RELATO DEL CALVINISTA
FRANCÉS PEDRO DE LA ROZA 
El corregidor
andaba muy ocupado en  los muchos
negocios que le habían sobrevenido en tan corto espacio de tiempo. Acudía al
ayuntamiento todos los días, ofreciéndose a los caballeros del cabildo
municipal  para resolverle los asuntos  espinosos. No le importaba, pero había tenido  que emplearse a fondo con tantas cargas de
la  ciudad por haber servido a la Corona  ( en la Guerra  contra los Moriscos,
en la Campaña 
contra Portugal, en las guerras contra los Turcos y  los cosarios de la mar). Las deudas se comían
aquella ciudad fortificada en el cerro de la Mota , que todavía se resentía de las medidas
contra la peste de principios de siglo pasado y de los préstamos que hubo que
asumir para salir del atasco administrativo, y, al menos, cubrir los gastos
básicos de cada año: las fiestas del Corpus,  
su sueldo, las  dietas de los
abogados y procuradores en la
 Corte  y 
Chancillería  y alguna que otra
pequeña aportación para el reparo de calles y camino. Para colmo de males,
afrontó los suntuosos gastos de las exequias de Felipe III y la ceremonia de
entronización de su hijo.
Pero,  a mediados de junio del  último año del reinado del rey Felipe III, le
atosigaba un asunto peliagudo, porque dependía 
de él el futuro de la ciudad. Comenzaba a decaer el comercio del vino,
los reguladores de  su venta, los
corredores, se habían hecho comerciantes y 
empleaban malas artes para apoderarse de las ganancias de la cosecha en
detrimento de los labradores. La gente se reunía en cuadrillas, increpaba a los
regidores para desmantelar esta trama 
mafiosa en la que estaban implicados algunos hidalgos y regidores. Pero,
el se sentía impotente. En medio de este embrollo, le presentaron un asunto de
caridad  y amor cristiano  también 
muy  extraño. A las primeras horas
de la mañana, le despertó el alguacil dando grandes aldabonazos a la puerta de
su Casa de Justicia. Su esposa, soliviantada, le  espetó:
-Pedro, no escuchas  las aldabadas de la puerta.
-Uf..¡Qué dices! Déjame,
tranquilo, que he pegado ojo en toda la noche.
-Pedro, Pedro, que te llaman… 
En la plaza,
tan sólo los comerciantes colocaban 
ordenadamente los lienzos de tafetán 
en los sus tiendas de los corredores del flanco meridional de la plaza.
También algunos  curas beneficiados,
acompañados del sacristán, venían de la calle del Preceptor y  cruzaban el empedrado  para adentrarse en la sacristía. En medio de
un silencio sepulcral, roto por los graznidos de los cernícalos, se escuchaba
la ronca voz  del alguacil que sobresalía  por encima de los repetidos golpes contra el
portón. Abrió los encerados de la ventana del balcón y, todavía, con un pequeño
capote que le ocultaban las bragas interiores que  le llegaban 
hasta el tobillo, saludó al alguacil y le recriminó:
-¿No había tiempo para
comunicarme la noticia, tras  la
audiencia? Tan  urgente es el asunto  que te ha traído a levantarme   ¿Qué asunto me  traes para hoy ?
-Cosas de religión. Cosa de
protestantes, de herejes contra los que combatimos. 
-Que nos dejen en paz, ya se
fueron los moriscos y, ahora, nos saquean con 
tantos impuestos, milicias y, para colmo, se infiltran en muestra
tierra. 
-Mi señor, baje pronto. Le tengo
que  comunicar un asunto importante.
-Espérame  bajo los corredores, junto a las tiendas de
los escribanos, en la de Audiencia
Cerró  la ventana el corregidor, se colocó su  camisa, 
su peto,  su collera,  y su valón con su sombrero de plumas y tomó
una copita de aguardiente de Rute para endulzarse la boca. Luego se fajó
el  sable y se acicaló  el 
cabello  y el bigote. Todavía, con unas pocas
ojeras, pasó por los  corredores  y bajo las escaleras desde el cuarto primero
hasta adentrarse en sus caballerizas. Le puso las albardas al caballo y  lo sacó por la puerta trasera hacia la calle
que daba  a la plaza. A la salida  por la puerta de las caballerizas, se
encontró con el regidor Gamboa y con sus criados que  los despedía antes de ir a la siega.
