Han
pasado muchos años desde aquel acontecimiento que hace recordar un profundo
cambio del sistema económico de la sociedad alcalaína. Predominaba la
agricultura y la ganadería no era escasa en los pastos de la Sierra Sur. Se
extendían muchas enfermedades relacionadas con los animales y las semillas. No
estaban vacunados ante las alergias ni de las eczemas nuestros antepasados. Y
se veían con un hospital, en muchos momentos, que apenas alcanzaba una decena
de camas. Muchos vecinos quedaban
marcados por la enfermedad del cracel,
a saber, los tumores de piel, el noli me
tangere, referido a la llaga maligna en
el rostro y, peligrosa de tocar y, finalmente, el fuego de San Antón, es decir el herpes zoster. No les
quedaban más remedio que imprecar a este
santo y ser atendido en un hospital específico de la provincia.
Aquel
mundo agroganadero se transformó completamente, durante el siglo XX, en una
nueva sociedad, donde comenzaron a surgir con cierta pujanza otros sectores
productivos a pesar del predominio de la agricultura, dejando como un testigo
en el sustento la ganadería. La industria textil se invadió con la nueva
mecánica, proliferaron los servicios y transportes, y la construcción expandió
un casco histórico que se habían mantenido inamovible casi cuatrocientos
años. Aquellas enfermedades quedaron
relegadas por otras de nuevo cuño, o, más bien,
alergias insospechadas ante los más insospechados productos de consumo,
desde el cemento hasta el mínimo roce de las fibras sintéticas. San Antón quedó
relegado tras la posguerra en un altar lateral de un retablo de su nave
central. Tan sólo, había noticias de la
tradición de animales en una feria dedicada a este santo ermitaño, y su correspondiente fiesta religiosa que se mantuvo muy avanzado el siglo XX. Y nunca
faltaron los cultos religiosos en la iglesia de la advocación. Debió ser el
precedente de la feria de San Antonio. Y no tenía nada que ver con otra feria que se celebraba junto al Pilar de las Tórtolas. Tampoco, se relacionaba
con la feria, denominada de los Cochinos, por el día de San Andrés., en la que cientos y
miles de cerdos de cerdos se ponían a la venta de diferentes razas y tamaños
con intención de hacer las matanzas familiares. Simplemente se decía misa y función
de iglesia. Y, en algunos momentos, corría a cargo de la hermandad de San
José. Fueron otros tiempos, otras culturas, y otro sistema productivo.
Desde
hace unos años, por esta fiesta se bendicen los animales y mascotas al pie de la ermita de San Antón. Ya a nadie se le
ocurre invadir la plaza con un tractor
ni portar la varoli de turno con el fin de recibir el agua bendita de
manos del párroco. La sociedad del ocio, engrandece y valora el animal, como
ser amigo, guía de personas y de
compañía, y no es de extrañar que surjan
partidos como el Pacma, asociaciones protectoras de animales, guarderías de
estos animales, paseantes de
canes, normas protectoras y ordenanza de higiene animal.
Y, lo que nadie podía esperar que las mascotas llegaran a ser no sólo el
legendario perro de Laertes, sino una
serpiente tropical ubicada en un piso.
Parece como si se hubieran puesto de acuerdo aquel cofrade fundador de
la ermita de San Antón y el inventor del
centro de recuperación de reptiles y animales autóctonos de la los arrabales de
la Mota para beber de las mismas fuente, proteger al hombre y al animal, uno
bajo el patronazgo del báculo de este
santo, y el otro, bajo el techo de una mansión museística para precaverse de
los que abandonan mascotas y no cumplen
con las reglas de la urbanidad. Uno, un templo; otro un aula de la naturaleza.
Dos formas de proteger a la sociedad y a la naturaleza en tiempos distintos.
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