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sábado, 25 de diciembre de 2021

QUE VIENEN LOS FRANCESES. NAVIDAD 1808.

 

CAPÍTULO I 

TRAS LA NAVIDAD DE 1808






Andaban los vecinos de la ciudad de la Mota algo tranquilos en la Navidad de 2008. Del reino de Jaén, los franceses se habían retirado tras haber cometido una gran cantidad de tropelías. Y a Alcalá la Real, las tropas francesas no llegaron a alcanzar sus alrededores tras la batalla de Bailén. Sin embargo, no todos los alcalaínos se encontraban serenos. La colonia francesa andaba alterada, una docena escasa de familias, algunas ya eran totalmente vecinas de la ciudad. Había alcanzado cierta popularidad en el pueblo, donde habían abierto negocios y acrecentado su patrimonio. Entre ellos los Lac y los Berti llegaron a regentar mesones y posadas de la ciudad; y otros como los Jiménez hasta introdujeron novedades en las confiterías con la divulgación de los ricos chocolates. Sin embargo, no corrían buenos aires por este año desde que invadieron los franceses España simulando que la atravesaban con destino a Portugal; aún más con la batalla de Bailén, vivieron el regreso en sus carnes el paso de soldados  tras la batalla. Pues, aunque se habían hecho paisanos y vecinos, eran la comidilla de los rumores de la gente. Habían huido de su patria para refugiarse de la guillotina de la Revolución francesa, y ahora intuían que se les caía encima el cadalso de los humilladeros.

Por todos los rincones, se respiraba un odio a todo lo que oliera a afrancesado. En la plaza de las Casas Consistoriales, los vecinos acudían a diario a comprar las hortalizas de los cargaderos castilleros. Continuamente se veían sobresaltados por la presencia de alguna persona que conducía a un detenido para llevarlo a la sala de audiencia del corregidor Orencio de Santaloria, o, en su ausencia, el alcalde mayor Jover. A veces los asuntos eran de poca monta, invasiones en terrenos cultivados por el ganado, pagas de soldados de guerra, pero, otras veces, el asunto rondaba el castaño oscuro con motivo de celos.

Pero, por el mes de marzo  de 1809, abundaron las detenciones de los vecinos franceses. El día cinco el corregidor Orencio Antonio había recibido una orden de la Suprema Juan Gubernativa del Reino del dos de febrero  emanada, dos día antes en Granada por el Conde de San Agustín del Toro, por la que se decretaba el embargo y secuestro de bienes de los franceses residentes en España.

 Y ni corto ni perezoso comenzó el corregidor a aplicar la medida. Se la transmitió a su alcalde mayor, e hizo lo mismo a los alcaldes del Castillo de Locubín.

Pero la respuesta fue inmediata. Se puso en marcha la Junta de Gobierno de la ciudad para aplicar las órdenes del corregidor. El secretario lo puso al tanto de la situación. Ya se habían tomado importantes decisiones a principios de año siguiendo a la Junta Central, se detuvieron y arrestaron en las Casas Capitulares a varios franceses. Pero ahora, interesaba dar a conocerlos. Pues había que llegar hasta el final.  Unos fueron detenidos  y apresados en la localidad Luis Follarat, Bernardo Ricard, Basilio de Prada, Gabriel Bonal y los capadores Juan Gober y su hermano. Y nada menos que a gente del comercio y significada en la ciudad, por desempeñar cargos de contratas de servicios de la ciudad como don José Mirasol y su sobrino don Juan Lustau.  Este último sufrió la peor parte, porque fue conducido a la Granada y cayó bajo la custodia del Capitán General. Con suerte, se libró de la cárcel Fabián Benales, porque enfermó y se le trasladó al Hospital del Dulce Nombre de Jesús y Santa Ana.

No podía quedar  en agua de borrajas. Había que dar un paso más adelante. Se le dio todo el poder al regidor Fernando Carbonel para que culminara la venganza que aludía el decreto, no quedaba más remedio que emprender el embargo de bienes. Y lo hizo convertido en alguacil mayor de la ciudad, un cargo y merced de los reyes. En pocos minutos, se puso en marcha,  y comenzó su ejecución, con una familia cercana al ayuntamiento. Acudió a la calle de Braceros, donde vivía Juan  Gober y le transmitió las órdenes, este inmediatamente se defendió nombrando un procurador para que lo defendiera. De su casa se trasladaron a su tienda del Llanillo. Un mostrador con sus casillares, repletos de géneros,   separaba  a los dueños de los cliente para establecer las relaciones de venta de surtidos.

