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domingo, 3 de junio de 2012

PILAR GÁLVEZ



                                                                       Con cariño a su hijo Pepe, esposa y nietos



Durante estos días, me topé con un documento sonado allá por los años sesenta, cuando un grupo de trabajadores  tuvo un accidente en el que fallecieron varios de ellos. Me acordé de  las viudas de aquellos trabajadores de los años del tercermundismo y de otras  que se quedaron sin su marido en los primeros años de su mocedad conyugal, y tuvieron que salir al frente de su casas  y de sus hijos con mucho esfuerzo y trabajo, cuando el feminismo se ocultaba en las páginas de los libros de historia del exilio.  Una viuda de estos últimos trabajadores, los muertos por enfermedades que en aquel tiempo eran incurables,- la mayoría eran jornaleros o peones de albañilería- era el marido de Pilar Gálvez, mi vecina de la casa de vecinos de la calle Veracruz, aquella casa con varios apartamentos sin servicios sanitarios  y fachada de piedra,  denominada `popularmente  por la  Casa del  Cura (probablemente otrora una casa que era propiedad de una capellanía regentada por algún clérigo). Allí, compartimos servicios de higiene en el pilón de junto al brocal del pozo, donde, por la mañana, nos aseábamos casi una treintena de personas; la lavandería, por otra parte,  era un usufructo común de  todas las mujeres  y se encontrba en una habitación anexa al gran patio con empedrado de piedra ígnea ( ijena le llamaba por nuestros lares) ; allí sufrimos algún que otro sobresalto nocturno, como la caída del techo de un salón de aquellas familias, y, a las puertas de esta casa vecinal, todas las esposas vivieron un trágico tarde la feria de septiembre de los años cincuenta esperando a sus maridos tras el derrumbe de la plaza  portátil de toros cuando llevaban a los heridos al Hospital de la calle Rosario.  Aquella mujer no tuvo esta única desgracia, sino que su hija falleció también en la flor de la vida.  Pero, siempre fue una mujer de carácter, una mujer valiente, trabajadora y siempre con un optimismo innato, que se lo había impregnado su amor por una devoción especial, el gallardete de Jesús.

Allá, por los años ochenta del siglo pasado, tuve la suerte de disfrutar con ella una  tarde en su piso  en el que me rememoró toda su biografía  de la manera más gozosa que se puede producir. Me lo hizo cantando en medio de una tarde tormentosa, cuando contemplábamos que  los edificios de la Mota  se veían coronados por los fulgores de los relámpagos  desde su apartamento del antiguo  Parque Cinema. Entre el  temor  y su voz ya más tenue, me cantó romances de ciegos heredados de la tradición alcalaína, y que recogimos en el libro del “Cancionero, relatos y leyendas de Alcalá la Real”, algunas coplas de la zona republicana como una versión original del asedio del Santuario del Cerro de la Virgen de  la Cabeza; me aportó varios villancicos romanceados con su correspondiente musicalidad, unos conocidos en antologías locales y otros inéditos:  no podré olvidar el que publiqué en una revista del Cristo sanjuanero allá por los años ochenta ( me quedaba embobado con  su intensidad grave de tono y la fuerza de su voz al cantarme el Niño Jesús de Pasión.  el niño carpintero). Y, sobre todo, me ilustró del mundo de la saeta y sus cantaores y cantaoras en Alcalá la Real. Me enlazó su  cante saetero (una saetera de a posguerra que renació por los años cincuenta)  con la primera generación  de cantaores de saetas alcalaínos aquellos que  comienzan a  aflamencarlas en tiempos de José Angola, un jornalero que iba a segar  por los años de la preguerra la campiña sevillana, en concreto a Paradas  y allí aprendió muchos palos, entre ellos se trajo la saeta a Alcalá la Real. Me citaba otras cantaoras como Patro Vega y su hermana Ana María, que estaban muy influenciadas por la saeta de Puente Genil y se veían imbuida de la letra de  los pregones cantados de nuestra Semana Santa. Incluso, algunos pregones coincidían con las saetas romanceadas de  los pasajes de la Pasión. Aquella tarde me ilustró de  todos los mecanismos  y su puesta en escena a la hora de cantar desde los balcones de la plaza del Rosario, o en la calle Veracruz, me metía en la escena de una saetera en el momento que  entabla un dúo de la tragedia pasional  con la imagen  semanasantera o, en su caso, con  su gallardete de Jesús, al que siempre cantó en quinarios o en la calle hasta que le resistieron las fuerzas de su salud. Y es que, a pesar de su debilidad coronaria, era una mujer que afloraba vigor y  fortaleza para afrontar todas las desavenencias que le ocasionó la vida, supo hacerles frente con sus propias manos y ( en esto son sus mejores testigos su hijo y nietos);  debe considerarse como una mujer modelo,   trabajadora  y creyente , porque sabía de donde podía sacar el agua de la fuente viva. Que, en su descanso en paz del espíritu, se le premie su diaconía musical,  de la  que dará testimonio con el canto de una saeta prolongada en la vida de la resurrección eterna.  O como dice una saeta suya. “¿A dónde vas, Paloma, / a deshoras de la noche?/Voy en busca de mi hijo(bis)/ que lo entierran esta noche./Jueves Santo murió Cristo/ Viernes Santo lo enterraron,/ Sábado tocan a Gloria, Domingo ha resucitado./.

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