Desde que conocí a Daniel Ocón en Ermita Nueva me cautivó su
personalidad y su saber estar, allá por los años setenta del siglo pasado con
motivo de una visita a la aldea para organizar las bases de la vida municipal
de la ciudad de la Mota en un momento crucial de la transición
democrática. Era una persona que tenía
la virtud de la acogida a las personas, entregándole toda su hospitalidad junto
con toda la familia de su esposa, Los Nieto del núcleo urbano de Cequia. Cada
vez que lo fue conociendo me impresionó más su vida. Descubrí su saber y que
tenía el alma de los antiguos zahorí gracias a su oficio de agrimensor. Vivía y s se encontraba en el lugar y sitio idóneo,
unas tierras que nunca se han mantenido intocables, sino que han sufrido la roturación
desde tiempos prehistóricos. Nos ilustró de la intrahistoria de aquella aldea,
desde el dolmen y la Virgen del Camello hasta el Centro Social Obrero, donde la paloma herida acudía con los versos del
poeta Altolaguirre. La tenía recorrida de cabo a rabo logrando la paz entre sus
paisanos campesinos con sus acertados deslindes, colocación de mojoneras y
divisiones de peculios por doquier. Era
un libro abierto, con el que podíamos conocer la geografía de aquel partido del
campo, desde los cortijos que dieron lugar a concentración de los tres
núcleos rurales y al mantenimiento de estas viviendas hasta nuestros días junto
con la aparición de nuevos asentamientos. Me hizo comprender el origen de
estas nuevas tierras que se habían subdividido desde los conquistadores y sus
primeros compradores, los frailes de la Cartuja hasta las roturaciones de las
desamortizaciones del siglo XIX. Y no solo era un libro hablante, sino que, en
sus últimos años, trasladó sus planos a la escritura artística de altos vuelos,
con trazos de altura por encima de la fuente normal para alcanzar un grosor
superior al normal. Los editaba en los
programas fiestas e incluso varios libros de su vida, donde puso al descubierto
su humanismo y la entrega a la vida
social. Tuve la suerte de recibir el regalo de algunos volúmenes, pero también que
me concediera varios originales para ser editados en la revista del patrón. Sus
escritos eran como las lápidas conmemorativas de los monumentos. Realzaban los personajes y los hechos
notables de la vida local y naciones, De3jaba para el pueblo alcalaíno la
memoria de la inscripción volitiva.
Nunca podía soslayar la parada cuando me lo topaba con
él, era el hombre bueno y culto, educado, cortés y sensible. Disfrutaba de su
encuentro, de su saber y de su prudencia. Siempre rememoraba los primeros años
de la democracia municipal cuando ejerció de concejal y, al mismo tiempo
representaba a su aldea. Daniel Ocón nos dejó en Alcalá su letra y su saber,
también esas virtudes que siempre caracterizaban a las personas que recorrían
los parajes del sur del término alcalaíno. Hombre muy familiar supo transmitir
esa pasión a su descendencia y siempre mantuvo sus lazos familiares. Su huella
quedó grabada entre aquella tierra profusa de cortijos y los núcleos de Cequia,
Pilillas, Ventorrillo y, en otros tiempos, la Ciudad y las casillas del
Camello.
Si hubiera que imitarlo con una inscripción latina, le
grabaríamos Homo bonus, peritus dicendi. Mas bien, peritus agrimensoris et
iustus.
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