Hablar hoy
día del barrio de San Juan y sus gentes es muy
distinto a lo que sería hace quinientos
años, e, incluso, en épocas anteriores. Hoy día, no aparece
perfectamente delimitado, y, aunque pueda comprender toda la zona de entre los arrabales de la Mota, la calle Real, la calle Rosario, Llana,
Cronista Benavides, Cruz de los Muladares y Cuesta del Cambrón, ni
administrativamente ni oficialmente hay una delimiación vecinal. No obstante,
dando por hecho este barrio delitimadoo por estas calles y por las gentes que
se sienten pertenecientes a la Iglesia de San Juan, el origen del barrio
presenta muchos elementos procedentes de distintas divisiones administrativas,
que respondían a servicios militares, de abastecimiento e, incluso religioso.
En el siglo XV, el arrabal de Santo Domingo tal vez fuera el único junto con
los Palacios y el de San Sebastián, que se podrían constatar que perteneciera a
las inmediaciones de la ermita que se levantaba en honor de san Juan. Ésta era
una iglesia que, a finales de siglo, comenzaba a crear un barrio, debido a los
repartimientos de nuevos asentamientos y de tierras que habían hecho los Reyes
Católicos. Precisamente, a principios del siglo XVI, se produce su
ampliación, cuando la ciudad se extiende
hacia el Llano, el cabildo municipal reparte gran cantidad de solares y vende
otros muchos para afrontar el abastecimiento de la ciudad. Y es en este preciso
momento en el que se desarrolla totalmente el barrio de san Juan, encontrando
su centro en su iglesia, sede de una cofradía de gente hidalga, rodeada de su fuente que se realiza en el año 1550 por Martín de Bolivar junto al Pozuelo
del santo, y preidida con el amplio espacio urbano de su plaza, la calle que se
extiende, orientada hacia el sur, para converger hacia el Llanillo y sus
laboriosos habitantes , que se encuadran en una demarcación de finalidad
militar, recaudatoria y física.
Desde el punto
de abastecimiento y de recaudación, precisamente los antiguos arrabales, también denominados
cuarteles, estaban formados por el arrabal antiguo, el desaparecido de san
Bartolomé, la Peña Horadada, san Sebastián, el barrio de san Francisco, y el de
san Juan, como parte independiente de la Mota
dejando aparte los arrabales nuevos de la Veracruz y del Llanillo y las
calles que convergen a la calle Real y a todos estos barrios sin olvidar el
recinto de la Mota. A esto hay que añdir dos nuevos conventos que juegan un
papel importante de la vida de este barrio, el de la Santísima Trinidad y el de
sann Francisco. Casi toda la vida de la ciudad se desarrollaba en estos lugares
desde el comercio hasta el ocio, desde la celbración de los actos festivos
hasta la vida artesanal, desde la religiosa de sus conventos e iglesias hasta
la vida cotidana de los vecinos. .
En el siglo
XVII, el barrio de san Juan es sustituido en su demarcación, porque le convento
de Nuestra Señora del Rosario de la Orden de santo Domingo, poco a poco, va a
girar en torno a la calle del Rosario que le da su nombre y sustituye en su
enominación a la calle de san Juan. Por otra parte, los antiguos arrabales se
van a ir abandonando, como el de san Sebastián, Peña Hordada, y el de santo
Domingo, y, aunque la iglesia de san
Blas va a da lugar a un nuevo arrabal, que redistribuye el antiguo arrabal de
san Juan, éste va a agrupar poco a poco todo los vestigios que comprendían la
calle Caba, la calle de la Cruz del Cristo de la Piedra, Lagares,
Alhondiguilla, san Francisco, parte de la calle Real,los Caños, Mazuelos y
otras de menor como el Puerto,Llanete el Conde, Yedra, Mazuelos, Puerto y
algunos tramos de la calle Veracruz.
Así se mantendrá
durante el siglo XVIII y XIX, y, aun más la división parroquial le va dar un
nuevo empuje al convertirse en el eje urbano de la parroquia de Santa María la
Mayor, que la convertirá en coadjutriz y celebrará la mayoría de los cultos,
que anteriormente se celebraban en la iglesia abacial. De allí saldrán las
celebraciones del Corpus, se impartirán los bautizos, los matrimonios, exequias
y las misas diarias. Al finalizar el siglo XIX, cuando el Rosario ocupe su
lugar ya el barrio está perfectamente demarcado y, la iglesia sin función religiosa, tan sólo cultual dedicada a san Juan Bautista, será un
receptáculo de los distintas advocaciones que iban desapareciendo, como la
Virgen de la Paz o de la Aurora. Sus gentes, sin hidalgos, con multitud de
casas de vecinos, labriegos, jornaleros, y nuevos artesanos y dedicados a los
servicios que el siglo XX iba exigiendo
van a dar lugar a un barrio nuevo, andaluz, blanco con la cal de las fachadas
de sus casas y de amplios solarines que servían de huertos familiares, donde el
pozo, la higuera, la cuadra y el fogón de la cocina reunía a uno de los
sectores de población más numeroso de Alcalá la Real.