Tuvo trabajo el alguacil, porque era una tienda especial, no se ceñía a un solo productos. Lo mismo inventariaba de su armario  rimas de papel blanco o de estraza, que varas de tela estameña negra, jergueta, albornoz, sarga o  bayeta; pañuelos finos pintados,como blancos de listas encarnadas; platilla blanca o coletas, o saya azul. De los pies a la cabeza una persona podía vestirse: para los pies con pares de media de algodón ya para hombres, mujeres o niños; cordones bastos de cáñamo  para los zapatos .

Los palilleros y palo, a obleas  también se ofrecían los clientes para la comida en cajas, junto con las sedas de zapatero. Estas abundaba en diversos géneros: negra fina y baja, torzales, chambergas,  bolsos, galoncillos, cintas La corsetería no faltaba para las amas de casas: hilos de colores y negro y blanco de Córdoba y ligas manchegas en cintas,; peinillas, lendreras, escarmenadores de cuernos cuarterones de brocas de zapatero,  yerros corvos de zapatero, tijeras bastas,  planchuelas, navajas con blanco de palo, agujas colchoneras, y de hacer medias, navajas de anzuelos, y de cabo negro, como peines de box . Para la luz de la casa , cera para velones. Para comer, en las cajoncitos onzas de canela, libras de pepita de almendra, o de pimienta,  onzas de clavo; y en otros cajones más grandes arrobas de arroz, de pimiento picante.

Se ilustraron de sistema de pesas con una de balanza de azófar de tamaño regular, otras dos más pequeños y con sus pesas variadas ( de dos libras, de libra, media, cuarterón   y cuatro onzas).

Cuatro casillares estaban vacíos, con una rejuela de alambre para el pan, y dos mesas, una grande y otra pequeña, junto a ellas dos orzas de barro,

Para calentarse un brasero de cobre con tarima de palo, y para sentarse tres sillas de anea. En la cocina parrilla, tenazas, tres candiles, cuchara, paleta, una plancha, un rayo de hoja de lata, una silla de baqueta, un badil,  cinco sillas de anea, dos mesas pequeñas, una chocolatera de cobre, un velón con cuatro mecheros de pantalla, una tinaja de agua, una alacena con dos redomas de vidrio, se seis platos, cuatro fuentes, tres tazas, y cuatro jícaras.

Subieron a una sala, que estaba adornada con un espejo de marco de talla dorado, dos cornucopias, un cuadro negó de El Salvador, tres cuadros pequeños, otras medias cañas de maderas y estampas de papel. Un arca de pino, otra pequeña, sillas viejas finas, una cabecra de lienzo azul y blanco en alhuceña.

En el armario unas medias de hombre de seda blanca, rodapiés de indiana, dos camisas de mujer, dos pares de mangas, cuatro pares de calzones blanco de lienzo, tres camisones,  cinco pares de calcetas de hombres, cuatro pañuelos, tres cortinas chaqueta y calzón , tres cortinas de muselina, chaqueta y calzón de bacón, una montera de felpa con flecos de seda, una solapa de sea, abanico de hueso, dos enaguas de mosolina dos toallas, dos servilletas de torillo, pañuelo encarnado, tres enaguas, una almohada, una  sábana, y almilla, y una solapa de sayal.

Subieron a la cámara, y en la troje y horón, 18 fanegas de cebada.  Otro horón con cerecillas picantes, otro de yesca, en dos horones y suelo con 24 fanegas de trigo; un esportón con orégano.  Otra espuerta con cominos, otro  calandro, otro con trigo, esporillas de palma y de esparto con garbanzos, una artesa, tres hojas de tocino, con sus jamones.

Vestido de traje azul vuelo, Otro  viuejos de marrón verdoso, calzones de paño negro viejo, de paño azulado, caja palo verdeo, cuatro vasos de cristal de medio cuartillo

Con la presencia de su apoderado y su mujer María Ramona Puis, y llevaron a cabo el inventario, secuestro y embargo de sus bienes. Era una familia que ya había adquirido alguna tierra, un haza de cuatro fanegas procedente de los propios en la Dehesa de los Potros, estaba sembrada de cebada. Se le cayeron dos lágrimas a Mirasol  mientras la mujer se echó a llora al entregarle las llaves del armario como seña del embargo al alguacil. Se dirigió con Mirasol a las Casas Consistoriales para volverlo a detener, donde estaban encerrados sus paisanos.

