MI TIA LOLA
DOLORES GÓMEZ FREIJÓO
En
el paraje de aquella casona de la aldea de Santa Ana, pasaba, durante mi niñez, todos los
meses de verano, como si se tratara de unas vacaciones escolares. Aquella mansión
rezumaba olores de tiza de clases particulares de verano y de tinta azulona de
los pupitres de madera, que se ubicaban en la clase de la planta baja. En aquel
caserón, todos los días subía a sus trasteros de la tercera planta para
curiosear las frutas que maduraban en
las trojes repletas de trigo de la ultima recolecta.
Me
llamaba muchísimo la atención la prominente
barbilla de mi tía Asunción, con la que me atraía siempre a su regazo y
me acariciaba como si fuera su hijo pequeño, a pesar que sólo era su sobrino.
Siempre, la veía vestida de negro, con el rosario en la mano, rezando novenas a
la imagen de una pequeña Virgen, que presidía el acomodador de la segunda
planta y mi bisabuelo José María, ( dicunt) se había encontrado en el camino de
aquella meseta, antaño comunal y bien de
propios, llamada de los Llanos, y , ahora, en manos de nuevos
propietarios que habían acumulado todas las parcelas del repartimiento de
Carlos III tras la desamortización de Madoz.
Mi tío Luís, que era el maestro
de la aldea, y era hermano de Asunción y
Lola, ejercía de paterfamilias de aquella estirpe peculiar y muy religiosa; me
gustaba mirar por lar rendija de la puerta del aula a los despistados alumnos y
siempre
le seguía los pasos porque me entusiasmaba cuando llegaba de Alcalá
lleno de paquetes de libros que colocaba con mimo en las baldas de su pequeña estantería.
Nombré a mi tía Lola como si no fuera nadie. Y encarnaba para mí , y
para todos sus sobrinos y
resobrinos la señal y presencia del amor en el más amplio sentido de
la palabra. Durante mis vacaciones, se desvivía
por el hecho de que lo pasara lo mejor posible, se convertía en mi segunda madre y me
llenaba de mimos y de muestras de
cariño durante todas las horas del día.
En aquellos duros años del franquismo, pude disfrutar de algunas cosas que no se frecuentaban en mi casa como el
chocolate de tabla ( pues en la mía
se
nos daba el de bollo de Priego de
Córdoba con un canto de pan con aceite), o como las frutas y hortalizas frescas de las huertas
de la Fuente
del Rey. Mis dos tías y mi tío Luís
frecuentaban todos los cultos de la iglesia de Santa Ana, eran beatos en el buen
sentido filológico e histórico de la palabra, personas felices entregadas
al servicio de Dios, y en concreto de su Ecce-Homo que presidía la escalinata de
su casa y habían heredado de su antigua
casa de los Núñez en la Fuente
del Rey. Lo habían recibido de sus padres, sobre todo, de su madre y mi
bisabuela Adelaida ( me dijo el cura Carmelo que, si el tuviera
que canonizar de santa a alguna persona
lo haría con aquella mujer), y en aquellos tiempos ejercían la plasmación del
amor cristiano con el servicio a la comunidad rural y a su hermanos. También, mi tía Lola se
ganaba la vida con su oficio de tejedora doméstica haciendo jerseys, blusas,
saquitos y cooperando con su cuota para poder cobrar la vejez. Nunca le escuché
maldecir el trabajo ni ser antipática con nadie, la dulzura estaba siempre en
sus labios. Nos tenía vestidos a todos con las prendas de lana de última moda.
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