Muchas
leyendas son verdaderas, o, al menos, tienen viso de realidad. Y estas forman
parte de esta interpretación. Hace de ello casi cuatrocientos años, y es cierto
que, en gran parte,  estos hechos  que vamos a
contar  ocurrieron  en el entorno de la ciudad fortificada
de la Mota. Una se remonta a tiempos de frontera; otra a finales del siglo XIX.
La primera se envuelve entre caballeros cristianos y  una mujer de la Corte del reino de Granada;
la otra entre  un soldado del rey  por tierras americanas y una paisana
alcalaína. El escenario es el mismo, por el arrabal Nuevo del entorno de la
ciudad fortificada, y , bajo el mismo monumento, una cruz parlante, un recurso
que se utilizó en otros pueblos castellanos y recogieron los escritores
románticos. 
                                                             I
                  CRISTÓBAL
GALLEGO Y PEDRO PINEDA
        
Cuentan
que llegó a Alcalá la Real un soldado cristiano, y  cautivo que había sido liberado de las
mazmorras de Granada e informó al cabildo municipal sobre una expedición que
iba a trasladar a  la princesa Fátima, pretendida por el wazir de
Tetuán hasta tierra africanas.
         Hallándose
por aquel tiempo en la fortaleza el conde de  Tendilla, partió con
sus huestes hacia Pinos Puente, donde toparon con la comitiva de la princesa,
que fue raptada junto con otros tres musulmanes. Se la llevaron a la fortaleza
de  la Mota, donde fue el motivo de atracción de la mayoría de los
caballeros de la ciudad. Días más tarde, llegaron varios emisarios de Granada
proponiendo un intercambio de prisioneros para rescatar a Fátima. Los
alcalaínos no querían dejar marchar tan bella mujer, pero, al fin,  cedieron
a las peticiones. Antes de soltarla, acordaron celebrar una  fiesta
de sarao para despedirla en la torre del Homenaje de la fortaleza de la Mota,
ofrecida por el alcaide don Pedro Fernández de Aranda.
         En
medio de la danza, dos caballeros, Cristóbal Gallego y Juan de
Aranda,  alcalaínos porfiaron  por bailar con la princesa.
Y llegaron a las manos hasta tal punto que se retaron en un duelo en la Cruz
del Cristo de la Piedra, una cruz levantada como voto de acción de acción de gracias
antes de la toma de la Mota.
Acudieron
al lugar, y comenzaron a batirse con sus espadas. En medio del silencio de la
noche, se escuchó una voz lúgubre como si proviniera de ultratumba. Al
principio, no le hicieron mucho caso y  mantuvieron, tan sólo, las
armas en alto. Ante el apagón del farol de la Cruz del Cristo de la Piedra y la
tercera repetición del mismo sonido, la última en forma lastimera acompañada de
un fuerte trueno como si provinieran de la cara del Cristo, dejaron, al
instante, de luchar y volvieron a  la fortaleza. A la mañana
siguiente, acompañaron a la comitiva de Fátima  junto a la corte del
reino nazarí. Tras su regreso, se trajeron los cincuenta cautivos
prisiones  y se celebró una misa de laúdes, en la que juraron no
volver a pelear entre ellos. Cristóbal Gallego  juró y perjuró no
combatir más y levantó un monasterio trinitario para rescate de cautivos; y,
por su parte, Juan de Aranda acompañó a los Reyes Católicos para culminar la
conquista de Granada luchando por implantar la fe cristiana  en todo el
territorio nacional.
 
                                                        II
REGRESO
DE CUBA
 
         A
principios del año 1880, se llevó a cabo una leva de soldados, la que solía
recaer siempre en los más desgraciados, porque no conseguían liberarse de la
milicia al no disponer de recursos. Antonio era un vecino de la calle Cava que
fue alcanzado con esta mala suerte y tuvo que alistarse al cuerpo de Fusileros
del Ejercito Nacional con destino a Cuba. Antes de partir, se encontraba
locamente enamorado de su vecina Isabel.
Antonio,  inmerso
en muchos combates y en miles de amoríos durante su estancia americana, pronto
olvidó la fidelidad prometida a Isabel. Pasaron varios años en aquellas tierras
y las armas le borraron los recuerdos de su anterior amor. Sin embargo, Isabel,
por el contrario, mantenía la promesa dada como si fuera un tesoro escondido.
En cierta ocasión corrieron el rumor de que su amante había causado baja en una
refriega con los cubanos. Pero ella no se lo creía.
         Cierto
día, Antonio volvió a España tras licenciarse del ejército. Pero regresó
físicamente, porque en su espíritu se había quedado como si fuera una tabula
rasa. Por el itinerario de vuelta y con la hoja de servicios, llegó desde Cádiz
hasta Alcalá la Real. Y, como si hubiera estado imbuido de una mala hierba, no
recordaba nada de su vida anterior. Pasó por la casa de su antigua novia y no
se percibió del saludo de su antigua amante, que le esperaba tras la celosía de
su ventana.
 Con
la ayuda de un antiguo amigo que lo reconoció a pesar de su aspecto deprimente
y lánguido, llegó a casa de sus padres. Ellos le comentaron que le estaba
esperando ansiosamente Isabel  en su casa de la calle del Cristo de
la Piedra.
A
duras penas, cedió ante las súplicas de la palabra de sus padres para visitar a
su antiguo amor. Ante la presencia de Isabel,  no se inmutó, se
mantuvo en una nebulosa que le impedía reconocer a aquella muchacha, y cumplir
las palabras dada de matrimonio quebrantadas por la Guerra de Cuba.
Salieron
a la puerta los dos juntos y pararon ante el Cristo de la Piedra. Algo cambió
en el rostro de Antonio, pero se quedó parado y con una actitud terca sin darle
visos de esperanza a su antigua amante. No obstante, se citaron para el atardecer
ante la misma cruz.
Allí
repitieron el mismo escenario, con los mismos personajes y con la primera
declaración de amor. Y cual fue la sorpresa, cuando Isabel le dirigió esta
oración al Cristo:
“Señor, aquí nos juramos nuestro amor.
Si es verdad que esto aconteció hace años, baja tus brazos, mueve tu cabeza, y
dile que me amaba  y me juró el amor”.
 
El
soldado hacía tiempo que se había pasado al terreno de la incredulidad y al de
la indiferencia religiosa. Pero cual fue la sorpresa cuando el Cristo de la
Piedra extendió v los brazos  y les dijo que allí se habían jurado
amor eterno.
A
los pocos días, un ósculo de amor duradero selló el matrimonio prometido en la
iglesia del Rosario.  
Junto a la cruz, en ambas leyendas se levantaba
una importante casa de la Mota, la de la familia de los
Veneroso. Era  una
casa lujosa, de señores;  tenía noble fachada con pórtico adintelado
de piedra de cantería y el resto con muros de mampostería; se ubicaba en un
paraje privilegiado  de  la ciudadela alcalaína, lindera
a  la casa de lo Lagares; más debajo de calle de los Mesones, en
dirección  hacia  la muralla tercera  del recinto fortificado y la puerta del
Arrabal; en concreto esta  mansión era  propiedad y
cobijo  de una famosa e hidalga  familia, que vendieron a
estos mercaderes genoveses con sus lagares y pósitos, pero todos los
vecinos  se referían a   esta casa como casa del
misterio, incluso con más intriga  que los misterios  de
las cuevas del Bahondillo y del  arrabal de Santo Domingo. Se ofrece
el recinto para una ruta de leyendas, leyendas de misterio y fronteras,
marcadas por la cruz y monolitos del Arcipreste de Hita. 

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