Con
cariño a su hijo Pepe, esposa y nietos
Durante estos
días, me topé con un documento sonado allá por los años sesenta, cuando un
grupo de trabajadores tuvo un accidente
en el que fallecieron varios de ellos. Me acordé de las viudas de aquellos trabajadores de los
años del tercermundismo y de otras que
se quedaron sin su marido en los primeros años de su mocedad conyugal, y
tuvieron que salir al frente de su casas
y de sus hijos con mucho esfuerzo y trabajo, cuando el feminismo se ocultaba
en las páginas de los libros de historia del exilio. Una viuda de estos últimos trabajadores, los muertos por enfermedades que en aquel tiempo eran incurables,- la
mayoría eran jornaleros o peones de albañilería- era el marido de Pilar Gálvez,
mi vecina de la casa de vecinos de la calle Veracruz, aquella casa con varios
apartamentos sin servicios sanitarios y
fachada de piedra, denominada
`popularmente por la Casa del
Cura (probablemente otrora una casa que era propiedad de una capellanía
regentada por algún clérigo). Allí, compartimos servicios de higiene en el
pilón de junto al brocal del pozo, donde, por la mañana, nos aseábamos casi una
treintena de personas; la lavandería, por otra parte, era un usufructo común de todas las mujeres y se encontrba en una
habitación anexa al gran patio con empedrado de piedra ígnea ( ijena le llamaba por nuestros lares) ;
allí sufrimos algún que otro sobresalto nocturno, como la caída del techo de un salón de
aquellas familias, y, a las puertas de esta casa vecinal, todas las esposas
vivieron un trágico tarde la feria de septiembre de los años cincuenta esperando
a sus maridos tras el derrumbe de la plaza
portátil de toros cuando llevaban a los heridos al Hospital de la calle
Rosario. Aquella mujer no tuvo esta
única desgracia, sino que su hija falleció también en la flor de la vida. Pero, siempre fue una mujer de carácter, una
mujer valiente, trabajadora y siempre con un optimismo innato, que se lo había impregnado
su amor por una devoción especial, el gallardete de Jesús.
Allá, por los
años ochenta del siglo pasado, tuve la suerte de disfrutar con ella una tarde en su piso en el que me rememoró toda su biografía de la manera más gozosa que se puede
producir. Me lo hizo cantando en medio de una tarde tormentosa, cuando
contemplábamos que los edificios de la
Mota se veían coronados por los fulgores de los relámpagos desde su apartamento del antiguo Parque Cinema. Entre el temor
y su voz ya más tenue, me cantó romances de ciegos heredados de la
tradición alcalaína, y que recogimos en el libro del “Cancionero, relatos y
leyendas de Alcalá la Real”, algunas coplas de la zona republicana como una
versión original del asedio del Santuario del Cerro de la Virgen de la Cabeza; me aportó varios villancicos
romanceados con su correspondiente musicalidad, unos conocidos en antologías
locales y otros inéditos: no podré olvidar
el que publiqué en una revista del Cristo sanjuanero allá por los años ochenta
( me quedaba embobado con su intensidad
grave de tono y la fuerza de su voz al cantarme el Niño Jesús de Pasión. el niño carpintero). Y, sobre todo, me ilustró
del mundo de la saeta y sus cantaores y cantaoras en Alcalá la Real. Me enlazó su cante saetero (una saetera de a posguerra que
renació por los años cincuenta) con la
primera generación de cantaores de
saetas alcalaínos aquellos que comienzan
a aflamencarlas en tiempos de José
Angola, un jornalero que iba a segar por
los años de la preguerra la campiña sevillana, en concreto a Paradas y allí aprendió muchos palos, entre ellos se
trajo la saeta a Alcalá la Real. Me citaba otras cantaoras como Patro Vega y su
hermana Ana María, que estaban muy influenciadas por la saeta de Puente Genil y
se veían imbuida de la letra de los
pregones cantados de nuestra Semana Santa. Incluso, algunos pregones coincidían
con las saetas romanceadas de los
pasajes de la Pasión. Aquella tarde me ilustró de todos los mecanismos y su puesta en escena a la hora de cantar
desde los balcones de la plaza del Rosario, o en la calle Veracruz, me metía en
la escena de una saetera en el momento que entabla un dúo de la tragedia pasional con la imagen
semanasantera o, en su caso, con su gallardete de Jesús, al que siempre cantó
en quinarios o en la calle hasta que le resistieron las fuerzas de su salud. Y
es que, a pesar de su debilidad coronaria, era una mujer que afloraba vigor
y fortaleza para afrontar todas las desavenencias
que le ocasionó la vida, supo hacerles frente con sus propias manos y ( en esto
son sus mejores testigos su hijo y nietos); debe considerarse como una mujer modelo, trabajadora
y creyente , porque sabía de donde podía sacar el agua de la fuente
viva. Que, en su descanso en paz del espíritu, se le premie su diaconía
musical, de la que dará testimonio con el canto de una saeta
prolongada en la vida de la resurrección eterna. O como dice una saeta suya. “¿A dónde vas,
Paloma, / a deshoras de la noche?/Voy en busca de mi hijo(bis)/ que lo
entierran esta noche./Jueves Santo murió Cristo/ Viernes Santo lo enterraron,/
Sábado tocan a Gloria, Domingo ha resucitado./.
No hay comentarios:
Publicar un comentario