
No
podía faltar en tu despedida el
sacerdote don Miguel Vallejo, entrecortado y ahíto por un profundo pesar, apenas pudo emitir palabras de gran afecto y
cariño con esta familia, a la que había
estado muy ligado desde que llegó a Alcalá, allá por los años cincuenta, cuando
ejerció como coadjutor de la parroquia de Santo Domingo de Silos. Siempre
acudió a tu casa y frecuentó el calor familiar de una pareja, modelo que no
pudo extender su descendencia en un hijo ansiado. No olvidó nunca en las peticiones,
en el introito, en los recordatorios y en la despedida a tu esposo Manolo
Alamedas, con el que disfrutaste de todos los momentos de tu paso por tierras alcalaínas
compartiendo vivencias, pareja, amistades y aficiones. Erais distinguidos por
vuestras muestras testimoniales de
un matrimonio unido hasta que Manolo ya
no pudo resistir los embates del sino fatal. No pudiste resistir la soledad y la ausencia de tu amado y un golpe
mortal te ensimismó durante los mismos
años compartiendo nuevos tiempos en la Residencia de Nuestra
Señora de las Mercedes. No te faltaron las cuitas ni las visitas de tus
allegados, mantuvieron el hilo del agua amorosa en un caudal arrollado por el
thanatos de la materia. Eras la
Penélope entretejiendo el tapiz de tu vida marcada por la
tragedia esquilea esperando el encuentro con tu amado en el reino de la eternidad. En el cuerpo de aquel cuadro con hilo vital
entretejáis una vida zaherida por la desgracia y el dolor, con la pérdida de
tus hermanos en la adolescencia, y la despedida
repentina de tus padres. No era todo desgracia
en aquella escena sino que tu llegada a la ciudad de la Mota por el destino de tu
padre como guardia civil, te agració con la acogida de la familia Alameda, que
te donó a un esposo deseado con gran intensidad. No le faltaron hilar escenas
de buenos ratos con las amigas de siempre, del testimonio y de los contactos
parroquiales; o con otros círculos como las socias de Amas de casa, en la que
asistías con asiduidad todos los jueves, frecuentabas excursiones, derrochabas
esa sonrisa que amainaba las situaciones embarazosas y destensabas cualquier
intento de acritud. Como Yerma repetías al ver a los niños: "Te diré ,
niño mío, que sí, / tronchada y rota soy para tí,/¿cómo me duele esta cintura/
donde tendrás primera cuna!/ ¿Cuándo mi niño vas a venir?/ Cuando tu carne
huela a jazmín, ¡ Que agiten las ramas al sol/ y salten alas fuentes alrededor!

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