Rememorar el siglo XX es iniciar un recorrido desde la casa de don Salvador Medina, donde impartian las clases este viejo profesor a jóvenes de enseñanza secundaria, para continuar por la empinada cuesta de la calle Veracruz, moteada de casas de vecinos y casonas de labranza como la de Gálvez o Manuel Gorra, la del cura, donde se hacinaba las familias en pequeños pisos en torno a un patio desde se sacaba el agua de su pozo para mantener la higiene de más de treinta vecinos. Lo mismo que en la casa del maestro Garrido, la de Paz, la de Miguelón y Peregrina, la de José Gálvez, y la de Aurora y la de Domingo el Lancero. En esta calle, se confundía el subderrollo de los años cuarenta y cincuenta con el tradicionalismo de la vida pujarera de la casa de Frasquito Huertes o Francisco Arenas Tonelete o los nuevos labriegos de las aldeas que se afincaban en nuestra ciudad, como la familia López. Junto a las casas, los servicios de alimentación, la leche de las vacas de Mangurro, la tienda de Marquitos o la sombrillera de Mercedes de la Barranca. Lo mismo sucedía en la calle Luque, con la casa de vecinos del General Lastres y la taberna de Joaquín y el Gordo. Y la calle Rosario, donde se abastecía a los pobres en la Gota Leche, se recogían los niños expósitos y se curaban a los enfermos en el Hospital, regentado por las Madres Mercedarias, la taberna de Mamando, se había convertido en la hidalga de los artesanos actuales. Allí podías encontrar la zapatería de Pañalón, los buenos vinos y la lana para los colchones de Manuel Mamando, un contrato de obra del buen oficial albañil Miguel Fernández o descendientes de la familia Zúñiga. Si querías tomar los boyos de chocolate para los niños en la tienda de Francisco y en la de la Luciana, los servicios de fontanería los encontarías en casa de José y su cuñado. Conforme subías hacia la iglesia de san Juan, las casonas de fachadas de piedra encalada de los antiguos hidalgos se transformaban en hacinadas casas de vecinos donde apenas podían vivir familias numerosas como la de Francisco Rosales de la plaza, Eloisa y tantos más. Allí se compartían los servicios higiénicos, la lavandería, e, incluso, en algunas las cuadras y la cocina; tan sólo, había un recinto diminuto para la intimidad familiar. Jalonaban ambas aceras de esta majestuosa calle, que por los años setenta sustituían los balcones de forja , las ventanas de las cuitas amorosas y los óculos del pajar por los afeados balcones corridos y las puertas metálicas de las cocheras. Sería imposible imaginar hoy día cómo podían convivr hasta quince y treinta personas en algunas casas. Los niños de la familia de los Patavana no tenían otro lugar para el recreo que las calles embarradas y arecifadas para las fiestas populares. El pincho, las canicas, policía y ladrón, las caretas y los cántaros de carnaval eran los juegos preferidos de las almas infantiles. La beneficiencia y la caridad se ejercían en el hospicio provisional de la Iglesia de san Juan, atendida por la Madre Carmen y sus compañeras desde los años treinta, donde acudían jovenes doncellas sin familia para aprender el catecismo y las buenas costumbres. Y en parecidas condiciones estaban los vecinos de la calle Trinidad, la de los Caños o todas las que convergían a la calle Medrano como la calle la Peste, los Caños, el Puerto y su tranversales de Llanete el Conde, la Yedra o Muladares. Si algo las diferenciaban de las calles del Rosario y Veracruz, eran las casas más pequeñas y sus vecinos nás humildes, dedicados al campo con su yunta, haciendose de apareadores unos de otros, y, en la mayoría de los casos, esperando la llamada del señorico o del pujarero más hacendadado que los convocara a dar la jornada en sus peculios. Raros eran las casas de servicios como la lechería de Miracielos en la calle los Caños, la tienda de Cipriano o de Charilla en la calle Llana o la taberna de Caroca o la de Caniles en la calle los Caños. Algunas viviendas cobijaban a familias enteras como los Vegas en la calle la Peste, recordando a las ínsulas romanas en un marcvo andaluz. Si el agua se encontraba en los pilares de la calle Llana, el de san José, el de san Juan y en la calle Rosario, donde acudían los vecinos a recoger el agua en sus cántaros, el pan se abastecía por los panaderos de Santa Ana y los Madriles. El horno de Piñiqui era el centro de reunión, mientras se calentaban en el horno los roscos , mantecados y los panes de cada familia. También, procedía de forasteros el arreglo de los sunieles de las camas, el afilamiento