CAPÍTULO I
TRAS LA NAVIDAD DE 1808
Andaban los vecinos de la ciudad de
la Mota algo tranquilos en la Navidad de 2008. Del reino de Jaén, los franceses
se habían retirado tras haber cometido una gran cantidad de tropelías. Y a
Alcalá la Real, las tropas francesas no llegaron a alcanzar sus alrededores
tras la batalla de Bailén. Sin embargo, no todos los alcalaínos se encontraban serenos.
La colonia francesa andaba alterada, una docena escasa de familias, algunas ya
eran totalmente vecinas de la ciudad. Había alcanzado cierta popularidad en el
pueblo, donde habían abierto negocios y acrecentado su patrimonio. Entre ellos
los Lac y los Berti llegaron a regentar mesones y posadas de la ciudad; y otros
como los Jiménez hasta introdujeron novedades en las confiterías con la
divulgación de los ricos chocolates. Sin embargo, no corrían buenos aires por
este año desde que invadieron los franceses España simulando que la atravesaban
con destino a Portugal; aún más con la batalla de Bailén, vivieron el regreso
en sus carnes el paso de soldados tras
la batalla. Pues, aunque se habían hecho paisanos y vecinos, eran la comidilla
de los rumores de la gente. Habían huido de su patria para refugiarse de la
guillotina de la Revolución francesa, y ahora intuían que se les caía encima el
cadalso de los humilladeros.
Por todos los rincones, se respiraba
un odio a todo lo que oliera a afrancesado. En la plaza de las Casas
Consistoriales, los vecinos acudían a diario a comprar las hortalizas de los
cargaderos castilleros. Continuamente se veían sobresaltados por la presencia
de alguna persona que conducía a un detenido para llevarlo a la sala de audiencia
del corregidor Orencio de Santaloria, o, en su ausencia, el alcalde mayor
Jover. A veces los asuntos eran de poca monta, invasiones en terrenos
cultivados por el ganado, pagas de soldados de guerra, pero, otras veces, el
asunto rondaba el castaño oscuro con motivo de celos.
Pero, por el mes de marzo de 1809, abundaron las detenciones de los vecinos
franceses. El día cinco el corregidor Orencio Antonio había recibido una orden de
la Suprema Juan Gubernativa del Reino del dos de febrero emanada, dos día antes en Granada por el Conde
de San Agustín del Toro, por la que se decretaba el embargo y secuestro de
bienes de los franceses residentes en España.
Pero la respuesta fue inmediata. Se
puso en marcha la Junta de Gobierno de la ciudad para aplicar las órdenes del corregidor.
El secretario lo puso al tanto de la situación. Ya se habían tomado importantes
decisiones a principios de año siguiendo a la Junta Central, se detuvieron y
arrestaron en las Casas Capitulares a varios franceses. Pero ahora, interesaba
dar a conocerlos. Pues había que llegar hasta el final. Unos fueron detenidos y apresados en la localidad Luis Follarat,
Bernardo Ricard, Basilio de Prada, Gabriel Bonal y los capadores Juan Gober y
su hermano. Y nada menos que a gente del comercio y significada en la ciudad,
por desempeñar cargos de contratas de servicios de la ciudad como don José
Mirasol y su sobrino don Juan Lustau.
Este último sufrió la peor parte, porque fue conducido a la Granada y
cayó bajo la custodia del Capitán General. Con suerte, se libró de la cárcel
Fabián Benales, porque enfermó y se le trasladó al Hospital del Dulce Nombre
de Jesús y Santa Ana.
No podía quedar en agua de borrajas. Había que dar un paso más
adelante. Se le dio todo el poder al regidor Fernando Carbonel para que
culminara la venganza que aludía el decreto, no quedaba más remedio que
emprender el embargo de bienes. Y lo hizo convertido en alguacil mayor de la
ciudad, un cargo y merced de los reyes. En pocos minutos, se puso en marcha, y comenzó su ejecución, con una familia cercana al ayuntamiento.
Acudió a la calle de Braceros, donde vivía Juan
Gober y le transmitió las órdenes, este inmediatamente se defendió nombrando
un procurador para que lo defendiera. De su casa se trasladaron a su tienda del
Llanillo. Un mostrador con sus casillares, repletos de géneros, separaba a los dueños de los cliente para establecer
las relaciones de venta de surtidos.
Tuvo trabajo el alguacil, porque era
una tienda especial, no se ceñía a un solo productos. Lo mismo inventariaba de
su armario rimas de papel blanco o de estraza,
que varas de tela estameña negra, jergueta, albornoz, sarga o bayeta; pañuelos finos pintados,como blancos
de listas encarnadas; platilla blanca o coletas, o saya azul. De los pies a la
cabeza una persona podía vestirse: para los pies con pares de media de algodón
ya para hombres, mujeres o niños; cordones bastos de cáñamo para los zapatos .
