LAS VIDAS
DE 
CORNELIO NEPOTE
Un libreto de personajes traducido casi literalmente para los alumnos de Bachillerato.
No dudo,  amigo Ático,  que muchos lectores  consideren este género de escrito de
poca importancia y que no haga honor a personajes
muy ilustres, cuando se pongan a leer el relato de quien enseñó la
música a Epaminondas;  o, tratándose de sus  virtudes, refieran que
este había bailado a compás o que con destreza había tocado la flauta.
Pero, serán, más o menos, los mismos  que,  por no conocer la
literatura griega, consideren que nada tiene valor, salvo lo que esté de
acuerdo con sus costumbres.  Si estos  supieran que nadie considera todo igual o digno de valor, sino que todo se juzga,
atendiendo a las costumbres de los antepasados, no se extrañarían de  que yo me haya acomodado con su manera de vivir  a la hora de exponer las
virtudes de los griegos. Por eso, ni es una cosa desdeñable  para
Cimón, el varón más ilustre de los atenienses, casarse con la
hermana de su padre, puesto que sus paisanos lo tenían por
costumbre.  Y, en cambio, esto no estaba permitido  por nuestras
costumbres. Además, se considera digno de alabanza tener el mayor
número  de amantes a las mocitas casaderas.  Y no hay mujer viuda de
Lacedemonia que no vaya a una cena  por su salario. En toda Grecia
(Creta)  fue muy celebrado  ser declarado  como vencedor de Olimpia.  Y no está mal visto entre estas mismas  gentes saltar a la  escena y
divertir al pueblo. 
Todo  esto, sin embargo, se
considera  entre nosotros en parte como indecoroso, de poca entidad 
e indecente.  Por el contrario, nosotros tenemos por cosas decorosas,
las que ellos consideran indecorosas. Pues, ¿qué romano  se
avergüenza de llevar a su esposa a un banquete?    O, ¿qué
ciudadano romano no coloca a su madre en la primera sala de su  casa
y se mueve ostentosamente a lo largo de ella?  Sin embargo esto se
hace de una manera muy diferente en Grecia. Pues, ni la mujer acude a un
convite salvo al de los más allegados, ni se sienta  más que en  la
parte  interior de la casa, que se llama habitación de las mujeres;
a donde no accede nadie salvo el que sea  pariente muy cercano. 
Pero, tratándose de esta
obra, la amplitud del libro y también su premura me alejan de
dilatarme  con más relatos, para explicar  los que  he indicado. Por
esta razón nos centraremos en la  idea que me he  propuesto y, en
este libro, expondremos
“ Sobre la vida de los excelentes generales”.
MILCÍADES
 I
 Milcíades, hijo de Cimón,
era ateniense. Sobresalía a todo el mundo por la alcurnia y fama de sus
antepasados y por  su prudencia, y , ya  en la flor de la vida,  sus paisanos  pusieron  las mas grandes
esperanzas en su persona  y  confiaron totalmente en él de modo que lo
juzgaron hombre de toda confianza,  una vez que lo hubieron experimentado. Fue con motivo de que  los
atenienses querían enviar unos colonos a Quersoneso. Presentándose
un gran número,   y muchos reclamando acompañar a Milcíades  a esta empresa, se eligieron  entre ellos a unos pocos y  fueron enviados a Delfos a
consultar a Apolo acerca de qué jefe se fiaría por encima de todo. Pues,
por aquel tiempo, se adueñaban de esta región los tracios, con los
que habían tenido que luchar con las armas. Ante esta consulta,
personalmente,  la  Pytia  ordenó  que asumieran como jefe a
Milcíades. Y, si lo hicieran así,  la empresa tendría un final
feliz. Tras la respuesta del oráculo, Milcíades marchó con un escogido ejercito de soldados a Quersoneso. Tras haberse
acercado a Lemno,  queriendo poner a sus habitantes bajo  el poder de
 los atenienses ;  y,   habiéndoles pedido que los habitantes de
Lemnos lo hicieran por su propia voluntad, estos,  entre risas,  le
respondieron que lo harían  cuando  él, saliendo de su tierra , 
 con las naves hubiera llegado a Lemnos con el viento cierzo ( Pues
este viento,  que procede del septentrión  sopla de cara contra  los
que marchan de Atenas). Milcíades sin detenerse emprendió la marcha
a  donde se dirigía y llegó a Quersoneso.