de los cuchillos, el grapado de fuentes y los nuevos oficios que la técnica introducía ebn los lares del barrio de san Juan. En estas calles fue un acontecimiento de los años cincuenta el agua en las casas, la primera televisión en casa de Frasquito Huertes, donde acudía todo el mundo a ver los toros, el primer ventilador eléctrico o la primera cubeta de plástico, acostumbrados a los objetos de mimbre , de esparto o de hierro. Y en este barrio, salían curas a porrillo porque era la única salida de los hijos de los jornaleros o labriegos. Muchos se quedaban a medio camino, otros escalaban otras profesiones. Las Escuelas de la Sagrada Familia ofreció a muchas familias la formación profesional, religiosa y humana a muchos hijos del barrio de san Juan. Practicaban los servcios de limpieza de la calle en un reparto por tramo de fachada, limpiando el pavimento o la acera que solía llenarse de los excrementos de animales de carga y ganado menor. Eran abundantes las casas donde una manada de cabra, más rara la oveja, convivían con sus propietarios.
La única industria era el molino de Terreras en la Cruz de los Muladares, que data de
finales del siglo XIX, a donde los labriegos llevaban la aceituna en invierno.
Junto a él, un lavadero, donde se formaban corrillos de mujeres a lo largo del
día.
La construcción
renovó la mayoría de las casas por los años sesenta, y se levantaron otras
nueva. Famosa fue la casa grande de la calle Real, que los alacalaínos
bautizaron graciosamente la Casa el Coño, tan destartalda, y tan irracional que
no puede comprenderse cómo se les ocurrió a los munícipes conceder aquella
licencia urbanística.
La gente era muy
devota de tradiciones familiares. Las Cruces de mayo, de la calle Ancha, de la
calle Real, san Juan, cruz de los Muladares, y la de la casas de Aurora, de los
Vegas o de Andres en la calle Luque tenían su novena y sus cantos. Meses antes,
los cuadros del Ecce-Homo y el Gallardete de Jesús en las casas de los Vegas y
los Cupidos. Las hornacinas de santa Ana y la Virgen de las Mercedes en
diversas esquinas recibían su devoción popular en el verano sin olvidar la tradición del san José de la calle
la Peste y la calle Ancha.
Raro era el día
de los años cincuenta en el que un piso de una casa de veinos o un vecino de
una casa no abandonaba su lugar de morada para correr la aventura de Alemania, de las tierras
catalanas o de la capital de España. Aquí se quedaron los más hacendados, los
profesionales y los de los oficios de los servicios municipales o de cierto
porvenir. Los demás hicieron lo mismo que los de los años treinta cuando
huyeron el día de la toma de Alcalá buscar nuevos derroteros para su familia y
sus hijos.
La formación se
adquiría en las escuelas del Estado, y en las
de las maestras garroteras de la Pollica o de Patita Sea. También, el
maestro Garrido impartía la docencia en la calle Real, como también lo hacía su
hijo en la calle Veracruz para los niños más avanzados. La formación religiosa
se impartía en la iglesia desan Juan con los seminaristas y los coadjutores de
la parroquia de santo Domingo de Silos. Y la formación política y moral, en la
escuela y en los NODOS del Parque Cinema y el Teatro Martínez Montañés.
No había más
salida para la gente del barrio que el trabajo del campo, ser empleado de
Condepols o la emigración. Los otros oficios eran una excepción para los
privilegiados que podían comer una dieta que sobrepasara la leche matutina, la
comida de legunbres del mediodía (os cocidos, lentejas, habichuelas..), la
merienda de pan con aceite_ el bollo de turrolate de Priego era un privilegio-,
y la frugal cena con lo sobrante de la mañana. Había personajes famosos en el barrio
oque recogían la simpatía popular,. desde Frasquito Huertes, que era como el
patriarca de toda la vecindad en la calle Veracruz, o el sinmpático Tonelete, hasta el comandante
Berbel, el médico García Valdecasas, Santa Marta, el jefe de los apóstoles
Tomás, todos los Vegas que levantaron la semana santa de los años cincuenta en
su faceta popular, Trompetín, Cristobal, las mujeres de la Gota Leche como
Patro Vega o Luis Hinojosa, doña Anita la partera y depués doña Prudencia, don
León el practicante, los pregoneros que anunciaban la campaña de vacunación o
los edictos del Alcalde en el Pilar de san José o en la esquina de la calle
Veracruz , del Rosario en san Juan, y la madre Carmen, tan rechoncha y tan
débil pidiendo a las señoricas del pueblo limosnas para sus niñas de san Juan y
el guardia de la Mota Joaquín el Espino.
