera a su ciudad de
Alcalá la Real y se trajera, con sus
órdenes y las del conde de Tendilla bajo la ejecución del alcalde mayor, a los
desertores alcalaínos. También , en un cabildo el capitán alcalaíno solicitó que se les diera dinero, porque se habían quedado
sin un real. La ciudad le entregó cien
ducados junto con una carta dirigida al marqués de Mondéjar. De nuevo el
día 30
de enero, se solicitó que
volviera a Granada para incorporarse al campo de
batalla una vez recogidos los
soldados desertores tras el pregón coercitivo
en el que se leyó la cédula real de vuelta forzosa a las filas..
No
podían contar estos soldados nada de lo que ocurrió en el campo de batalla,
porque no llegaron a integrarse hasta la llegada de don Juan de Austria . Pues
una vez juntados los soldados, llegaron
a Granada el día dos de febrero, domingo de noche. Parece que los soldados no
andaban muy contentos con las condiciones pactadas con el cabildo alcalaíno y
se alborotaron en motín. Ante esta situación, el capitán le envío dos cartas. En una de ellas solicitaba
dinero para socorrerlos en la cantidad
que recibían las compañías de otras ciudades. Al principios se arregló el asunto si se hubiera enviado 100 ducados para la
compañía . diez para alférez , 20 para sargento y cabos de escuadra y soldados el resto. y el resto para los soldados . Pero no se
hizo, y, a partir de este momento, el malestar se adentró en la tropa, pues no
estuvieron de acuerdo con la paga envidada por el mayordomo Rodrigo de
Tordesillas y los soldados y oficiales
no la aceptaron. El capitán no hacía sino dar dilaciones para recibir el nuevos
socorro que los entusiasmara de modo que regresaron a Alcalá más de cien soldados y muchos de ellos, unos cuarenta, eran de
la villa del Castillo. El capitán general conde de Tendilla les envió
un nuevo requerimiento para que
volviesen bajo la bandera del capitán y
lo exigió al ayuntamiento con órdenes tajantes.
En los días siguientes se
cumplieron las y se formaron las
escuadras, entregándose de nuevo al
capitán Juan de Aranda.
El quince de febrero se
presentó el mayordomo Rodrigo de
Tordesillas para hacer frente de socorro y se dio una comisión a tres regidores para hablar con
el marques para que lo relevase de la guerra por ser ciudad de frontera y estar
muy gastada
Por unas cuentas que el capitán Juan de Aranda en un cabildo de junio de 1569,
se supo que había estado como capitán durante
56 días y que había enfermado el
26 de febrero, el alcance de los gastos era 43.520 maravedís como capitán y 36.000
para el alférez. El propio marqués ordenó que se relevaran las tropas alcalaínas; el cabildo municipal reclamó de la Corte artillería y nuevas municiones Volvieron las tropas en marzo de 1569 y se puso al frente de ellas el alférez
Francisco de Leiva, su sobrino.
Pero,
en ese, momento, Antón encontró un documento que su escribano guardaba como oro en paño. Lo dejó para otro día.
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