  
De nuevo, se encontró  con su
alguacil  bajo el  arco 
del cuerpo adelantado de  la
tercera tienda. Un poco malhumorado, le increpó.
-¿Con qué cosas de religión?
Anda, al grano, dime el meollo del asunto.
-Sí mi señor, han venido al
hospital  una familia de herejes de
nuestra religión.
-Qué, pues, puede ser  un turco de tez amarilla.
-No, mi señor, alguien más  peligroso.
-Entonces, un morisco  que quiere vengarse de mí.
-Que no, que no –le insistía el
alguacil. 
- Entonces, ¿ qué puñetas es?
-No sé quienes son ni de dónde
vienen,  un matrimonio  con un hijo. Hablan una lengua que no llego a
entender. Tan sólo, con gestos, papeles que nos enseñan y  algún que un vocablo castellano, vamos
sabiendo algo.
-¿Dónde se encuentran?
-Como  su merced sabe, los hemos recogido  en el sitio de costumbre.
-En el Hospital del Dulce Nombre
de Jesús.
El corregidor
no le dio importancia, podía ser un catalán 
de la cofradía de Monserrate pidiendo limosna para santuario; un
italiano que andaba descarriado buscando trabajo artístico o un judío portugués
que solían frecuentar la ciudad 
vendiendo telas. Pero,  mientras
bajaba por aquella calle  y, al mismo
tiempo,   zoco de tiendas adosadas a la
muralla, a la que llamaban Entrepuertas, miró el  reciente derrumbe de la  barbacana 
y preguntó de nuevo  y le bromeó
sobre el  enigmático personaje:
-No me vaya a traer una familia
de  cautivos de la Costa  que andan  desconcertados y no saben ni siquiera hablar.
-Que no, mi señor, que le digo
que es mucho más peligroso.
-No será uno de esos moros
rajados que todavía frecuentan la zona.
-Que no, no, que no son de la
berbería.
Andaban  enfrascados en la conversación y se iban cruzando
con los jornaleros que bajaban con los capachos llenos de las carnes compradas
en los altos de la Mota 
antes de marcharse a segar.  Saludaban 
a los guardas de montes y les deseaban buen servicio en la custodia de
los montes. Lo tenían frito los conflictos con los vecinos de Martos.
-Ojo, con los ganaderos que  nos invaden los montes. Protegeros, porque ya
nos han dado más de un susto  en la
sierra de Locubín, pues poseen arcabuces. 
 A la altura del último tramo de la calle Real
escucharon los toques  de las espadañas
de los conventos que anunciaban las primeras horas cantadas de los monjes
franciscanos y dominicos. Y, el semblante le cambió al corregidor y  la dulzura brotó de sus labios:
-No será una extraña familia que
busca los puertos del  Sur para embarcar
hacia América.
-Que no, mi señor. Yo, tan sólo
puedo decirle,  que vienen destrozados.
Parece como si un huracán los hubiera arrastrada por estas agrestes sierras del
Sur.  
 En el compás de un convento franciscano, le
comentó al alguacil las gestiones sobre la prosecución de la obra, ya que
estaba detenida  y presentaba el aspecto
de  un estanque sin  la cubierta, y todo ello  por varios motivos, entre ellos  la financiación que les buscó con el préstamo
del arbitrio del ultimo donativo a su majestad. 
.            
En la aceitería del  Llanillo, hizo la última parada, y  le preguntó a la tendera por el  precio y el estado del aceite, al mismo
tiempo que, de nuevo, increpó al alguacil.
-Pero, ¿Quién te ha dicho que son
peligrosos?
-El  hermano hospedero del  hospital, 
me decía que nos los comprendía. 
-Pero, ¿qué escuchó de ellos?
-Frases sueltas...somes
franceses….dejá cristianos… avant  de
Carvine …
- De Calvino, sí
-Sí, sí de Calvino, de ese  hereje 
con cuernos que  quiere destruir
nuestro Imperio.