Los palilleros y palo, a obleas también se ofrecían los clientes para la comida en cajas, junto con las sedas de zapatero. Estas abundaba en diversos géneros: negra fina y baja, torzales, chambergas, bolsos, galoncillos, cintas La corsetería no faltaba para las amas de casas: hilos de colores y negro y blanco de Córdoba y ligas manchegas en cintas,; peinillas, lendreras, escarmenadores de cuernos cuarterones de brocas de zapatero, yerros corvos de zapatero, tijeras bastas, planchuelas, navajas con blanco de palo, agujas colchoneras, y de hacer medias, navajas de anzuelos, y de cabo negro, como peines de box . Para la luz de la casa , cera para velones. Para comer, en las cajoncitos onzas de canela, libras de pepita de almendra, o de pimienta, onzas de clavo; y en otros cajones más grandes arrobas de arroz, de pimiento picante.
Se ilustraron de sistema de pesas con
una de balanza de azófar de tamaño regular, otras dos más pequeños y con sus
pesas variadas ( de dos libras, de libra, media, cuarterón y cuatro onzas).
Cuatro casillares estaban vacíos, con
una rejuela de alambre para el pan, y dos mesas, una grande y otra pequeña,
junto a ellas dos orzas de barro,
Para calentarse un brasero de cobre con tarima de palo, y para sentarse tres sillas de anea. En la cocina parrilla, tenazas, tres candiles, cuchara, paleta, una plancha, un rayo de hoja de lata, una silla de baqueta, un badil, cinco sillas de anea, dos mesas pequeñas, una chocolatera de cobre, un velón con cuatro mecheros de pantalla, una tinaja de agua, una alacena con dos redomas de vidrio, se seis platos, cuatro fuentes, tres tazas, y cuatro jícaras.
Subieron a una sala, que estaba
adornada con un espejo de marco de talla dorado, dos cornucopias, un cuadro negó
de El Salvador, tres cuadros pequeños, otras medias cañas de maderas y estampas
de papel. Un arca de pino, otra pequeña, sillas viejas finas, una cabecra de
lienzo azul y blanco en alhuceña.
En el armario unas medias de hombre
de seda blanca, rodapiés de indiana, dos camisas de mujer, dos pares de mangas,
cuatro pares de calzones blanco de lienzo, tres camisones, cinco pares de calcetas de hombres, cuatro pañuelos,
tres cortinas chaqueta y calzón , tres cortinas de muselina, chaqueta y calzón
de bacón, una montera de felpa con flecos de seda, una solapa de sea, abanico
de hueso, dos enaguas de mosolina dos toallas, dos servilletas de torillo,
pañuelo encarnado, tres enaguas, una almohada, una sábana, y almilla, y una solapa de sayal.
Subieron a la cámara, y en la troje y
horón, 18 fanegas de cebada. Otro horón
con cerecillas picantes, otro de yesca, en dos horones y suelo con 24 fanegas de
trigo; un esportón con orégano. Otra
espuerta con cominos, otro calandro,
otro con trigo, esporillas de palma y de esparto con garbanzos, una artesa,
tres hojas de tocino, con sus jamones.
Vestido de traje azul vuelo, Otro viuejos de marrón verdoso, calzones de paño
negro viejo, de paño azulado, caja palo verdeo, cuatro vasos de cristal de
medio cuartillo
Con la presencia de su apoderado y su
mujer María Ramona Puis, y llevaron a cabo el inventario, secuestro y embargo
de sus bienes. Era una familia que ya había adquirido alguna tierra, un haza de
cuatro fanegas procedente de los propios en la Dehesa de los Potros, estaba
sembrada de cebada. Se le cayeron dos lágrimas a Mirasol mientras la mujer se echó a llora al
entregarle las llaves del armario como seña del embargo al alguacil. Se dirigió con Mirasol a las Casas Consistoriales para volverlo a detener, donde estaban encerrados
sus paisanos.
Allí, en la sala baja, citó Luis
Follarat, y le pidió que nombrase otro apoderado. Y Luis nombra a Juan Sánchez. Con su mujer
Francisca Valverde, y su apoderado se dirigieron a su casa de la Tejuela,
donde regentaba una posada. Ya había acudido,
en otras ocasiones, el alguacil para
detener algunos furtivos y ladrones de animales de carga, lo que se frecuentaba
en aquel tiempo. Pero en esta ocasión, aquella casa le ofreció un aspecto diferente, pues reconoció
todos los rincones. Una cocina era la primera estancia, donde colgaban varias
sartenes grandes y pequeñas; en un poyo unas trébedes, asador, parrilla, seis sartenes
grandes y pequeñas, fuentes del mismo tamaño,
un velón de mano, un almirez, un perol de azófar, paletas y tenazas, dos
chocolateras, cuatro lebrillos, una cacharra, una docena de platos vastos, una
mesa pequeña y seis sillas para los clientes. Junto a la cocina, se comunicaba
un cuarto, donde se encontraban enseres variados: desde un arcón y un arca
hasta dos perdices en una jaula pasando por una artesa, un torno de panadero,
barandillas de palo y juego de medidas de cabida (una cuartilla, celemín y
medio celemín).
