MUDO Y OTEROS
Mudo y Oteros, dos calles, cortas,
cardinas y secundarias en
torno a los ejes de las que bajan perpendiculares
al Llanillo, las de los Caños y la Real. Parecen dos nombres antagónicos. La calle del Mudo ocupó esta calle y su callejón del mismo nombre (en
algunas ocasiones, callejón del Colodrero, donde vivía una hornera que
regentaba el horno del callejón cercano en siglos pasados), que formaban una calle en forma de L.
Su nombre proviene de un vecino que se apodaba el Mudo en el siglo XVI, porque anteriormente
recibió otros nombres como Labradores. El callejón del Mudo alberga casas, que
se cimentan sobre un subsuelo horadado por tumbas mozárabes y, algunas,
incluso argáricas. Se mantuvieron hasta el siglo XXI formando vecindad en casas
de las familias actuales, como la de Pepín Vega (+). El Mudo ha sufrido cierto
deterioro de abandono de viviendas, pero se mantienen blancas fachadas de otras viviendas, que
manifiestan la buena labor de las familias alcalaínas que las cuidan y las
blanquean. Y, según el Catastro de
la Ensenada, el siglo XVIII, había pocos
vecinos, muchos jornaleros, algún que otro jornalero y dos mujeres solas, ni un
hombre de servicios ni oficios.
La
segunda se refería a otro vecino
repoblador de Alcalá que se denominaba con
el segundo apellido referente a su pueblo
de origen leonés de Oteros. Y, del
dicho al hecho. La sabiduría popular captó esa imagen de estrechura vial con el
dicho “Esto está más estrecho que un carro en la calle Oteros”. Calle que
desemboca a dos placetas, la del Rosario y la de la Cruz de la calle Ancha. No
sé por qué razón siempre esta calle me será mistérica Nunca encontré algunos
hilos sin desvelar la madeja. Allí subí a casas para divisar el mapa
astronómico desde el mirador y observatorio con ansias de estación de
nuestro amigo Bergillos. Contemplé la
salida del gallardete de la casa de los Teva, y me venían a la mente los tiempos en los
que el Rosario era una iglesia principal del pueblo. Compraba el pan y el
vino de la tienda de Francisco. Iba por los dulces de varios familiares y
buenas gastrónomas. Y me encanta todavía escuchar el retumbar de las
bandas y agrupaciones musicales en la Noche de la Víspera de San José cuando
vuelven de agasajar al esposo de María. Mis amigos Rafael y Rita todavía
mantienen su vecindad con mucho orgullo en una calle de rancio abolengo, En el
Catastro de la Ensenada, aparecían 21 vecinos, la mayoría del campo. Y algunos
apellidos se mantuvieron en esta calle y adyacente hasta muy entrado el siglo
XX, los Hinojosa, Moya, Frías, Sánchez, Bolívar, González, Ceballos,
También,
en aquel catastro reformista, salvo algunos coheteros y unos hidalgos,
abundaban los jornaleros y algún que otro pujaero, hombres del campo a
porrillo, que ocuparon las zonas rurales de las aldeas con las
desamortizaciones posteriores. Las dos calles se componían de agricultores no privilegiados. Por eso no es
de extrañar que, en estas dos calles,
vivieran predominantemente los agricultores
hasta muy recientemente. Los braceros y jornaleros que sembraban las semillas en los meses otoñales,
limpiaban los campos de malas hierbas en primavera, y segaban con el sudor de
su frente los campos de otros. Curiosamente, son un canto de cisne de un
patrimonio rural, que ya no es de predominio agrícola sino que entremezclan los vecinos de los servicios con
los de la construcción y la industria. Nuevos tiempos, nuevos sistemas
productivos. Al menos, salvo casos excepcionales, son dos calles que no han
perdido la singularidad andaluza. ¿Hasta cuándo?
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