-Casi seguro. Un comerciante,
como los que nos buscan todos los días las cosquillas bajando sus tiendas  de la Mota. 
 Como  los Serrete. Parece como si  en su tierra de origen les hubiera marcado
nuestra ciudad por destino.
Al pasar por la  primera posada, dejó su caballería en las
cuadras por si tenía que emplear mucho tiempo en el hospital. El primero  en saludarlo fue el mayordomo, que lo
subió  a la
  Sala   Salta 
del Hospital del Dulce Nombre de Jesús, con 
él  estaban los  dos miembros de San Juan de Dios que cuidaban
de la salud de los enfermos y de los transeúntes.
Pronto dieron con el matrimonio
hacinado entre muchos pobres de solemnidad, enfermos y transeúntes. Apenas, el
padre  levantaba la cabeza  y  se
sentía humillado ante la presencia de tantas personas. El corregidor le pidió
los documentos, en seguida le entregó un legajo de papeles escritos, al
parecer  en provenzal
-Luego, usted es francés, cercano
a  Ginebra, la tierra de Calvino.
- Oui, je suis  français.
 
-Claro, claro, francés.y de pura cepa.
 
- Y, ¿ que pinta aquí con su mujer y su hijo?
    -Mia madame est  française, nous sonmes passé muchos
sufrimientos. Sin travail, en Francia, odiados por todos,  condenados a muerte. Tome este escrito,
léalo.
            No sabe lo
que hacer el corregidor. Sabe que es una familia francesa. Entiende las
grafías, pero no el contenido, comprueba que están escritas en francés.
Entonces, baja al cuarto de los mayordomos y envía al corregidor, para que
convoque a un mercader francés asentado hace tiempo en la ciudad. Se llamaba
Juan Serrete, era comerciante y tenía una tienda en la Mota.  
El alguacil  toma el caballo y  se adentra por las callejas del Llano de la
ciudad hasta  topar con su casa en el
Arrabal Viejo. Sin poner obstáculo, Juan Serrete se vuelve con el alguacil y se
presta a todo tipo de colaboración con el corregidor.
-Dígame, señor, y pregúntame
lo que quiera. A su disposición, siempre.
 
– Lea este documento, pero vaya al grano.
- Condeno  a 
Piere de la Roza ,   nacido 
en  el seno de una familia cristiana
francesa,  cumplió con los mandamientos
de la Iglesia ,,
fue  devoto a san Luís de Francia y  de san Roque, a los que se encomendaba en
tiempos de peste y epidemias, con sus plegarias y devociones  no escatimaba esfuerzos en  contribuir al fomento de la doctrina de  la iglesia entre sus vecinos, muchos de  ellos luteranos  y , llegó con estas creencias hasta su
juventud. Pero, por aquel tiempo contactó con un ministro luterano, influido de
las doctrinas  calvinistas y,
pronto,    renunció a su bautismo
cristiano. Y, no sólo se convirtió a 
esta nueva religión él mismo  sino
que atrajo al movimiento calvinista a todos los miembros de la familia.
En este momento, bajó de la
sala   Pedro, pidiendo agua.  El estado era lamentable, tenía mesados los
cabellos, varios cardenales se vislumbraban 
por su  espalda, dos cicatrices
mal cerradas  partían  en dos sus cejas y, tan sólo, la  sábana de la cama cubría el resto del cuerpo.
Las órbitas de los ojos se asemejaban más a un 
enfermo en fase terminal  que a un
ser humano en edad madura. Con grandes gemidos, corta la lectura de su paisano
Serrete y  le increpó:
 -Yo no ser calvinista, ser cristiano.
-¿Cómo es eso?- le increpa el
corregidor. Lo escrito escrito est, no me venga con falsas simulaciones y
fingimientos. Usted huye de alguien. Ha sido anatema de muchas personas y
sambenito  de muchos lugares. Dudo hasta
si es francés.
-Lo soy, mi señor,  y también ahora cristiano. Como usted,
señoría. Pero, a mi se me han caído todos los palos del sombraje Yo no suis (
le reprende  el corregidor, “soy”)
de  esa secta.
