JULIÁN CASTILLO GARRIDO

En los años, en los que el teatro
de Buero Vallejo entusiasmaba a muchos espectadores y ensalzaba la libertad con
la técnica del contraste de su ausencia al
poner en escena personajes ciegos como aconteció En la ardiente oscuridad, siempre nos venían a colación las
personas ciegas de nuestro entorno como
Domingo, Andrés o Julián. También nos empatizábamos con las que perdían la
vista por la edad o por la enfermedad del paño, por muchas romerías que
acudieran al Cristo del Paño de Moclín. Compartíamos la catarsis con la obra
mencionada al presenciar el crudo enfrentamiento con la realidad que no podía
escamotearse ni disfrazarse. Y dábamos un salto cualitativo, porque éramos
conscientes que en muchas de estas personas además del sufrimiento de la
ceguera se simbolizaba la limitación humana, tan física y espiritual, en este caso, muchos de ellos eran víctimas de
la simbología del ser humano y de la
oscuridad que nos imponían en nuestro derredor. La imperfección física daba
lugar a la falta de libertad, tanto real como del contexto sociopolítico. En
este caso, estos amigos ciegoss no eran los personajes de Buero, es decir meros actores o personas representando un
papel o rol escénico. Eran auténticos seres que
sufrían las consecuencia de una ceguera forzada.
Y eso que
nadie puede olvidar la presencia amable de Julián en las calles y tabernas
vendiendo aquellos cupones minúsculos de los ciegos sin más adorno que el
número y la fecha del sorteo, que cabían en una cartera de diminutas dimensiones. Era una persona superadora de
complejos, cariñosa como ninguna, que saludaba a todo prójimo que se le
acercaba en su recorrido milimetrado y
bien organizado gracias a al olfato y el tacto
que , en muchas ocasiones, le suplieron la ceguera para contar y pasar los escalones de la calle Espinosa, los trancos
del Llanillo o los pasos de peatones, que mejoraron gracias al sonido cigarrero
de las señales acústicas de sus monitores.
Como
hombre agradecido siempre elogió el cambio que se produjo del sistema benéfico
de la Once al
modelo empresarial , lo que su supuso un avance en los derechos de los discapacitados. Nada menos que vendió
42 años los cupones de los ciegos, en las duras y en las maduras, en las
tabernas y en las calles, en el mercado antiguo de abastos y en las tiendas de diferente
surtidos. Al principio, la clientela era
fija; con el nuevo sistema aumentó el radio de acción de la visita a las nuevas calles lejanas del
casco antiguo y supuso vencer una nueva
dificultad urbanística. A pobres y a ricos, trabajadores y empresarios, siempre
con la sonrisa como si quisiera dar el premio a todo el que le vendía el cupón.
Y nunca olvidó a su familia, la que le acompañó en el último adiós
y que le palió muchos momentos y algunas
incapacidades, pocas, porque se las ingeniaba como podía para ser una persona
con luz, mucha luz de bondad.
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