Allí, en la sala baja, citó Luis Follarat, y le pidió que nombrase otro apoderado. Y Luis nombra a Juan Sánchez.  Con su mujer  Francisca Valverde, y su apoderado se dirigieron a su casa de la Tejuela, donde regentaba una posada.  Ya había acudido, en otras ocasiones, el alguacil  para detener algunos furtivos y ladrones de animales de carga, lo que se frecuentaba en aquel tiempo. Pero en esta ocasión, aquella casa  le ofreció un aspecto diferente, pues reconoció todos los rincones. Una cocina era la primera estancia, donde colgaban varias sartenes grandes y pequeñas; en un poyo unas trébedes, asador, parrilla, seis sartenes   grandes y pequeñas, fuentes del mismo tamaño, un velón de mano, un almirez, un perol de azófar, paletas y tenazas, dos chocolateras, cuatro lebrillos, una cacharra, una docena de platos vastos, una mesa pequeña y seis sillas para los clientes. Junto a la cocina, se comunicaba un cuarto, donde se encontraban enseres variados: desde un arcón y un arca hasta dos perdices en una jaula pasando por una artesa, un torno de panadero, barandillas de palo y juego de medidas de cabida (una cuartilla, celemín y medio celemín).

En la segunda planta de la casa, se abrían varios cuartos. En el primero presidía un cuadro de la Inmaculada Concepción y tres medias cañas viejas de papel. No había más enseras que una silla de baqueta de brazos, seis de anea, una mesa con su brasero de cobre y cerraba la ventana una cortina de fandango. En el segundo, colgaban varios cuadros viejos sin marco, seis tablas y algunas sillas. En el cuarto tercero, un arca, un arcón y devanaderas; al lado el cuarto, con dos cuadros viejos; desde ahí se subían a las cámaras, donde colgaban tres espinazos de cerdo. Y en ellas, se cortaba un quinto cuarto  con   una mesa y cuatro sillas, una cuartilla de palo y seis carretadas de paja. Le presentaron las ropas de vestir, y se quedaron con los puestos, unos calzones, una chupa, una camisa, y unas enaguas de mujer. Se le olvidó de anotar una balanza. Pues se entretuvo valorando el burro y una casa en la calle Bordador donde vivían que querían arrendar.

No daban abasto, y unos días después, se dirigieron a las casas de Gober, donde vivía su hermano Juan Bautista. Por mucho que Carbonell le preguntaba a su cuñada sobre sus existencias no encontraron más que las que tenía puestas, pues era un transeúnte que casualmente se había alojado por caridad en la casa alcalaína de su hermano. Por eso, el mismo día once pudieron inventariar la casa de Gabriel Bonal, que nombró de apoderado a Manuel de Ocaña. Con este y su mujer Magdalena de Tárraga acudieron a su casa  de la esquina de la calle los Caños y Llana y, en sus dos habitaciones, una sala que hacía  de cocina, y el cuarto de dormir no encontraron más que una cama pobre, un escabelillo, unas sillas, una sartén y unas cazuelas. De ropa, lo puesto. Como no duró ni la media hora, en la que escribió el acta el escribano, se dirigieron a la  tienda  y casa de Ricardo Licardo, este francés revendedor de frutas en la plaza. Los recibió su mujer María de Jaén e iba acompañado de su apoderado Esteban Moyano. En el portal, un mostrador de pino y un casillero viejos se complementaban con un juego de cuatro sillas, una mesa con su brasero y tarima, un tendido y un tablero de horno   , y en un rincón un juego de seis  espuertas viejas de esparto  para colocar las verduras. En la habitación de la trastienda, un trasportal servía de cocina con su trébedes, sartén, perol, tenazas, fuentes y platos bastos; su oscuro interior se iluminaba con dos candiles. Por unas escaleras se ascendía a un cuarto alto, donde en un arcón grande guardaba la tropa, que matizaba la ama, la sucinta para poder abrigarse en las frías horas de invierno. Se acabó el día con la visita de la habitación, donde estaba encerrado el mozo Basilio Pradal. Me miró extrañado y con la mirada torva.

-Para qué me quiere, señor.

-Para nombrar un apoderado.

- ¿Y con qué lo voy pagar si no tengo ni para comer?

-Es mi obligación y deber solicitarlo.

-Pues no lo quiero, soy pobre de solemnidad, mi oficio era tablero del horno. Pero me despidieron cuando me detuvieron. Ahora mi habitación  y cobijo se encuentran en el Hospital de los Pobres. Mi mujer, María Jiménez, la han recogido sus padres y le dan de comer y alojamiento. Hemos estado viviendo a expensas de la Junta de Gobierno Local y de la limosna del capellán.

El alguacil no quedó muy convencido, salió de la plaza, traspasó el Llanillo y la calle Utrilla, y llegó a la calle Zalamea, donde vivía Juan Jiménez. Preguntó su hija, y por mucho que escudriñó hasta el último rincón, no encontrón más que a los padres y a su hija con el hato puesto. Volvió a las Casas Consistoriales, y se entrevistó en otra habitación de reclusión Juan Benales, un amolador, que se quedó completamente espantado de que el regidor le preguntase por sus bienes y enseres.