     II
En este lugar, una vez
derrotadas las tropas de los tracios, se apoderó de toda la región
a la que se había dirigido, fortificó los lugares estratégicos  con
castillos,  alojó en las campiñas a mucha gente que le había
acompañado, y las enriqueció con la rapiña de las continuas
incursiones. Y, tratándose de este asunto, le favoreció más su
prudencia que su deseo de felicidad. Pues, habiendo derrotado enteramente al
ejército de los enemigos con el valor supremo de sus soldados,
organizó la situación con la máxima equidad y ordenó permanecer
allí mismo. Pues, entre su gente  se le consideraba con la dignidad y
autoridad de Rey, aunque no tenía nombre de Rey, y lo consiguió mas por la razón  y las  buenas obras que por el mando. Y no
por eso dejaba de favorecer a sus paisanos de Atenas, de donde había
marchado. 
Por estos motivos, acontecía que mantenía  perpetuamente 
el poder no menos por la voluntad de aquellos que lo habían enviado
como  que por la  de aquellos, con los que le habían acompañado en la  marcha. Una vez pacificado con estas medidas  Quersoneso, regresó a Lemnos y, conforme al
pacto, solicitó que le entregasen la ciudad. Pues, los de Lemnos
habían dicho  que se la entregarían, cuando hubiera regresado  allí
tras marchar de su casa con el viento cierzo, por lo que Milcíades  afirmaba
que el, en persona, tenía  la casa en Quersoneso. Los carios, que
habitaban por entonces  Lemnos, --aunque la situación había
acontecido en contra de su parecer, sin embargo estaban más
obligados por las palabras dichas que  por la fortuna favorable de
los adversarios-, no se atrevieron a resistir y  se retiraron de la
isla. Con similar suerte sometió bajo el  poder  de los atenienses el
resto de las islas que se llaman Cícladas. 
    III
POR  este mismo tiempo, 
Darío, rey de los persas, tras pasar su ejército desde Asia a
Europa, dispuso hacer la guerra contra los escitas. Levantó un
puente en el río Danubio, por donde pasaría  las tropas. Mientras que
él estuviera ausente, dejó de guardianes de este puente a los
principales, que había traído desde Jonia y Eólide,  a cada uno de
los cuales  le había entregado el mando perpetuo de aquellas 
ciudades.  Con mucha ligereza pensó que él mismo conservaría 
bajo su poder a los que hablaban la lengua griega,  y que habitaban
Asia,  con tal de haberles  entregado las ciudades por ser sus amigos
para que las guardaran de modo que, si  fuese muerto el propio Darío,
 ninguna salvación les quedaría para salvarse. Entre estos guardianes se encontraba Milcíades, para confiarle aquella misión.
Este, como quiera que continuos mensajeros le comunicasen que Darío
pasaba muchos apuros, exhortó a los guardianes del puente para que
no dejasen pasar la ocasión, que la fortuna había puesto en sus
manos, de liberar Grecia. Pues, les decía que, si Darío hubiera
muerto con aquellas tropas, que había transportado consigo mismo, no
sólo Europa se quedaría a salvo y segura, sino también que
aquellos, que habitaban Asia  procedentes de linaje griego,  se
verían  libres del poder y tiranía de los persas, y esto se podría
 conseguir fácilmente. 
 En efecto, decía que, 
destruido el puente, el rey moriría en pocos días  a manos de  los
enemigos o por falta de víveres. Aunque la mayoría estaba de
acuerdo con este  plan, el milesio  Hisiteo se opuso a que el asunto
llegara a buen término diciendo que  la razón de estado no era la
misma para aquellos  mismos  que ocupaban la mayor parte del imperio,
y  para   el pueblo, porque su autoridad pendía en que reinase
Darío y  alegaban quue, muerto este, ellos mismos, tras ser expulsados
del poder por sus paisanos  los  castigarían. De esta manera declaró
que el se  apartaba del plan de los otros de tal modo que  pensaba
que no había cosa más provechosa para  ellos  que  afirmarse en el
poder de los Persas. Habiéndole seguido este parecer la  mayor parte
de los principales, Milcíades, sin dudar que sus planes llegaran a
los oídos del rey,  al saber que muchos eran los que lo sabían, se
quedó en Quersoneso y de nuevo regresó a Atenas. Aunque su consejo
no prevaleció, sin embargo  muchos se vieron obligados a alabarlo,
porque el había preferido  la libertad de todos antes que  su 
propio poder. 
