Hace años, me
encontraba en un archivo parroquial de Alcalá la Real tratando de concluir el árbol mi linaje
familiar. Grande fue la sorpresa al toparme con su final, pues ya no podía
avanzar más inserto en una partida bautismal
de una morisca proveniente de las Alpujarras y avecindada en el municipio de la Sierra Sur
por su amor con un campesino labrador del cortijo de un famoso alcaíde. Con este panorama, me vino a la mente la presencia del apellido de los Expósito tan
frecuente en otras épocas y encubierto
en palabras de la Cruz o de otra índole. Y, siempre me
ha llamado la atención el interés
por conocer sus orígenes de los que
ya han asimilado este apellido Expósito como si fuera López o
Fernández. Le prometí a su hijo del
mismo nombre, (y de seguro que
lo plasmaré por escrito) Antonio López
Expósito que se los investigaría por ser
su padre un hombre de aspecto cortesano,
apuesto en las formas, siempre con la
sonrisa en los labios, educado y urbano en sus formas exteriores.
Respondía más
a un doncel del mundo nobiliario que a
una persona muy n ligada al terruño, al que lo reconocía desde los ángulos más
insospechados como pueden ser los rincones cinegéticos o los paseos trashumantes
por los mismos senderos que en otros tiempos
recorrió bajo la guía de su
padre atento al pastoreo caprino o lanar. Pues Antonio había sido cabrero en su
mocedad, y, ya en edad madura, fue peón
de una tierra que remontaba sus orígenes en las suertes de propios de la
ciudad que había respondido el
ayuntamiento entre los yunteros
humildes, desalojados por las injusticias de las hipotecas obligadas y
de las inclemencias del tiempo. Compartía
las labores de la tierra con el oficio de matancero , que es así como se llaman
a los matarifes y carniceros de los cerdos domésticos De ahí que Antonio, y por transmisión oral su hijos y nietos, fuera los mejores reconocedores de los puestos más propicios para esperar la perdiz, excelentes expertos en recorrer los
escondrijos en el corte de los Llanos transformados en una trinchera acolmenada
mirando a la Celada y Veimtenovias o avizores excelentes del prado donde
reverdecían las setas tras las primeras
lluvias o nacían los cárdenos espárragos
trigueros. Con esa sabiduría popular supo mimar y trabajar la tierra hasta que, por las necesidades tan profundas
de mediados del siglo XX, tuvo que emigrar a Suiza. Luego, se convirtió en un
fiel peón de esa cooperativa de Santo Domingo de Silos que tanto contribuyó al desarrollo de Alcalá la Real, y
creó escuela dando paso a su hijo para que aprendiera el oficio de la
albañilería. Casado con Consuelo Cano,
tuvo una prole que no llegó a la familia numerosa de anteriores tiempos, pero
que hoy día se considera con este adjetivo. Sus hijos Antonio, Manolo y Rosi saben
lo que es su luchar por ellos y reconocen el trabajo de sus manos a favor de
su manutención hasta que llegó la jubilación. No fue un hombre impasible,
acomodaticio ni amodorrado, se le veía siempre con su vara de cabrero andar caminos y desembocar desde la cañada
Nevazo volviendo de la torre de la Moraleja desde donde podía contemplar la
bella panorámica de una ciudad de
frontera y, en su derredor, unas tierras que se adentraban antiguamente al reino
de Granda con un fondo de sierras, cortes montañosos y una pantalla blanca y
majestuosa, al fondo, por las cumbres de
Sierra Nevada. Tras la cotidiana caminata,
frecuentaba la curia senatorial del Paseo de los Álamos donde los de su generación arreglaban la ciudad colaborando con las autoridades. Pero esa
enfermedad incomprensible que le
recorría sus venas, de vez en cuando , le jugaba algunas malas pasadas
y le clavó un ictus a forma de rejón mortífero que le paralizó
sus andarinas piernas asentándolo en la cama de un hospital de
Granada. No pudo reponerse de este zarpazo, lo había tocado de muerte, recorrió
muchas noches con su pensamiento el campo trashumante de su pasión por sus
hijos y devaneó utopías que le gustaría
que se hicieran realidad en su hijo Antonio.
Le tocó su final, su corazón no pudo más. Que la tierra que tanto amó, en el andar y el
labrar, te sea leve como si fueras un
hijo de la madre Cibeles.
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