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lunes, 11 de junio de 2012

ANTONIO DELICHE LÓPEZ








            Hay personas que, tras su muerte, se resume una tipología de comportamiento social muy frecuente en estos lares del Sur. Me refiero a aquellos que vivieron en los albores de la primera democracia truncada por el golpe de estado de 1936; aquellos que tuvieron que soportar la miseria y pobreza humana debido al sufrimiento de sus padres en cárceles por  haber sido acusados del delito de pertenecer a un sindicato o partido republicano; se alimentaron con las cartillas de racionamiento, la recolecta de los  frutos del campo-tras la campaña de la aceituna- o de la casa furtiva del hurón, con lo que peligraba su vida, ya que podían dar con sus huesos en aquellos insanos presidios de los Juzgados del Partido Judicial; aquellos que  trabajaban sin cumplir la mayoría de edad, segando de sol a sol, vendimiando hasta el anochecer y recogiendo remolachas o patatas en las vegas ribereñas, aquellos que  vieron su salvación  un día al  coger sus maletas de madera  y  al emprender  un nuevo destino  en tierras de emigración de la península ibérica, América o Europa.


En Jaén , monumento de la memoria histórica
             Antonio Deliche López recoge este perfil humano, al que tan sólo habría que concretar con su padre víctima de la represión de aquellos  tiempos , en los que las acusaciones  se hacían realidad en fallos ejecutorios sin más testigos que por oídas;  un perfil que me el recordaba, en muchas conversaciones, reviviéndome el arte de la caza de los animales durante la noche, cuando se encontró ocasionalmente con la partida del lector de Julio Verne ( y pasó más miedo que vergüenza al ser amenazado por aquel jefe corpulento de ristra de balas en el pecho,  si desvelaba el secreto del recorrido de aquella cuadrilla); un perfil  humano que se hizo agricultor autodidacta con alma de hortelano y protector del mundo de la pajarería ( lo que rellenó , durante muchos años de su vida) en tiempos de la jubilación, cuando le dejaban alguna parte de un peculio para plantar las patatas, y legumbres que completaban el sueldo de su corta jubilación. Antonio completó perfectamente su perfil de buen trabajador en Bilbao donde desarrolló varios oficios hasta acabar al mando de un volante, lo que le hizo relacionarse con muchas personas, allí tuvo varios hijos y una familia numerosa, que, desgraciadamente, quedó reducida en dos hijas, ¡ con lo que duele la muerte de unos hijos en la flor de la vida! Y, Antonio regresó a su tierra,  y se convertía en el modelo de emigrante que reclamaba la Junta de Andalucía, abriendo las puertas a muchos andaluces que habían emigrado a otras tierras y querían terminar los últimos años de su vida con los suyos. Lo hizo con su esposa, Ángeles, una matrona generosa de las muchas que existen en Alcalá, una mujer forjada en el sacrificio de la orfandad, porque su padre Domingo Muro Ruiz, él último alcalde alcalaíno de la República había sido fusilado al acabar la guerra, y todos sus hijos debieron labrarse su vida en medio de la más dura adversidad.

            A su regreso, fueron sus años gozosos para este matrimonio, los de su  retiro desde mirador de las calles del entorno de la Corredera, ( mientras se sentía feliz cuidando su huerto, engrandeciendo su casa con la numerosa presencia del mundo de la ornitología,  y su esposa  daba todo lo mejor de sus cualidades en la escuela de adultos ejerciendo de actriz en obras inolvidables como “Cinco Horas con Mario”  entre otras). Fueron los años de una entrega sin igual en el compromiso por la casa de todos, haciendo de conserje,  siendo mayordomo de los encargos de sus jefes superiores y colaborando con los compañeros en todas las tareas que implica el cotidiano quehacer y la maquinaria de una agrupación política (¡ con qué cuidado rellenaban los sobres de las candidaturas de los comicios!) Pero, llegó el día en el que la calle del barrio de la Torres Bermejas se le convirtió en una cima del Everest, o el día que su corazón no recogía más aire que el artificial de las máquinas oxigas, de tal modo que no podía valerse de su motocicleta para ir a la casa que tanto amaba.

Allí se mantuvo encerrado durante los últimos, entre  recaídas y recaídas de salud, con la fuerza que la naturaleza da los sufrientes y con  el acompañamiento de su esposa e hijos. Un ramo de flores fue lo último que se quemó junto con sus cenizas. Bello símbolo de los restos de  un fuerte hombretón que tenía un corazón  muy  resistente, pero siempre   ayudado del abrazo generoso  por la entrega vaciada de una esposa extraordinaria.      

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