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ANTONIO GONZÁLEZ ARANDA
Decía el poeta Tagore: Dormir en paz se puede sobre sus castos
senos/de nieves, que beatos se hinchan como frutas/en la heredad de Cristo,
celeste jardinero/ Son unas palabras que me impresionaron con la lectura de su
libro El Jardinero. De seguro que la familia de Antonio González Aranda las percibía con su muerte hace unos meses.
Su mujer, sus hijos Antonio y Alejandro,
y nietos las compartieron en sus momentos finales, y sintieron la voz del poeta indio
percibiendo el ritmo de sus pasos que le estaban latiendo en su
corazón en medio de todas las tentativas
y esfuerzos para acudir a por agua al lago de la salud. Fueron días de amor e
intensidad junto a Antonio. Porfiaron por la salud de este jardinero, persona nativa del Castillo
de Locubín, pero hijo adoptivo de una Alcalá la Real, que siempre compartió
durante muchos años hasta el final de su vida la bandera del amor por su
familia .
Mediante
el trabajo público de cuidar el recinto del parque de los Álamos se ganó el
diploma que le honraron sus laboriosas
manos de exquisito jardinero. Era consciente de que se sentía copartícipe de
crear para todos un espacio común, un lugar de encuentro, de amor y de
convivencia. Como Octavio Paz cantaba, en esa labor primorosa y recatada del
mezclar el buen recurso del agua con el cuidado de la tierra: Allá, allá lejos; /La tinta
verde crea jardines, selvas, prados,/follajes donde cantan las
letras,/palabras que son árboles,/frases que son verdes constelaciones. Y las sellaría con el recuerdo de tiempos
pasados , de sacrificios honrados entre una familia numerosa de siete hermanos,
que obligaron al trabajo desde pequeño, a su tiempo de migración a Getafe, donde trabajó en la empresa pública de aquella
ciudad madrileña. Y por los años setenta, volvió a la tierra de la Sierra Sur,
a cuidar del paseo, antiguo ejido, parque versallesco y rincón de ferias y
salón de enamorados de los Álamos. Tus primeros pasos se hicieron notar entre
aquellos parterres, que regaba la noria del compás, y que se esclarecía con las
podas de tus manos para darnos la luz material y del azul oscuro alcalaíno; ¿qué la sostiene, entreabierta/claridad anochecida/luz
por los jardines suelta?/todas
las ramas, vencidas/por un agobio de pájaros/hacia lo obscuro se inclinan./
Y, en aquellos años te desviviste por tu familia, ya
sabías de la migración en la vendimia de Francia, por eso como buen trabajador de alma castillera y
desvivido por tu familia, no te importaba abrir las puertas de la Belle Epoque
para prevenir el futuro de tus hijos,
compartiste muchas vivencias de los jóvenes de la transición, asististe con tu presencia a las reformas que
se levantaron a la entrada de aquel parque con la fuente de la vida y el
traslado del mausoleo del pasado, y
acompañaste como pedagogo en el buen
sentido etimológico de tu palabras a tus nietos en sus primeros pasos
escolares y viviste el renacimiento de
ver manar aguas a aquellas fuentes que
rodearon la rosaleda y la sección de jardín de cipreses.
Siempre acompañabas al Cristo Sanjuanero, alzando tus
manos y ojos en plegarias para implorar la ayuda en los itinerarios de todos
tus familiares. No faltabas a la cita sanjuanera, hasta al final le tendiste tus manos. Este año, suplió tu ausencia tu compañero y consuegro Enrique con que siempre compartiste unos estrechos lazos de amistad- De seguro que tus
últimos momentos fue el ángel que te ayudó en medio de unas vivencias
semejantes a la que compartió el poeta
Octavio Paz; Donde habite el olvido,/ en los vastos jardines sin
aurora;/donde yo sólo sea/memoria de una piedra sepultada entre ortigas/sobre la cual el viento escapa a sus insomnios./Donde mi nombre deje/al cuerpo que designa en
brazos de los siglos,/donde el deseo no exista./En esa gran región donde el
amor, ángel terrible,/no esconda como acero/en mi pecho su ala,/sonriendo lleno
de gracia /aérea mientras crece el tormento. En este caso, el rincón de amor
del Cristo de la Salud.
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