No había casinos
ni de caballeros ni populares; las tabernas usurpaban el espcaio social con el
vino terreno de los meses de invierno y el manchego de los restantes meses del
año. Si tuviéramos que destacar algunas, citaríamos la de los Sansones, y
Caniles en la calle los Caños, el Atranque, donde se vendía el vino a través de
una reja, y el Bodegón de los Muertos en la calle Llana, y las mencionadas de
la calle Luque. En ellas se hacía contratos de obra, se citaba para la labranza
y se pagaban los jornales.
La noche era
fría en las casas de este barrio, muy buenopara el verano, pero productora de
sabañones, pulmonías y catarros en
invierno. La silla de enea servía de embajadora para formar círculos de mocitas
para bordar, de chiquillos para escuchar historietas de los mayores en verano y
de tertulias y vigilias en las noches de velatorio.
Conservaba su
majestuosidad y su raigambre el barrio de san Juan desde tiempos inmemoriales.
Era y es la carrera oficial de procesiones de semana Santa en la mañana del Viernes Santo, el Corpus
Cristi, y en la procesión del Cristo de
la Salud. Sobre todo, esta imagen definía el barrio, a sus devotas gentes
labriegas y a su fisonomía andaluza de blanca y de cenefas y ref¡jas negras.
Numerosas eran las sagas de familias que
se apodaban con nombres curiosos como los morunos y los moros, los rejillas,
los carocas, los hermosos, los
marquitos, los pinchos, los gallinasas, los toreros, los fatigas, tacholicas,
los porqueros, los frescuras, mogote y churrete, los obispos, canoso, penoso,
miliqui, la negri, zambomba y sargento
amocrafe, los virutas y los milesios,los loperas, cinco años, los olayas, los
canteros, rabanales, los castos, los rojitos, la amolanchina, el nIño Dios, los
cenachos, los jaros, los cerullicos y los follones, los juaneles, los sansones,
los canteros y los canetos, los pintaporras, los lanceros, los pìchirichi, los
canastas, los bodoquitos, los rubiotopi, los miracielos, los teleras y rajuñas,
los charilla, los patulas, los lanceros, los paletos, los chaleques, los
pichiqui, los de gloria, los regalados, los patitas sea, los conejos, los
borondos, los pañalones, los cupidos, los veguillas, los patavanas, los
mamandos, los genaros, los frailes, los poyoperas, los gorras o los mangurros.
Raro era el que se denominaba por sus propios apellidos. Si alguién
destacaba en alguna faceta, era
bautizado inmediatamente para identificarlo. Se transmitían la enseñanza del trabajo del campo de padres
a hijos, la poda, el injerto, la destreza en la siega y en el olivar; muchos
compartían todas estas labores con el olivar. Algunos eran albañiles. El
barbero Victor, Pepe el zapatero, los hojalateros, y alguna que otra peluquera
domicilaria eran los pocos oficios que se escapaban de los pujareros y
hortelanos. Había pobres de solemnidad como Marquitos o Ramón el Chavico, que
recorría las calles contando sus anécdotas de sargento en la División Azul, la
Romana, Zanani y los gitanos de la calle la Peste y de las ruinas de santo
Domingo, los hijos de Evaristo, también Celestino que compartía el oficio de
herrador y trasquilador de mulos y burros.
Era la estructura del barrio una pirámide invertida, donde los más
pudientes vivían en las calles más cercanas al Llanillo y los más humildes
junto a la Mota y el arrabal de santo Domingo.
Ya, en los años
setenta, aquella sociedad vivió una nueva inmigración comarcal con los nuevos
vecinos de las aldeas, y muchas cosas y costumbres se fueron sustituyendo. Pero
aquel barrio de san Juan quedó en muchos vecinos y otros no quisieron
abandonarlo como fieles testigos y lapados por la sombra de la amplia mole de
la fortaleza. Actualmente, ya son pocos, a veces nosh ace revivir los barrios
del Rastro, Sebastián y san Bartolomé de finales del siglo XVII. Menos mal que
todavía quedan vecinos y casas blancas, y las casas de la hermandades recuerdan
la defensa del patrimonio.
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