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domingo, 7 de octubre de 2012


MI TIA LOLA

DOLORES GÓMEZ FREIJÓO
 

            En el paraje de aquella casona de la aldea de  Santa Ana, pasaba, durante mi niñez, todos los meses de verano, como si se tratara de unas vacaciones escolares. Aquella mansión rezumaba olores de tiza de clases particulares de verano y de tinta azulona de los pupitres de madera, que se ubicaban en la clase de la planta baja. En aquel caserón, todos los días subía a sus trasteros de la tercera planta para curiosear las frutas que maduraban  en las trojes repletas de trigo de la ultima recolecta. 

            Me llamaba muchísimo la atención la prominente  barbilla de mi tía Asunción, con la que me atraía siempre a su regazo y me acariciaba como si fuera su hijo pequeño, a pesar que sólo era su sobrino. Siempre, la veía vestida de negro, con el rosario en la mano, rezando novenas a la imagen de una pequeña Virgen, que presidía el acomodador de la segunda planta y mi bisabuelo José María, ( dicunt) se había encontrado en el camino de aquella meseta, antaño comunal y  bien de propios, llamada de  los  Llanos, y , ahora, en manos de nuevos propietarios que habían acumulado todas las parcelas del repartimiento de Carlos III tras la desamortización de Madoz.  Mi tío  Luís, que era el maestro de la aldea, y era hermano de Asunción  y Lola, ejercía de paterfamilias de aquella estirpe peculiar y muy religiosa; me gustaba mirar por lar rendija de la puerta del aula a los despistados alumnos y  siempre  le seguía los pasos porque me entusiasmaba cuando llegaba de Alcalá lleno de paquetes de libros que colocaba con mimo en las baldas de su pequeña estantería. Nombré  a mi tía Lola como si no  fuera nadie. Y encarnaba  para  mí ,  y para todos  sus sobrinos y resobrinos  la señal  y presencia del amor en el más amplio sentido de la palabra. Durante mis vacaciones, se desvivía  por el hecho de que lo pasara lo mejor posible,  se convertía en mi segunda madre y  me  llenaba de mimos y de  muestras de cariño  durante todas las horas del día. En aquellos duros años del franquismo, pude disfrutar de  algunas cosas que no  se frecuentaban en mi casa  como el  chocolate de tabla ( pues  en la mía  se  nos daba el  de bollo de Priego de Córdoba con un canto de pan con aceite),  o como  las frutas y hortalizas frescas de las huertas de la Fuente del Rey. Mis dos tías  y mi tío Luís frecuentaban todos los cultos de la iglesia de Santa Ana, eran beatos en el buen sentido  filológico  e histórico de la palabra, personas felices entregadas al servicio de Dios,   y en concreto  de su Ecce-Homo que presidía la escalinata de su casa y habían heredado  de su antigua casa de los Núñez en la Fuente del Rey. Lo habían recibido de sus padres, sobre todo, de su madre y mi bisabuela  Adelaida  ( me dijo el cura Carmelo que, si el tuviera que canonizar de santa  a alguna persona lo haría con aquella mujer), y en aquellos tiempos ejercían la plasmación del amor cristiano con el servicio a la comunidad rural  y a su hermanos. También, mi tía Lola se ganaba la vida con su oficio de tejedora doméstica haciendo jerseys, blusas, saquitos  y  cooperando con su cuota  para poder cobrar la vejez. Nunca le escuché maldecir el trabajo ni ser antipática con nadie, la dulzura estaba siempre en sus labios. Nos tenía vestidos a todos con las prendas de lana de última moda.

 

            Murió Asunción, y Luís y Lola se vinieron a Alcalá, porque su hermano como maestro  trabajó en el colegio de la Sagrada Familia ( Safa.) Poco le duró la alegría a mi tía Lola, pues Luís murió de un repentino ictus. Con mi madre, la visitaba, de vez en cuando,  en aquella casa sombría y algo fría  de  la calle  Alonso de  Alcalá, que le causaba enfermedades reumáticas y unas cataratas adelantadas. Siempre rebuscaba algo para que me fuera con el bolsillo lleno de alguna calderilla. Su última donación fue una  parte de la antigua biblioteca de mi tío  ( los libros sacros y de anticuarios)  y aquella vitrina  del Eccehomo que deposité en el Museo de San Juan. Luego, siendo sexagenaria, cambió la soltería para formar un hogar como esposa. Recuerdo que me dejó de herencia una  serie de fotos familiares que conservo como oro en paño, son las señas de identidad de la familia de los Gómez. Son la memoria histórica de la Alcalá clerical del siglo XIX, la España de la posguerra con los encuentros de los cursillos de Cristiandad y con  las escuelas rurales de Ermita Nueva y Santa Ana, donde ejerció la docencia mi tío Luís. Con ellas puedo rellenar muchas ramas de todo el árbol genealógico de la familia Gómez Atienza y Freijóo Cano . Mi tía Lola enfermó  del corazón con el que tanto había amado, y marchó a una residencia de Montefrío, donde murió  tras varios síncopes sufridos en los años anteriores. Fue una mujer  buena en el buen sentido de la palabra como todos los Gómez, muy  religiosa como su madre Adelaida   y con el dardo de amor  cristiano, en el corazón. tan clavado  que nunca la olvidaré, pues  trataba de  paliar el dolor ajeno hasta lo indecible, No se me olvidaré  el hecho de que recogió todos los pasquines de una campaña electoral de 1979 porque los pisoteaban en el suelo de las calles de Alcalá y ella  se sentía herida por ser la fotografía de su sobrino la de uno de  los que figuraban en  aquel  díptico. Más amor no se puede pedir, hasta en la ausencia.

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