JULIÁN CASTILLO GARRIDO
             El mundo de los
ciegos llama la atención a muchas personas y escritores. La ceguera se
considera como un apagón que hace perder el contacto  con muchos dones de la naturaleza. Sin
embargo, se encuentran muchos ciegos que supieron compaginar  y salvar este duro trance, a veces, congénito
y otras veces ocasionado por múltiples accidentes o fallos técnicos en la
adopción del medicamento adecuado. Este es el caso de Julián  Castillo Garrido,  que fue víctima de un descuido medicinal al
aplicarle un antídoto a sus enfermos ojos que nunca lograron recuperar su vista
desde que le aplicaron unos colirios malditos. Curiosamente, el inicio de su
ceguera se produjo en medio de unas circunstancias muy adversas, a los pocos
meses en los que Alcalá 
En los años, en los que el teatro
de Buero Vallejo entusiasmaba a muchos espectadores y ensalzaba la libertad con
la técnica del contraste  de su ausencia al
poner en escena personajes ciegos como aconteció En la ardiente oscuridad, siempre nos venían a colación las
personas ciegas  de nuestro entorno como
Domingo, Andrés o Julián. También nos empatizábamos con las que perdían la
vista por la edad o por la enfermedad del paño, por muchas romerías que
acudieran al Cristo del Paño de Moclín. Compartíamos la catarsis con la obra
mencionada al presenciar el crudo enfrentamiento con la realidad que no podía
escamotearse ni disfrazarse. Y dábamos un salto cualitativo, porque éramos
conscientes que en muchas de estas personas además del sufrimiento de la
ceguera se simbolizaba la limitación humana, tan física y espiritual,  en este caso, muchos de ellos eran víctimas de
la simbología del ser  humano y de la
oscuridad que nos imponían en nuestro derredor. La imperfección física daba
lugar a la falta de libertad, tanto real como del contexto sociopolítico. En
este caso, estos amigos ciegoss no eran los personajes de Buero, es decir   meros actores o personas representando un
papel o rol escénico. Eran auténticos seres que 
sufrían las consecuencia de una ceguera forzada. 
            Y eso que
nadie puede olvidar la presencia amable de Julián en las calles y tabernas
vendiendo aquellos cupones minúsculos de los ciegos sin más adorno que el
número y la fecha del sorteo, que cabían en una cartera de diminutas  dimensiones. Era una persona superadora de
complejos, cariñosa como ninguna, que saludaba a todo prójimo que se le
acercaba en su recorrido milimetrado  y
bien organizado gracias a al olfato y el tacto 
que , en muchas ocasiones, le suplieron la ceguera para contar y pasar  los escalones de la calle Espinosa, los trancos
del Llanillo o los pasos de peatones, que mejoraron gracias al sonido cigarrero
de las señales acústicas de sus monitores. 
            Como
hombre agradecido siempre elogió el cambio que se produjo del sistema benéfico
de la Once  al
modelo empresarial , lo que su supuso un avance en los derechos de los  discapacitados. Nada menos que  vendió 
42 años los cupones de los ciegos, en las duras y en las maduras, en las
tabernas y en las calles, en el mercado antiguo de abastos y en las tiendas de diferente
surtidos.  Al principio, la clientela era
fija; con el nuevo sistema aumentó el radio de acción  de la visita a las nuevas calles lejanas del
casco antiguo y supuso vencer  una nueva
dificultad urbanística. A pobres y a ricos, trabajadores y empresarios, siempre
con la sonrisa como si quisiera dar el premio a todo el que le vendía el  cupón. 
Y nunca olvidó a su familia, la que le acompañó en el último adiós
y  que le palió muchos momentos y algunas
incapacidades, pocas, porque se las ingeniaba como podía para ser una persona
con luz, mucha luz de bondad.   



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