-Mira, señor, yo solo tengo mi piedra de moler, y me ha cogido de casualidad en Alcalá como lo podía haber sido en Martos. Tuve la mala suerte de caer en esta presión, porque aquel día se ordenó la detención de los franceses.

-Pero, ¿no tiene casa ni bienes ni familia?

-Soy soltero, la sors, más bien la malchance ha dado con mis huesos entre estas cuatro paredes.

Por aquel día habían acabado de levantar actas de embargos. Algo decepcionados y defraudados, pues esperaban conseguir mayores ingresos. Pero el horno no deba para bollos. Dejaron para tres días después, a los más pudientes.

A las primeras horas del día catorce de marzo, el escribano Sola y el alguacil acudieron al convento de san José de Capuchinos. Salieron del ayuntamiento, por las callejuelas se dirigieron a la calle de los Caños, y, tras pasar por la Puerta de los Álamos, llegaron al compás del convento, Entraron a su vestíbulo  y preguntaron por don José Mirasol. Un vecino los subió por las escaleras de los claustros al corredor del segundo piso, donde se encontraban las celdas de los frailes. En una de ellas se encontraba Mirasol. El escribano le comunicó la orden de embargo de todos sus bienes.  Pero le asesoró de todos sus derechos.

- ¿Quiere nombrar un apoderado para que lo defienda?

-Claro que sí. Soy francés, pero llevo con mi padre y hermano varias décadas como vecino. Hasta me extraña que me hayan detenido.

- ¿Dígame el nombre de su apoderado?

-José Cabrera.

Inmediatamente, se lo comunicó a Cabrera el nombramiento, y lo acompañó a llevar a cabo, unas horas después, el inventario de los bienes de Mirasol. Se personaron en su casa y tienda del Llanillo. La habían heredado de su padre Bernardo Mirasol su madre, su hermano Vicente y el propio José en partes iguales. No solo era un comercio próspero, sino que, gracias al prestigio y patrimonio del padre, había logrado que le adjudicaran muchos servicios de la hacienda municipal y abacial, como las rentas decimales. Su madre Antonia Extremera, ya viuda, los recibió y puso a disposición de la justicia toda su casa.

-Señor alguacil, estos bienes no me pertenecen por completo.

-Dígame, dígame. Defiéndase.

-Que mi madre saque los testamentos de mi padre Bernardo y ya comprobará que solo me asigna una cuarta parte de beneficios.

Su madre sacó las escrituras del contador levantadas en 1784 ante el escribano Núñez. Todo concordaba con las palabras de don José Mirasol, y además había que esquitar la manutención y asistencia de su hermano Vicente y Madre. También se recordó que se habían comprado varias fincas y dos casas en la calle los Caños y Juan Jiménez, todo importaba la suma de 19.000 reales.

Entonces le pregunto el alguacil por los  enseres, muebles y otros bienes. Y respondió.

-No tengo otros bienes muebles, pues he compartido diferentes edificios y viviendas, y, en cuanto la ropa, delego mi embargo en mi apoderado.

Parecía que  el regidor y el apoderado mantenían cierta connivencia con la familia de Mirasol hasta tal punto que quedaron convencidos de sus explicaciones. Si embargo, en el mes de abril, se recibió otro decreto gubernativo que ordenaba la venta de bienes de los extranjeros para aplicarlos a los asuntos de urgencia. El corregidor Orencio, de inmediato, fijó los edictos en los sitios acostumbrados de la plaza municipal y en la esquina del Llanillo con el Peso de la Harina. Transmitió las órdenes a los escribanos para que levantaran actas de los diversos asuntos relacionados con el articulo de la Orden, sobre todo lo relacionado con las deudas.

Las familias se sentían desasistidas en esta desgraciada situación. Y escribieron al corregidor que se compadeciera de ellos. Sobre todo, Ramona Puis, la mujer de Jover le suplicaba que le permitiera vender productos, y le aseguraba que se fiara de que no tocaría los bienes embargados, pero que las ratas de la posada vecina destrozaban los géneros de la seda y otros alimentos sin la presencia suya. También su sobrino el castrador Juan Bautista clamó por la indigencia que vivía su mujer y pedía el amparo de la justicia para que le otorgaran medidas de ben eficiencia.

El decreto estaba claro. Había que embargar y vender. Pero había algunas  excepciones. Aquí estaba la incógnita de la resolución final,  La renuncia de ser extranjero, la vecindad y  el domicilio podían salvarlos. Entre ellos, su mente deambulaba por si podía recaer esta china. 

 

Sin embargo, Jover  manifiesta al  corregidor que los bienes y rentas de los detenidos se encuentran desembargados y entregados a los familiares por el mes de mayo. Otra nueva orden, manifiesta la ejecución de la venta de bienes en el mes de mayo.

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