Han pasado los primeros días del mes de noviembre, fechas relacionadas con la honra de nuestros
antepasados. No es  una costumbre exclusiva
de la cultura judeocristiana ni   privilegio de religión alguna, sino  que todas las personas han llevado a cabo una
serie de ritos y ceremonias de la muerte concibiéndolas como una obligación
personal, familiar y social. Aun en el campo de batalla sorprende que los jefes
y los soldados  procuren trasladar  el cadáver de sus correligionarios a sus
campamentos para rendirles honores. Siempre la muerte de Patroclo, tan
bellamente descrita en la  Ilíada, ha
sido un símbolo de la relación estrecha de aquel puñado de jefes helenos  con su amigo muerto  de tal modo que  se comprometieron a celebrarle los  Magnos Juegos de sus funerales tras el  rescate de su cuerpo desde el campo
enemigo.  Por otro lado,  en nuestra tierra   mucha es la deuda  contraída con la religión católica por la
celebración  anual  del día 
los muertos, ya que aportó  la
tradición de celebrar el aniversario de sus mártires y con ello  se 
extendió  esta tradición universal
junto con la de la del Día de Todos los Santos para rellenar la  laguna de las almas buenas de santidad anónima. Por eso,  no extraña
que cualquier persona se muestre siempre 
obligada a honrar a sus familiares fallecidos,  tanto en cumplir con todas las exequias como
en extender  su fama.
            A
veces, cuesta trabajo hacer comprender a las personas que todo el mundo tiene
derechos  y deberes relacionados con  sus difuntos: dar sepultura, rendirle culto o
actos de exequias,  recordar su
memoria,  hacer perdurar su buena fama,
propagar su vida…. Verdes y amarillos, rojos y azules,  creyentes, y agnósticos, tirios y troyanos, cremados
o inhumados,  ricos y pobres,  o vencedores y vencidos   Pues parece
como si estuviéramos imbuidos de una moral dualista de buenos y malos, en la
que solamente  deben recibir los mayores
honores y glorias  aquellos  que estuvieron bajo la órbita y égida de
una  sola creencia religiosa; y los
demás   deberían cubiertos de la tierra
sin que nadie  les honre como es
necesario y justo.  Si toda persona debe
cumplir  con sus antepasados, ¿Quiénes
somos nosotros para quitarle este derecho 
y deber?  Valga  aquel ejemplo 
y contraste  del  fariseo ufano  y el pecador publicano: uno parecía erguido,
decía que no era como los demás, ayunaba, no cometía pecado alguno, cumplidor y
pagador de impuestos, sin mancha alguna, intocable;  el otro no podía ni alzar lo ojos del suelo y
solo pidió paz, piedad y perdón.  Uno era
el Héctor triunfante, que despojaba  de
las armas al soldado herido y acosado. El otro era el alma decaída y humillada,
que ansiaba las manos de su amigo para rescatarlo  de la batalla. Pero el Hacedor justificó
curiosamente  a uno, y al otro no. 

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