-Ya habla bien, los calvinistas
son una secta odiosa, no creen más que en el dinero, para ellos la riqueza más
que Dios,  es su preocupación y ocupación.
, Son una secta secreta que hay que perseguir. Siga, siga, Serrete.
Pero, Serrete
ya se perdía en los términos jurídicos del fallo judicial, artículos y más
artículos, fórmulas y  frases en latín
que no entendía. Pero, lo que sí tenía claro 
que, una vez que todos los miembros de la familia  participaron del calvinismo, les remordió la
conciencia y todos volvieron al antiguo redil de la Iglesia  de Roma, 
-Señor corregidor, ahora son
católicos, apostólicos y romanos. Muy claramente lo dice en este ´parrafo “
Pedro Roças se convirtió de nuevo al catolicismo y abandonó el calvinismo”.
-Sí, mi señor, ser cristiano y
toda mi familia.
El corregidor
no comprendía, porque se habían alarmado los operarios, los enfermeros y el
capellán del Hospital. Era un cristiano como la copa de un pino, un  cristiano de verdad, al que había que
aplaudir de sus estados metamórficos, 
experimentar diversas doctrinas y, al final, quedarse con la religión de
su familia, se consideraba algo digno de  mérito, 
en unos tiempos en los que muchos 
europeos de las zonas francesas cercanas a Ginebra  se habían 
pasado al luteranismo y  habían
seguido a otros líderes como Madelson o 
Calvino. Pero, no comprendía el lamentable estado,  y llamó a su mujer y a su hijo.
Inmediatamente, se presentaron sucios, harapientos y cubriéndose el sexo con la
sábana del hospital. Lo que más le extrañó fueron los arañazos que surcaban
todo el cuerpo de la esposa del francés y 
el cabestro o la muletilla del joven para poder andar, porque tenia un
fuerte esguince de tobillo 
-¿Qué os ha sucedido den
este  largo trayecto desde  Francia hasta estas tierras?
-Nada, mi señor, déjeme que se lo
diga en francés a mi paysan Serrete. 
Este,
inmediatamente, iba traduciendo literalmente “ en todos lugares nos recibieron
como auténticos adalides y  héroes de la
cristiandad, en  Burgos, en Sigüenza con
los Mendoza , en  Alcalá  de Henares entre los estudiantes de la Universidad , en la Corte  de Madrid, en  la catedral de Toledo,  en Santa Cruz de Mudela,  pero, al pasar Sierra  Morena, todo se nos convirtió en negro
oscuro, nos tocó la china. Nos emboscaron, y nos saltaron, nos quitaron nuestra
acémila, un burro y  un carro tirado por
un caballo francés, les puedo decir que eran unos hombres  corpulentos 
y provistos de arcabuces, que iban en pandilla y nos sorprendieron a la vuelta
de un peñasco que rompía la pendiente del camino, un sitio propicio para
alcanzar un botín. No puede narrarles más, de los golpes que recibimos,
quedamos desmayados y perdimos el sentido y el conocimiento”. A partir de este
momento nos desviamos de la ruta habitual 
desde Madrid a Granada y nos metimos en un laberinto de veredas que no
podemos recordar, volvimos y regresamos una, dos y tres veces al mismo lugar,
tuvimos que pasar el Guadalquivir por un paso profundo para evadir los
impuestos. Habíamos perdido todo y no podíamos pagar ningún tipo de peaje, nos
alimentamos de  la comida  que nos proporcionaba la naturaleza o algún
que otro gañán comprensivo con  nuestro
aspecto desalentador.
Al final
divisamos, una mole muy elevada, parece que le llamaban Peña de Martos, no
entramos en el pueblo y subimos a ella, desde allí  como eran 
la víspera de la fiesta de San Juan contemplamos varias hogueras,
planeamos una ruta guiándonos por dichas hogueras evadiendo los pueblos, aldeas
o cortijadas. Pero, mi hijo enfermó.
-No  me dirá que tiene la peste, la maldita
epidemia que nos ha mandado el Señor por tantos pecados que cometemos.