En la segunda planta de la casa, se
abrían varios cuartos. En el primero presidía un cuadro de la Inmaculada
Concepción y tres medias cañas viejas de papel. No había más enseras que una
silla de baqueta de brazos, seis de anea, una mesa con su brasero de cobre y
cerraba la ventana una cortina de fandango. En el segundo, colgaban varios
cuadros viejos sin marco, seis tablas y algunas sillas. En el cuarto tercero, un
arca, un arcón y devanaderas; al lado el cuarto, con dos cuadros viejos; desde
ahí se subían a las cámaras, donde colgaban tres espinazos de cerdo. Y en
ellas, se cortaba un quinto cuarto con una
mesa y cuatro sillas, una cuartilla de palo y seis carretadas de paja. Le
presentaron las ropas de vestir, y se quedaron con los puestos, unos calzones, una
chupa, una camisa, y unas enaguas de mujer. Se le olvidó de anotar una balanza.
Pues se entretuvo valorando el burro y una casa en la calle Bordador donde vivían
que querían arrendar.
No daban abasto, y unos días después,
se dirigieron a las casas de Gober, donde vivía su hermano Juan Bautista. Por
mucho que Carbonell le preguntaba a su cuñada sobre sus existencias no encontraron
más que las que tenía puestas, pues era un transeúnte que casualmente se había
alojado por caridad en la casa alcalaína de su hermano. Por eso, el mismo día
once pudieron inventariar la casa de Gabriel Bonal, que nombró de apoderado a
Manuel de Ocaña. Con este y su mujer Magdalena de Tárraga acudieron a su casa de la esquina de la calle los Caños y Llana y,
en sus dos habitaciones, una sala que hacía de cocina, y el cuarto de dormir no encontraron
más que una cama pobre, un escabelillo, unas sillas, una sartén y unas
cazuelas. De ropa, lo puesto. Como no duró ni la media hora, en la que escribió
el acta el escribano, se dirigieron a la tienda y casa de Ricardo Licardo, este francés
revendedor de frutas en la plaza. Los recibió su mujer María de Jaén e iba
acompañado de su apoderado Esteban Moyano. En el portal, un mostrador de pino y
un casillero viejos se complementaban con un juego de cuatro sillas, una mesa
con su brasero y tarima, un tendido y un tablero de horno , y en un rincón un juego de seis espuertas viejas de esparto para colocar las verduras. En la habitación de
la trastienda, un trasportal servía de cocina con su trébedes, sartén, perol,
tenazas, fuentes y platos bastos; su oscuro interior se iluminaba con dos
candiles. Por unas escaleras se ascendía a un cuarto alto, donde en un arcón
grande guardaba la tropa, que matizaba la ama, la sucinta para poder abrigarse
en las frías horas de invierno. Se acabó el día con la visita de la habitación,
donde estaba encerrado el mozo Basilio Pradal. Me miró extrañado y con la
mirada torva.
-Para qué me quiere, señor.
-Para nombrar un apoderado.
- ¿Y con qué lo voy pagar si no tengo
ni para comer?
-Es mi obligación y deber
solicitarlo.
-Pues no lo quiero, soy pobre de solemnidad,
mi oficio era tablero del horno. Pero me despidieron cuando me detuvieron.
Ahora mi habitación y cobijo se encuentran
en el Hospital de los Pobres. Mi mujer, María Jiménez, la han recogido sus padres
y le dan de comer y alojamiento. Hemos estado viviendo a expensas de la Junta
de Gobierno Local y de la limosna del capellán.
El alguacil no quedó muy convencido,
salió de la plaza, traspasó el Llanillo y la calle Utrilla, y llegó a la calle
Zalamea, donde vivía Juan Jiménez. Preguntó su hija, y por mucho que escudriñó
hasta el último rincón, no encontrón más que a los padres y a su hija con el
hato puesto. Volvió a las Casas Consistoriales, y se entrevistó en otra
habitación de reclusión Juan Benales, un amolador, que se quedó completamente
espantado de que el regidor le preguntase por sus bienes y enseres.
-Mira, señor, yo solo tengo mi piedra
de moler, y me ha cogido de casualidad en Alcalá como lo podía haber sido en
Martos. Tuve la mala suerte de caer en esta presión, porque aquel día se ordenó
la detención de los franceses.