     IV
 Pero, Darío habiendo
regresado de  Europa a Asia,  y, ante  el ruego  de sus amigos que le
pedían que sometiera Grecia bajo su poder, preparó una armada de
500 naves y  puso al frente de ella a Datis y Artafernes y  les dio a
estos 200.000 soldados de infantería y  10.000 de caballería
alegando el motivo de que el mismo era enemigo de los atenienses,
porque, con su ayuda,  los jonios se  habían  apoderado de Sardis y 
habían pasado a cuchillo a los soldados que tenían de guarnición.
Aquellos prefectos de rey persa, una vez  arribada la armada cerca de
Eubea, tomaron por la fuerza Eritrea y enviaron  a todos los paisanos
 de su pueblo, que habían  sido embarcados, a Asia ante la presencia
del rey. Desde allí, se acercaron a Ática y bajaron sus tropas a la
llanura de Maratón. (Esta se encuentra lejos de la ciudad de Atenas
a unos diez mil pasos). Los atenienses, alterados por el temor de la
guerra tan cercana y tan colosal, pidieron ayuda sólo a los
lacedemonios y enviaron a Fidipo, correo de esta clase que llaman
hemerodrome “correos de día”,  a Lacedemonia  para anunciar que
tenían gran necesidad de su ayuda.
 Entre estos hubo un gran
debate sobre si defenderse desde sus propias murallas o salir  al
encuentro de los enemigos y luchar en línea de combate. Nombraron
diez jefes  para que se pusiesen al frente del ejército.  Milcíades
era el único  de estos que apoyaba, principalmente, la postura de que en primer
lugar se entrara en campaña alegando que, si esto se hiciera, se
acrecentaría el valor de los ciudadanos  al ver que no perdían la
esperanzas de su valor, y, además,  que los enemigos se retardarían
 por este motivo, si advertían  que se atrevían a luchar  en línea
de batalla  en contra ellos mismos  y con tan pocas tropas.  
     V
En aquel conflicto no hubo
ninguna ciudad que apoyara a los atenienses salvo los habitantes de
Platea. Esta ciudad envió  de socorro mil soldados. De esta manera,
con su llegada,  se completaron diez mil soldados armados, un puñado
de soldados que ardía en deseos, dignos de admiración, de entrar en
combate. Con esto se consiguió que Milcíades impusiera su criterio
por encima del resto de sus colegas. Por eso, los atenienses,
impulsados por su autoridad, sacaron las tropas de la ciudad y
colocaron el campamento en un lugar apropiado. Luego,  una vez
dispuesta la línea de combate a la falda de un monte enfrente no muy
abierta, -  pues los árboles estaban de trecho en trecho en muchos
lugares-entablaron combate  de tal manera que estaban protegidos por
la altitud de la montaña y la caballería de los enemigos era
impedida por el arrastre de los árboles con el fin de  que no 
fueran encerrados por la multitud  de los enemigos. 
 Datis, aunque no veía un
lugar adecuado para luchar, sin embargo, confiado en el número de
sus tropas, deseaba entrar en combate y,  sobre todo,  porque pensaba
que era más útil combatir  antes que llegaran los lacedemonios. Así
abrió a la línea de combate a cien mil soldados de infantería y
diez mil de caballería y entabló combate. En esto que los
atenienses tuvieron tanto valor que derrotaron a un número diez
veces mayor de enemigos  y los rechazaron de tal modo que los persas
nos se fueron a sus campamentos sino a las naves. No ha habido nada
más famoso que esta batalla. Nunca, pues,  un pequeño pelotón de
soldados derrotó a un ejército  tan numeroso. 