-No mi señor,
sino que tropezó con una zarza y cayó en un barranco, desde donde nos vimos
negros para poderlo sacar, ya que estaba malherido, sobre todo tullido en  las piernas. Hicimos unas parihuelas con los
troncos de unas gruesas ramas de un quejigo; 
mi mujer y yo nos dirigimos, a través de un   camino destrozado,  hacia 
una ciudad que se erigía con un hermoso castillo. Preguntamos a unos
ganaderos sitenía algún hospital. y nos dijeron que sí y que se llamaba Alcalá la Real.  Y, sin fuerzas y 
a duras penas, logramos presentarnos 
en el hospital solicitando la misericordia divina.
- Muy bien, usted es un cristiano
y  ha sido víctima de los malditos
bandoleros, esos malditos bandoleros que heredaron las malas costumbres de las
partidas de los moros. Más nos valiera tener la Santa Hermandad. 
Pero, ¿por qué vino a España? Anda, Serrete, lea más adelante el documento.
Serrete, mientras el
señor preguntaba seguía absorto y   ponía
extraña su  cara ante el resto de la
lectura del documento. Se saltaba muchas líneas,  y se decía entre sí , pura retórica, adornos
de  abogados,  pero, ya no pudo más, déjeme que le lea lo
esencial.
-Piere de Roças est un asesino,
sí mi corregidor. Esto lo afirma.
- No, yo  no  
soy  un asesino, lo hice por  la fe de 
mis antepasados, por Cristo Nuestro Señor. Soy inocente. No tuve más
remedio.
-Dígame, Serrete, es verdad  que este señor es un asesino de carta cabal.
-Sí, mi merced, mató a  una persona, a un ministro de Cristo y, por
eso le condenaron.
-Y, ¿cómo no le llevaron a  la horca 
y le dieron tormento?
- Sí, mi
señor, que  le dieron tormento en su
pueblo, según dice el documento, porque 
el se defendía  de que era
inocente de la muerte de  aquella
persona, vecina y amigo suyo. La indagaron de todo, pues  le probaron si era un marido celoso,
porque   su mujer 
fue la causante del  suicidio. 
-Cómo,  ¿su mujer 
fue  la causante?
-Claro que sí, esto dice el
documento, le seguía, le perseguía el ministro de Dios.
-Sí, mi corregidor-interrumpió
Pedro-, pero el ministro de Dios calvinista que los había convertido.
-Eso, eso. El ministro calvinista
quiso, de nuevo, atraerla a su secta, cochinos luteranos,  herejes infames, tan tozudos y  tan iconoclastas. Y, según dice le  fallo judicial, el marido, una auténtico
converso, no tuvo más remedio que matarlo para que su mujer no cayera en la
secta calvinista.
-Anda, sube esta mañana a las
casas del  cabildo, preséntate al  regidor de turno, dale este billete y diles
que  lo presente en la reunión de mañana.
Pedro no lo
entendía.  Pero Serrete traducía. La cara del matrimonio francés cambió por
completo. Así fue, el francés  subió por
la calle del arrabal de la
 Veracruz  y, a través de la calle Zubia, se adentró por entre
los  Lagares y  calle 
Cava en el Arrabal Viejo, parecía que huía de a entrada principal, por
el Postigo pasó a la Puerta 
de la Plaza  y
se presentó ante el regidor de turno. Siguiendo los consejos de Serrete iba
repitiendo las palabras Limosna, por Dios 
y así dijo
-Limosna, por  Dios. 
 Se la concedieron, como era normal. Mientras
tanto el corregidor se quedó arreglando unos asuntos de orden público con el
alcalde ordinario del Castillo que pedía un abogado para defenderse del pleito
de los montes. Al mediodía, subió  al
fortaleza, en su casa se echo a dormir, le dijo a su mujer que no le molestara
y  entre sueños repetía “su merced, un
asunto urgente”.
Se la concedieron, como era
normal. Mientras tanto el corregidor se quedó arreglando unos asuntos de orden
público con el alcalde ordinario del Castillo que pedía un abogado para
defenderse del pleito de los montes. Al mediodía, subió  al fortaleza, en su casa se echó a dormir, le
dijo a su mujer que no le molestara y 
entre sueños repetía “su merced, un asunto urgente”.
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