-Pero, ¿no tiene casa ni bienes ni
familia?
-Soy soltero, la sors, más bien la
malchance ha dado con mis huesos entre estas cuatro paredes.
Por aquel día habían acabado de
levantar actas de embargos. Algo decepcionados y defraudados, pues esperaban
conseguir mayores ingresos. Pero el horno no deba para bollos. Dejaron para tres
días después, a los más pudientes.
A las primeras horas del día catorce
de marzo, el escribano Sola y el alguacil acudieron al convento de san José de
Capuchinos. Salieron del ayuntamiento, por las callejuelas se dirigieron a la
calle de los Caños, y, tras pasar por la Puerta de los Álamos, llegaron al
compás del convento, Entraron a su vestíbulo y preguntaron por don José Mirasol. Un vecino
los subió por las escaleras de los claustros al corredor del segundo piso,
donde se encontraban las celdas de los frailes. En una de ellas se encontraba
Mirasol. El escribano le comunicó la orden de embargo de todos sus bienes. Pero le asesoró de todos sus derechos.
- ¿Quiere nombrar un apoderado para
que lo defienda?
-Claro que sí. Soy francés, pero
llevo con mi padre y hermano varias décadas como vecino. Hasta me extraña que
me hayan detenido.
- ¿Dígame el nombre de su apoderado?
-José Cabrera.
Inmediatamente, se lo comunicó a
Cabrera el nombramiento, y lo acompañó a llevar a cabo, unas horas después, el
inventario de los bienes de Mirasol. Se personaron en su casa y tienda del Llanillo.
La habían heredado de su padre Bernardo Mirasol su madre, su hermano Vicente y
el propio José en partes iguales. No solo era un comercio próspero, sino que,
gracias al prestigio y patrimonio del padre, había logrado que le adjudicaran
muchos servicios de la hacienda municipal y abacial, como las rentas decimales.
Su madre Antonia Extremera, ya viuda, los recibió y puso a disposición de la
justicia toda su casa.
-Señor alguacil, estos bienes no me pertenecen
por completo.
-Dígame, dígame. Defiéndase.
-Que mi madre saque los testamentos
de mi padre Bernardo y ya comprobará que solo me asigna una cuarta parte de beneficios.
Su madre sacó las escrituras del
contador levantadas en 1784 ante el escribano Núñez. Todo concordaba con las
palabras de don José Mirasol, y además había que esquitar la manutención y
asistencia de su hermano Vicente y Madre. También se recordó que se habían comprado
varias fincas y dos casas en la calle los Caños y Juan Jiménez, todo importaba
la suma de 19.000 reales.
Entonces le pregunto el alguacil por
los enseres, muebles y otros bienes. Y respondió.
-No tengo otros bienes muebles, pues
he compartido diferentes edificios y viviendas, y, en cuanto la ropa, delego mi
embargo en mi apoderado.
Parecía que el regidor y el apoderado mantenían cierta
connivencia con la familia de Mirasol hasta tal punto que quedaron convencidos
de sus explicaciones. Si embargo, en el mes de abril, se recibió otro decreto
gubernativo que ordenaba la venta de bienes de los extranjeros para aplicarlos
a los asuntos de urgencia. El corregidor Orencio, de inmediato, fijó los
edictos en los sitios acostumbrados de la plaza municipal y en la esquina del Llanillo
con el Peso de la Harina. Transmitió las órdenes a los escribanos para que
levantaran actas de los diversos asuntos relacionados con el articulo de la
Orden, sobre todo lo relacionado con las deudas.
Las familias se sentían desasistidas
en esta desgraciada situación. Y escribieron al corregidor que se compadeciera
de ellos. Sobre todo, Ramona Puis, la mujer de Jover le suplicaba que le
permitiera vender productos, y le aseguraba que se fiara de que no tocaría los
bienes embargados, pero que las ratas de la posada vecina destrozaban los géneros
de la seda y otros alimentos sin la presencia suya. También su sobrino el
castrador Juan Bautista clamó por la indigencia que vivía su mujer y pedía el
amparo de la justicia para que le otorgaran medidas de ben eficiencia.
El decreto estaba claro. Había que embargar y vender. Pero había algunas excepciones. Aquí estaba la incógnita de la resolución final, La renuncia de ser extranjero, la vecindad y el domicilio podían salvarlos. Entre ellos, su mente deambulaba por si podía recaer esta china.
Sin embargo, Jover manifiesta al
corregidor que los bienes y rentas de los detenidos se encuentran
desembargados y entregados a los familiares por el mes de mayo. Otra nueva orden,
manifiesta la ejecución de la venta de bienes en el mes de mayo.
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