   VI
 No parece fuera de propósito
mostrar  qué tipo de premio de esta victoria  se le concedió a
Milcíades, con el fin de que más fácilmente pueda entenderse que
es el mismo modo de ser de todas las ciudades. Pues de la misma
manera que los honores del pueblo romano, en otro tiempo, fueron
escasos y sin pompa alguna   y por este motivo llenos de fama, (
ahora, sin embargo se  prodigan  y  despreciables) , así  en otro
tiempo encontramos que también los hubo de esta manera entre los
Atenienses. Pues, a Milcíades, que había liberado Atenas y toda
Grecia, se le concedió el honor de que,  en el pórtico que
se llama de Pecile, se pintó, en medio de los diez generales,  su 
imagen  mientras exhortaba a los soldados a entablar el combate.
Aquel mismo pueblo,  después que consiguió el más grande imperio y
se corrompió por el despilfarro de sus gobernantes,  ordenó
levantar 300 estatuas a Demetrio Falereo.   
 Tras este combate los
atenienses le entregaron a Milcíades una armada de 70 naves, para 
hostigar las islas que habían ayudado a los bárbaros en la guerra.
Bajo su mando obligó a la mayor parte de ellas a volver a  cumplir
con sus órdenes y  sometió a algunas con la fuerza de las armas. Al
no poder atraerse a la obediencia  con la palabra a la isla de Paros,
ufana por sus riqueza, sacó las tropas de las naves, cercó  la
ciudad con las obras de ingeniería  y la privó de todo tipo de
abastecimiento. Después, tras colocar los manteletes y  las
testudos, se acercó a sus murallas. Encontrándose en este punto de
apoderarse de la ciudad, a lo lejos, en tierra firme, se incendió 
de noche un bosque, que se veía desde la isla. No sé por qué
circunstancia, cuando fue vista esta llama por los ocupantes de la
fortaleza  y  atacantes, creyeron que era una señal  proveniente de
las armada del rey persa. Por lo que sobrevino  que  los de Paros
desistieran de su  rendición   y, Milcíades, con el temor de que la
armada persa se acercara,  tras incendiar las trincheras, que había
levantado, ordenó regresar a Atenas con la mismas naves que había
marchado  y con gran enojo de sus paisanos de regresar a Atenas. Fue
acusado de alta traición aduciéndose  que, pudiendo atacar Paros,
fue corrompido por el rey  y se había retirado sin culminar la
acción.
 En este tiempo, estaba
enfermo  por unas heridas, que había recibido en el asalto de la
fortaleza. Porque decían que no podía defenderse por sí mismo, lo
sustituyó en su defensa su hermano Esteságoras.  Absuelto de la
pena de muerte fue castigado con una multa de dinero y esta lite fue
estimada en 500 talentos, valorada en el gasto que se  había hecho
con respecto a la armada.  Puesto que no podía pagar este dinero de 
momento,  fue enviado a la cárcel pública,  y allí pasó hasta el
último día de condena. 
VIII
Aunque éste fue acusado por
este delito de Paros, sin embargo otro fue el motivo de la condena. 
Pues, los atenienses a causa de la tiranía de Pisístrato, que había
 gobernado unos pocos años antes, sentían cierto temor  por el
poder  de todos sus ciudadanos. Milcíades muy  versado en los mandos
y cargos, parecía que no podía  ser privado de ellos, porque, según
la opinión de muchos, se veía arrastrado,  como de costumbre, por
el ansia  de  mandar. Pues, en Quersoneso había obtenido el poder
continuado  durante todos aquellos años que él la  había ocupado, 
y, por eso,  había sido llamado tirano, pero justo. Pues no lo había
conseguido por  la fuerza, sino porque los suyos propios lo querían
de buen agrado  y, por eso, retenía el poder con bondad. Pero se
dice  y se considera que todos son  tiranos, a saber,  los que tienen
el poder continuado tratándose de aquella ciudad que anteriormente
tuvo libertad.  Pero Milcíades no solo tuvo una muy grande
benignidad sino también una maravillosa afabilidad de tal modo que
no hubo  nadie, por la baja esfera que fuese, a que no le diera
acceso para hablarle, y además  tuvo gran autoridad en todas las
ciudades, gran fama  y la  alabanza más importante  del arte
militar.  El pueblo, considerando esto, prefirió  que Milciades  padeciese el castigo sin culpa alguna , temiendo verse tiranizado durante
largo tiempo.



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